«LA LÁPIDA ESTÁ SUCIA Y EL APELLIDO NO ALCANZA A LEERSE»

Por Adrián González-Camargo

El día que una amiga me dijo que no sabía cómo llegar a Long Beach, me ofrecí amablemente llevarla. Sabía que si aceptaba, me prestaría su beetle amarillo por el resto del fin de semana y podría, entre otras cosas, visitar cómodamente la tumba de Bukowski. 

Bukowski... ¿y beetle amarillo?
Bukowski… ¿y su beetle amarillo?

I. El viaje a Long Beach en beetle amarillo

Me enteré de la tumba de Charles Bukowski como me enteré de los bares que frecuentaba: leyendo sus novelas y buscando información en Internet. Encuentro, por ejemplo, que el escritor  estadounidense murió en marzo de 1994, el mismo año en que se publicó su última novela: Pulp. Dato curioso, es que el cineasta Quentin Tarantino ganó la Palma de Oro en Cannes ese mismo año, por su filme Pulp Fiction.

Me hubiera encantado ir a todos los sitios que fueron parte de su vida. Desde la oficina de correos donde trabajó e inició su oficio como escritor, hasta la casa donde creció en East Hollywood, pero mi obsesión no llegó tan lejos. Sabía que tenía que ir a la tumba del soldado más desconocido de Los Ángeles, aquél que inspiró a “escritores”, “borrachos” y hasta a David Duchovny y Tom Kapinos para hacer una “caracterización” de él en la serie Californication.

El día que una amiga me dijo que no sabía cómo llegar a Long Beach para tomar un crucero, me ofrecí amablemente llevarla a ella y a sus familiares que venían de visita desde China. Si aceptaba, me prestaría su coche por el resto del fin de semana y podría, entre otras cosas, visitar cómodamente la tumba de Bukowski, que se encuentra en San Pedro, cerca de Long Beach.

El viaje fue más desesperante a como lo imaginé. La Freeway 405 recorre de norte a sur (o de sur a norte) el condado de Los Ángeles, desde el Valle de San Fernando hasta Orange County. Si diera vuelta en U y manejara al norte podría llegar a Silicon Valley, lugar donde fabrican tecnología y aplicaciones para teléfonos, o a San Fernando Valley, sitio donde son expertos en pornografía. Los Valles en California son exitosos.

El tráfico de viernes por la 405 comienza a aligerarse un poco. Abordo del beetle amarillo vamos mi amiga, su madre y su tía —que entre ellas hablan en chino. Mi amiga, originaria de Yunnan, presume que habrá comida y bebida sin límites en su viaje a Ensenada.

“Cuidas mi cochecito amarillo”, me dice la tierna y pálida mujer de apenas veinte años. “Claro”, le respondo sonriendo y acaricio discretamente su pierna mientras viajamos a su destino. “No planeo subir botellas de whiskey, ni recoger putas en Sepúlveda Boulevard. Cuidaré bien de tu coche”, le reitero a esa chica de ojos negros y sonrisa encantadora.

Al fin llegamos a Long Beach, después de una hora de carretera entre cientos de coches. Comparar una freeway con cualquier cosa como hormigueros, enjambres, líneas de producción, montón de piezas automotrices manejadas por una persona, es fútil. Es el individuo y la máquina solos frente al primer mundo y la conclusión es la misma: las freeways son horribles.

Me despido de mi amiga, su madre y su tía. Las sonrisas superan la incomprensión de los idiomas. No sé si algún día hablaré chino, pero estoy seguro de que ellas nunca hablarán español. Si hay futuro entre nosotros, será comunicándonos en inglés. Arranco el coche, le doy un vistazo al Queen Mary y tomo el celular para escribir la dirección del Green Hills Memorial Park.

II. La tumba de Bukowski, “Don’t try cleaning”

Bukowski.
Bukowski tumbado en la yerba.

El GPS me lleva por un puente, ahí veo grúas, barcos de carga, el océano Pacífico y el viento que sopla desde quién sabe que parte del mundo. Entro al cementerio que parece un pequeño suburbio. Las calles van hacia el este, norte y oeste. Vuelvo a buscar en alguna página de Internet indicios de cómo encontrar la tumba de Charles Bukowski.

Doy vuelta a la derecha por Bay View Dr., que parte una pequeña colina en dos y enfrenta al mar. Estaciono el beetle amarillo cerca de donde creo que puede estar su tumba. Gracias al GPS no es difícil llegar a Green Hills. Espero tener esa suerte que me haga caminar unos pasos y decir: “¡Aquí estás, cabrón!”

Comienzo a andar por la parte baja de la colina, cerca a Western Avenue. El ir y venir de los coches irrumpen el silencio que debería haber en un camposanto. Las filas de lápidas bajan y suben. La mayoría están hechas con grafito negro. Algunas son grises. Me doy cuenta que me llevará varias horas encontrar lo que busco. Decido seguir una hilera y solamente mirar las lápidas grises. Todos los nombres aguardan ahí, sin sorpresas, anónimos.

