LITERATURA: MINIATURA, PRELUDIOS Y FRAGMENTOS
Adiós mundo colorido y cruel
Se sentó en su cama, mirando al infinito, haciendo una lista mental de lo que valdría la pena de morir o de vivir, ganó la primera lista, así que bebió de un solo trago, su primera dosis sabía horrible, acto seguido, tomó otro puñado de lunetas y se las comió. ¡Qué gran placer, chocolate con dulce!, la primera de sus últimas descargas de endorfinas.
Por Ulises José
Con la mano temblando y con la ayuda de un pequeño mortero de cerámica, Alma pulverizó las pastillas que tenía en la mano y con eso había terminado con una decisión que le había tomado meses. Con cierto grado de miedo, miraba como el polvo se iba diluyendo en una tetera bastante linda que reposaba sobre el fuego de su estufa y mientras miraba, abrió una bolsa de lunetas y comenzó a comer una a una. Durante mucho tiempo aquellos dulces fueron su único escape del dolor y cada vez que sufría por algo, se llenaba la boca de lunetas hasta que no podía más.
Había conseguido aquellas pastillas poco a poco durante varios días, casi un par de meses, y ahora tenía las necesarias. Cada minuto y cada peso que había invertido en conseguirlas había valido la pena, porque era lo único que le faltaba para su “ritual” de despedida, su manera de partir para siempre y no estar nunca más en donde siempre. Una vida que ya la aburría y que no le devolvía nada.
Se levantó y recorrió con la mirada su departamento, el pulso se le aceleró un poco. Era momento de comenzar. Volvió a la cocina y vio de nuevo la tetera. Se la había robado de casa de su abuela el día que la enterraron, a ella siempre le había gustado y sentía que era suya, pero alguna de las esposas de los hermanos de su madre la quería, así que antes de que la autoridad familiar cediera ante los caprichos de aquella mujer tan poco refinada y tan oportunista, decidió ir a la cocina y llevársela sin avisar. De todos modos, llegado el momento, si aquella señora se ponía demasiado intransigente, su padre repararía económicamente el daño.
Aquella pócima era una mera precaución, una certeza de que no fallaría en su misión, no podía ni imaginarse la pena que le daría ser participe de un suicidio fallido. Se imaginaba a toda la familia exclamando que sólo llamaba la atención, que era una niña mimada y que de haber querido morirse en serio, lo hubiera logrado.
Eso no, ella lo lograría y no pensaba fallar. En realidad, el plan principal era cortarse las venas, quería que la escena que encontraran sus familiares fuera grotesca. Sirvió un chorro agitado por los nervios de la situación y llenó la primera taza. Agradeció a la histérica de la hermana mayor de su padre, a la que le había ido robando poco a poco todas las pastillas, tema que estaba descrito en su carta de despedida. Era muy importante para Alma dejar claro que esa tía había sido la proveedora de su veneno.
Se sentó en su cama, mirando al infinito, haciendo una lista mental de lo que valdría la pena de morir o de vivir, ganó la primera lista, así que bebió de un solo trago, su primera dosis sabía horrible, acto seguido, tomó otro puñado de lunetas y se las comió. ¡Qué gran placer, chocolate con dulce!, la primera de sus últimas descargas de endorfinas.
Mientras las masticaba, recordó la primera vez que vio aquella golosina, se las había puesto en la mano, una por una, un niño de su escuela, era muy pequeña y no lo recordaba a él, pero si recordaba como se las fue comiendo una por una y como aquello había sido su primer encuentro con el placer. Todo el camino de regreso a su casa, no hizo otra cosa que hablar de las lunetas hasta que su hermana, que ya era medio adolescente, fingiendo un episodio de migrañas, le pidió a su madre que la callara, su madre le pidió silencio. Desde aquel día, las lunetas se volvieron una poderosa fuente de consuelo y la acompañarían hasta el día de su muerte. Ella se estaba encargando de eso.
