CINISMO / JUGUETE RABIOSO
Un cuento de Navidad en un cielo roto
Por Mariano Morales
“Ojalá mi corazón fuese de piedra.”
La Carretera, Cormac McCarthy
Desde que el cielo dejó de ser nuestro cielo, el paso de los días ya no importa. Algo se quebró allá arriba como se quiebran los huesos cuando ya no sirven. Desde entonces vivimos bajo una claridad enferma, una luz que no bendice ni calienta, solo vigila. Hemos perdido la cuenta de los años respirando frío & hambre. El calendario murió primero, luego la fe, después los nombres, seguidos por los cuerpos errantes y al final la certeza de seguir siendo humanos.
Mi pequeña vive obsesionada con ideas que nunca conoció. Palabras fósiles: Navidad, regalos, villancicos, chimeneas. Restos del mundo anterior incrustados en su cabeza como metralla heredada. Ella nació cuando todo estaba perdido, cuando la ceniza ya era paisaje y el silencio una forma de disciplina. Aun así, esos mitos la visitan con la insistencia de una orden, como si alguien se los hubiera grabado a golpes en la sangre.
Se aferra a mi rodilla y me dice que seguramente ya es Navidad. Me pregunta si conocí a Santa Claus. Le digo que no lo recuerdo. Miento. No le digo que Santa aparece cuando el hambre empieza a comerse lo que queda de mí. No le digo que surge cuando el cuerpo entra en modo castigo y la mente necesita un verdugo con cara conocida.
Nunca lo veo completo.
Santa llega en pedazos: una risa oxidada que raspa por dentro, el rojo imposible de un traje que no debería existir, campanas que suenan como dientes chocando. A veces es solo la barba, rígida, sucia, moviéndose como algo vivo que busca dónde morder. Otras veces son los ojos: dos brasas sin párpados, contando mis errores, sumando deudas.
Sé que no es real.
Pero el hambre tampoco lo es del todo, y aun así manda. Santa no trae regalos. Santa pasa lista. Enumera lo que no supe dar, lo que dejé caer, lo que sacrifiqué sin decirlo en voz alta. Me recuerda que mi hija tiene frío porque yo sigo vivo. Me recuerda que la supervivencia siempre cobra algo a cambio, y casi nunca es justo.
Nuestra familia siempre ha vivido en la inmundicia, hurgando entre la basura como quien reza. Yo nací en el relleno sanitario de Tlalnepantla, en nuestra casita de tablones & lonas con gastadas mentiras políticas, aprendí ahí, endurecí los dientes ahí mientras contemplaba las llamas contenidas en el tambo oxidado qué nos servía de calentador & estufa.
Santa no trae regalos. Santa pasa lista. Enumera lo que no supe dar, lo que dejé caer, lo que sacrifiqué sin decirlo en voz alta. Me recuerda que mi hija tiene frío porque yo sigo vivo. Me recuerda que la supervivencia siempre cobra algo a cambio, y casi nunca es justo.
Mi hija no debería conocer esto, pero lo conoce. Siento su manita helada buscando calor en los bolsillos de mi abrigo, ese abrigo que ya no abriga, solo oculta. Dice que tiene hambre. Dice que tiene frío. Cada vez que lo dice, Santa se acerca un poco más, como si celebrara.
El problema con el cielo roto es que ya no existen los días ni las noches. Solo esta luz fija, inmisericorde, como el foco de un interrogatorio eterno. El tiempo no avanza: se pudre. El hambre no entra de golpe, entra despacio, educándote, enseñándote a aceptar lo que antes te habría dado asco. No soy vidente, pero sé que terminaremos comiendo basura o algún animal muerto, algo que todavía no decide si será alimento o sentencia.
Las tiendas fueron saqueadas hasta la metálica médula. Las vitrinas son heridas abiertas. Encontrar una lata de frijoles es una aparición obscena, casi ofensiva. A veces el viento atraviesa los edificios derruidos y suena como campanas. Mi hija sonríe. Dice que ya casi, que seguro va a nevar, que eso pasa en navidad. Yo guardo silencio, porque corregirla sería otra forma de violencia.
Seguimos caminando. No sé hacia dónde. El suelo cambia bajo los pies, como si el mundo intentara expulsarnos poco a poco. Cierro los ojos un segundo. Cuando los abro, mi hija me observa como si yo hubiera hablado en otro idioma. Me pregunta por qué estoy temblando. Le digo que es el frío. No me cree del todo.
Me señala algo a lo lejos, entre los escombros, y pregunta si ahí vive Santa.
No veo nada.
O veo demasiado.
Un destello rojo. Un error en la luz. Un recuerdo que se niega a morir. Aprieto su mano y sigo caminando. El cielo sigue roto. El conteo continúa.
No sé si Santa camina con nosotros, si se quedó atrás o si siempre estuvo aquí, usando mi cabeza como casa. No sé si lo inventé para soportar la culpa o si la culpa necesitaba un nombre. Solo sé que alguien —o algo— marca nuestros pasos, como si todavía hubiera reglas, como si fallar siguiera siendo posible.
Y eso es lo que más miedo me da: que incluso al final del mundo, todavía estemos siendo juzgados.
C

Mariano Morales mejor conocido como EME, es un escritor de servilletas, cronista de las causas pérdidas y poeta del mítico colectivo Escuadrón de la Muerte S.






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