Muy pocas tumbas tienen flores o algún recuerdo. La mayoría tienen décadas esperando que alguien venga a visitarlas. Camino cuesta arriba.“No sé cepillar una zona, no debí dejar esos cursos de cómo sobrevivir al bosque, debí prestar más atención a esas películas donde buscan a una víctima entre los árboles”, pensé.

En unos minutos ya estoy empapado en sudor. Subo de nuevo a la calle, voy al coche y saco una botella de agua.

Hacia arriba, al otro lado de Bay View Dr., la colina sigue subiendo. En la cima, un jardinero da vueltas a bordo de su pequeño cochecito, va cortando el césped. Una familia, a lo lejos, lleva flores. Un auto cruza la calle.

Decido empezar de nuevo y diez minutos después me pregunto si realmente valdrá la pena seguir buscando. “Es solo una tumba”, “¿para qué chingados vengo aquí, pudiendo ir al Hollywood Forever Cemetery y ver las lápidas de cientos de famosos?”

Si estuviera en París no sé si iría a la tumba de Cortázar, Maupassant o Sontag.  En un viaje a Lisboa, encontré por accidente la tumba del escritor Fernando Pessoa, la cual tiene inscrito un fragmento de un poema suyo: “La única conclusión, es morir”.

En la película de Tony Gatlif, Gadjo dilo (Rumania-Francia, 1997), un personaje riega vodka y baila a lado del sepulcro de su amigo. En Baltimore, un desconocido llevaba a la tumba de Edgar Allan Poe, media botella de cognac y tres rosas. Así lo hizo durante 60 años cada siete de octubre.

Algunas fotos en Internet se ven botellas de cerveza que acompañan la lápida gris y plana que dice: “Henry Charles Bukowski Jr”, seguido de “Hank”. Luego las palabras “Don’t try” (No lo intentes) y abajo: “1920 – 1994”. Entre los dos números, una silueta de un boxeador.

En un mediodía de mayo, estando en en San Pedro, California, no tengo con qué celebrar al “viejo indecente”. No traje ni cervezas, ni vodka, sí un poco de agua y esa foto como referencia para encontrar la tumba. “¿Pero qué necesidad tengo, si ya he visitado algunos de los bares que visitó y orinado en retretes donde orinó el escritor?”, me pregunto. El saber que no voy a regresar aquí jamás y que en menos de quince días estaré de vuelta a México, me orilla a insistir un poco.

Recuerdo a personajes como la novicia del filme Ida, de Pavel Pavlovsky. Recuerdo al cineasta A en La Mirada de Ulises, de Theo Angelopoulos. Esas búsquedas tenían sentido, la mía no la tenía y cuando estoy a punto de renunciar y regresar al coche oigo un grito: “He’s over here!” Aquel jardinero que estaba en la parte alta viene caminando rápidamente hacia mí. Ha dejado su cochecito para cortar pasto, el cual empieza a moverse por su cuenta.

Mientras baja, se quita los audífonos, y me señala una curva. “¡Aquí está!”, me repite. Claro, no soy el único que ha venido a buscar a Bukowski, pienso. Me acerco a él y aunque conozco la respuesta, le pregunto: “¿Cómo supo lo que estaba buscando?” “Llevo 20 minutos viéndote como caminas por todos lados”, me responde. Me río. Le agradezco y sonríe, mientras su cochecito está chocando contra un árbol. “Holy shit!”, grita. Por fortuna, no hubo daños.

Me siento frente a la tumba que está alejada del resto. Es ridículo, lo sé, “¿y ahora?, ¿qué se hace cuando uno está junto a Bukowski y sin una lata de cerveza o una botella con vodka?” Junto hay un pequeño cenicero enterrado. Saco un cigarro de mi cajetilla y me lo fumo.

La lápida está sucia y su apellido no alcanza a leerse. Por un momento pienso en limpiarla pero… ¿querría el autor de La senda del perdedor que esté limpia? “Don’t try”, se lee en el mármol negro, debajo la silueta del boxeador.

«¿Don’t try boxing, Don’t try cleaning, Don’t try, crying?», reflexiono. Tal vez significa: no intentes escribir o como dice su poema: ¿Así que quieres ser escritor?. “Si buscas hacerlo por dinero o fama / no lo hagas”.

Dejo la colilla en el cenicero y me levanto. Quiero despedirme del jardinero, pero él y su cochecito ya están lejos.

De regreso al beetle amarillo paso por encima de desconocidos como Elliot Kirby, David Kevin Scott, Charles R. Chapman, Bertha E. Robinson, Emma H. Hammer, Vivian Marien Thompson, Filipina, K. Hailey, Eleanor D. Hailey, Thelma D. Morgan, Heather Nordstat, Cecilia E. Larson, Oleta Agnes Taylor y otros cientos de muertos que supongo casi nadie viene a visitar. ©

Adrián G. Camargo, cineasta.
@wordsandreams

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