MINIATURAS, PRELUDIOS Y FRAGMENTOS

El western del intérprete forajido

Sus escritos eran admirados y solicitados, además, los editores de la revista lo consideraban un elemento “productivo”, pero no se consideraba el creador de todos esos textos, a veces incluso pensaba que todo aquello era un gran plagio.

Por Ulises José

Sebastián siempre quiso ser músico, pero nunca lo logró. Tenía buen oído y el ritmo no le costaba trabajo, eran las partituras las que nunca pudo entender. Algo había en todos esos signos: negras, blancas, corcheas, líneas, ligaduras y todos esos “jeroglíficos” que jamás pudo traducir. Tomó clases de solfeo, ingresó a talleres de lectura y escritura musical, compró métodos y vio cantidad de tutoriales . Nunca lo logró.

Cuando cumplió quince años decidió abandonar la música, se deshizo de sus instrumentos, de sus partituras y de prácticamente todo lo que le recordara sus intentos de estudiar aquella disciplina tan “obscura”. No estaba dispuesto a contemplar su fracaso.

Llenó el vacío que aquella frustración le había dejado volviéndose un lector voraz. En poco tiempo terminó con la biblioteca de su casa. Siguió con la de casa de su abuelo, la de casa de sus tíos y, gracias a su capacidad de negociar, comenzó a leer los libros de las bibliotecas de los padres de sus amistades. A diferencia de las partituras, las letras, las palabras, las oraciones y los párrafos, le resultaban claros y comprensibles.

Unos años después de haberse volcado a la lectura hizo algo que nunca se le había ocurrido, decidió transcribir uno de sus textos favoritos, la “Crónica de una muerte anunciada”. Su idea era ver si sucedía lo mismo que pasaba con una partitura, quería ver si escribir una obra ya escrita lo haría experimentar lo mismo que el autor al crearla. Así fue y él enloqueció.

A partir de ese momento, todo el tiempo que le quedaba libre lo dedicaba a transcribir las obras que lo apasionaban y cada transcripción que terminaba lo hacía gozar como si él fuera el autor. No sólo copiaba el texto, copiaba desde las páginas legales hasta los colofones y si había un índice o un prefacio, también pasaban por sus manos.

Copiaba a mano sobre cuadernos, a teclado frente a la computadora, en tablet y en algún momento hasta en una maquina de escribir. Se sentía el agente que canalizaba el espíritu de autores muertos o vivos, se sentía poseído por esas personas que habían decidido plasmar situaciones e historias sobre un papel. Fue Sor Juana, fue Carpentier, Miller y Lispector, Sheridan y Shelley. Poco a poco su mundo se fue reduciendo hasta quedar formado sólo por sus transcripciones. Sin notarlo, al paso del tiempo se había vuelto un erudito, en su memoria estaban grabadas todas y cada una de las obras que había transcrito, además de que, sin intención alguna, había llegado a dominar una gran variedad de estilos, pero ninguno era suyo.

A los dieciocho años entró a estudiar ciencias políticas y en poco tiempo destacó por su capacidad de redactar y memorizar. Las frases que armaba eran impecables, sus textos eran sofisticados y en muchas ocasiones fue invitado a participar en concursos o talleres. Tanto maestros como alumnos le sugerían dedicarse de manera “profesional” a la escritura, pero él no encontraba la necesidad, no veía como era posible escribir algo suyo superara la experiencia que vivía cada que hacía una de sus transcripciones.

Fue la necesidad económica la que lo empujó a escribir y no fue por iniciativa propia. Una amiga suya que era editora en una revista de divulgación cultural lo invitó para que escribiera cuentos cortos en distintos estilos, en ese momento era el único trabajo pagado que le llegaba, así que no dudó en aceptarlo, aunque hubiera preferido otra cosa que hacer.

«Balas de fuego», de Richard Zela, compendiado en el libro Planet Western (Internauta Cómics).