La segunda taza no le supo tan mal y le tocó bebérsela mientras estaba junto a la mesa de su comedor, nunca había comido ahí, más bien estaba llena de partituras, arcos, cajas de brea y varias cuerdas rotas de violín, era una mesa que jamás había tenido un plato con comida encima. Tomó otro puñado de lunetas y las masticó mientras miraba la portada del concierto para violín y orquesta de Vivaldi, era el RV 356 en La menor. Había sido su primera pieza tocada en público y la había interpretado de manera impecable, recordó cada instante de aquella noche. Sobre todo, recordó como mientras tocaba y veía a su profesor sentado en primera fila, pensaba en que le declararía su amor esa misma noche. No el amor de una alumna por su profesor, sino el amor de una mujer por un hombre, ella tenía doce años, pero estaba totalmente segura de lo que sentía.
Acabado el concierto, no fue a saludar a nadie de su familia, corrió a su camerino donde la esperaba su maestro. Diez minutos después, él salió con una expresión de angustia, abandonando a una “mujer” de doce años que le había hecho la declaración de amor más seria y profunda que había recibido en la vida y que ahora lloraba como cualquier adulta con el corazón partido.
Al otro día pidió que lo cambiaran de escuela para alejarse lo más posible de ella. Jamás se volvieron a ver, ella sufrió como pocas veces en su vida. Su abuela la visitó cada noche durante unos meses y cada noche le llevaba paquetes de aquellos chocolates confitados de distintos colores y mientras se los comía, le platicaba acerca de los desastres amorosos de toda la familia.
Mientras las masticaba, recordó la primera vez que vio aquella golosina, se las había puesto en la mano, una por una, un niño de su escuela, era muy pequeña y no lo recordaba a él, pero si recordaba como se las fue comiendo una por una y como aquello había sido su primer encuentro con el placer.
Comenzaba a sentir cierto mareo que la hizo dudar acerca de tomarse la tercera taza, y la cuarta y las que quedaran, sintió un poco de miedo, es decir, la vida, aunque ya la tenía harta, era algo que conocía demasiado bien tal vez, pero la conocía, morir, por otro lado, era algo de lo que no tenía dato alguno. Había visto morir a la madre de su padre, pero no era algo que la conmoviera, sólo se había quedado dormida en la mesa y todos se dieron cuenta de que había muerto hasta que llegó el postre. Pero el miedo se le fue cuando llegó a la conclusión de que morir era terminar con todo y eso le bastaba para seguir.
La cuarta taza de té, acompañada de la respectiva tanda de lunetas, la bebió en la sala de su departamento, ahí era donde en realidad pasaba la mayor parte del día y, sobre todo, de la noche, sus insomnios, casi clínicos, la hacían irse en la noche a ver la televisión hasta quedar dormida.
También, en uno de esos sillones, había descubierto que el placer no era cosa de dos personas y que una sola podía proveer lo necesario. Nunca tuvo el sexo que creyó necesario, todo se redujo a un trámite casi burocrático de perdida de la virginidad con un chico guitarrista que, a su vez, estaba tratando de ver si era o no homosexual, lo era y ella fue su única mujer, cosa que no llevó a nada, ni a una amistad de cómplices, ni a una anécdota simpática, nada.
Tiempo después, ella intentó algo con una maestra de pintura que conocía, pero tampoco fue lo que esperaba, así que decidió que la única manera que tendría de sublimar el deseo carnal, era tocando el violín, no debió hacerlo.
El sopor era cada vez más pesado y no dejaba de provocarle miedo, dudó un poco, pensó que tal vez no era tarde como para ir al hospital o llamar por teléfono a alguien, a quien fuera, la duda la hizo sentarse, respiraba agitada y se encontraba sometida por la angustia. Consideró que posiblemente no era tan mala idea vivir, el futuro era incierto y muchas cosas podían pasar que le cambiaran la vida de manera radical, un poco de sudor comenzó a aparecer en su frente, no escurría, se condensaba.