A partir de ese momento, todo el tiempo que le quedaba libre lo dedicaba a transcribir las obras que lo apasionaban y cada transcripción que terminaba lo hacía gozar como si él fuera el autor. No sólo copiaba el texto, copiaba desde las páginas legales hasta los colofones y si había un índice o un prefacio, también pasaban por sus manos.

En poco tiempo sus escritos encariñaron a bastantes lectores, las cartas y mails que llegaban a la redacción expresaban el nivel de aceptación de sus cuentos. Un día su redacción era romántica, en otros era de vanguardia, a veces hacía cuentos que parecían para niños y a veces sus historias eran de terror, lo que sí era un hecho, era que cada que un ejemplar nuevo salía a la venta, los lectores esperaban con ansia el texto que habría escrito.

Él no se sentía escritor en sí, la situación lo incomodaba un poco, sino fuera porque la paga era bastante buena, hubiera abandonado el trabajo unos meses atrás. A pesar del éxito y del interés que sentía de parte de su público, había algo que lo incomodaba. Sus escritos eran admirados y solicitados, además, los editores de la revista lo consideraban un elemento “productivo”, pero no se consideraba el creador de todos esos textos, a veces incluso pensaba que todo aquello era un gran plagio.

Recordaba un ejercicio que había hecho en sus intentos por aprender música, consistía en descifrar los acordes que formaban la armonía de alguna pieza y luego, usando esos mismos acordes en el mismo orden, componer una melodía, los resultados siempre eran interesantes, pero nunca originales. Pensaba en los interpretes para tratar de consolarse, ellos eran aplaudidos por interpretar piezas que no componían y no les molestaba, pero él, en el fondo sabía que no era lo mismo y consideraba su obra un mero reciclaje, un juego de bloque prefabricados con los que armaba estructuras nuevas.

El libro se publicó a pesar de las negativas del autor y en poco tiempo se volvió un éxito editorial. Sebastián aceptó aparecer en una tercia de presentaciones pero cada una fue pero que la otra. Simplemente no podía con las preguntas que los asistentes le lanzaban, en especial las relacionadas a su proceso creativo.

Extrañaba mucho transcribir y con tanto trabajo lo había abandonado, realmente le hacía falta. El golpe de gracia llegó, él sabía muy bien que iba a suceder y así fue. Vino de parte de los lectores con mayores exigencias, todos ellos destruyeron sus textos, hubo incluso quienes opinaron que era un plagiario, coincidieron que su trabajo era simplemente una serie de imitaciones un tanto burdas y con nada de propuesta. Él lo sabía, siempre lo supo.

Abandonó la revista un par de meses después de que las críticas comenzaran, poco a poco se fue alejando de la vida social y antes de que acabara el año, había desaparecido de la vista de admiradores y editores. Nadie se enteró, al menos no pronto, pero Sebastián había decidido irse a vivir a un pequeño pueblo no muy lejos de la capital, pero a suficiente distancia como para no ver a nadie, no era un pueblo con atractivo turístico, era mas bien un lugar desolado y aburrido, en poco tiempo se había vuelto profesor de español en la primaria local y aunque el salario era muy bajo, nunca dejó de cobrar las regalías de sus escritos.

Cada que terminaba una jornada de trabajo, se retiraba a su casa, en donde pasaba la tarde y gran parte de la noche transcribiendo las grandes obras que él jamás podría escribir.

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Ulises José nació en Cuernavaca, Morelos, el 3 de diciembre de 1974. Tuvo su primer acercamiento a la escritura en los talleres de María Luisa Puga en Michoacán en 1986. Estudió producción editorial en 1999 con el grupo editorial Versal. Ha participado como diseñador editorial en varias publicaciones en Morelos y como organizador del festival de cómic Marambo. Actualmente trabaja como colaborador externo en Larousse y como diseñador editorial y asistente de edición en Ediciones Omecihuatl.