Pensó en su única amiga, la conocía desde que eran niñas y nunca se había aburrido una de la otra, estudiaba arquitectura y sin duda, sería la única que verdaderamente entendería su partida. Ya habían tocado el tema varias veces antes y por más que ella intentaba convencerla de que vivir no era tan malo, nunca pudo absorber ese amor a la vida que ella tenía, la capacidad de nunca aburrirse y de encontrar, sin caer en lo superficial, algo nuevo cada día. Sentía dolor por hacerla sufrir y no encontraba como disculparse con ella a pesar de que en su carta de despedida e invitación a su velorio había dejado escritas varias páginas escritas solo para disculparse con ella.
La despertó el golpe de su cuerpo contra el suelo, se había caído del sillón y despertó para ver sus manos y rodillas, sus lunetas se habían desperdigado, fue un momento de conciencia que la impulsó a continuar, no quería dudar, mucho menos fracasar, tomó la enorme taza que había paseado por todo su recorrido y la volvió a llenar, era la taza numero cinco. Tomó un trago profundo que casi la hizo vomitar pero aguantó. Ella quería morir, odiaba todo, a su familia, a sus maestros, a sus colegas a sus vecinos, a la gente que caminaba en las banquetas y a la que viajaba en carro, odiaba su carrera y a su violín, en su arranque pensó que tal vez sería mejor lanzarse por el balcón drogada de valium y con un violín más caro de lo que sería su entierro en la mano.
La ira se apoderó de ella, comenzó a comerse las lunetas con ansias, empujó sus sillones y tiró sus partituras al piso, por último, se tomó toda lo que quedaba de su infusión somnífera, tres tazas, deslizándose por su garganta prácticamente de un solo trago y tirando una parte que se le escurría por la barbilla, estaba totalmente arrepentida de haber nacido y no había suficiente dentro de ella como para querer sobrevivir.
Había pasado mucho tiempo, o al menos eso sentía, los efectos de su bebida eran evidentes, caminó con mucha torpeza hasta el balcón, en una mano llevaba la navaja con la que abriría sus venas, en la otra su violín, lo abrazó como si estuviera vivo, como si fuera un niño y con la misma ternura, lo miró fijamente: Su barniz obscuro que dejaba ver la veta de la madera, su puente que era la pequeña montura de sus cuatro cuerdas, la cabeza con su espiral que le recordaba dibujos de “la torre de Babel”.
Era un violín muy bonito y tenía mucho tiempo sin haberse dado cuenta, el sonido que producía con él era indescriptible. Estaba segura de que si el público gozaba cuando la escuchaba, ella vivía la experiencia multiplicada, porque el sonido tenía que pasar a través de su brazo y sus dedos, su cuello y su hombro y de ahí, directo a su oído izquierdo antes de llegar al primero de los escuchas. Lo miró fijamente, era hermoso, no le quitaba la mirada de encima mientras pensaba si se arrojaba a la calle o si seguía con el plan de desangrarse de manera voluntaria. No dejaba de mirarlo y detrás veía la orilla de su balcón. El sueño se apoderaba de ella, se sentó a tomar aire.
No encontraron su cadáver pronto. Su padre estaba fuera del país acompañando a alguna comisión de cualquier cosa en un país del “primer mundo”, su madre en India con unas amigas siguiendo la caravana de una mujer vehículo de alguna posible reencarnación de algún santo, la última vez que había visto a su hermana se habían peleado y, como en muchas ocasiones anteriores, se habían jurado odio eterno, su única amiga estaba en su luna de miel, en algún lugar mediterráneo. Fue el olor lo que llamó la atención de los vecinos que llamaron a los bomberos que forzaron la puerta y fueron los primeros en verla, había quedado de rodillas, recargada en su violín y en su boca se podían ver restos del color del confite de sus lunetas.
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Ulises José nació en Cuernavaca, Morelos, el 3 de diciembre de 1974. Tuvo su primer acercamiento a la escritura en los talleres de María Luisa Puga en Michoacán en 1986. Estudió producción editorial en 1999 con el grupo editorial Versal. Ha participado como diseñador editorial en varias publicaciones en Morelos y como organizador del festival de cómic Marambo. Actualmente trabaja como colaborador externo en Larousse y como diseñador editorial y asistente de edición en Ediciones Omecihuatl