MINIATURAS, PRELUDIOS Y FRAGMENTOS

Las arrugas de una amistad

Toqué en el portón de metal y escuché a unos cuantos perros ladrar en respuesta a mi llamada, unos pasos y la voz de Ezequiel reclamándoles silencio. Cuando abrió la puerta y nos vimos, pasaron unos cuantos segundos antes de que nos reconociéramos bien, hacía varias arrugas y canas que no nos veíamos.

Por Ulises José

Después de varias horas de viaje en avión, un taxi a la playa y un pequeño tramo de recorrido en lancha, Ezequiel y yo llegamos a Isla mujeres. Eramos amigos desde la infancia, nos conocimos en un pueblo del estado de Morelos a donde mi padre fue enviado a trabajar en la construcción de unos canales de riego y a mi me inscribieron en la misma escuela a la que él iba.

Sus padres eran los encargados del cementerio pero a pesar de dedicarse a cavar tumbas y cuidar difuntos, eran personas alegres y gozaban mucho haciendo reuniones en su casa. Ezequiel heredó esa felicidad por la vida.

Cuando cumplí dieciocho años, me fui al DF y poco a poco nos fuimos alejando, al principio regresaba cada fin de semana al pueblo y nos veíamos pero conforme pasó el tiempo mis visitas se fueron distanciando cada vez más hasta que dejé de ir.

Un par de semanas antes de nuestro viaje a Isla mujeres, recibí un correo que me escribía uno de sus hijos en donde me comentaba que su padre había caído en una depresión muy fuerte y que en sus pláticas, llenas de nostalgia me mencionaba haciendo referencia a nuestra gran amistad y que posiblemente una visita de mi parte no sería tan mala idea.

El fin de semana siguiente fui a buscarlo. Llegar al pueblo fue un desplazamiento en el tiempo, a pesar de que había ciertas cosas distintas, en general todo parecía seguir igual. Recorrí unas cuantas calles empedradas y polvorientas y no tardé casi nada en llegar a su casa, la casa que alguna vez había sido de sus padres y que junto con el trabajo de sepulturero le habían heredado.

Toqué en el portón de metal y escuché a unos cuantos perros ladrar en respuesta a mi llamada, unos pasos y la voz de Ezequiel reclamándoles silencio. Cuando abrió la puerta y nos vimos, pasaron unos cuantos segundos antes de que nos reconociéramos bien, hacía varias arrugas y canas que no nos veíamos. Una vez que nuestros ojos se acostumbraron a nuestros nuevos rostros que en realidad eran viejos, nos saludamos con poco entusiasmo pero con mucho cariño.

Estuvimos sentados en el pórtico bebiendo cervezas y platicando de todo y de nada. Me comentó que había enviudado varios años atrás y que era padre de tres hijos y abuelo de dos nietos. Confesó que la partida de su mujer no había sido motivo de tanto dolor y que eso no lo había derrotado. Pero después de un silencio bastante largo y con la mirada perdida en las grietas del piso, me explicó que había cavado la tumba de demasiados de los jóvenes del pueblo y había sido testigo del dolor de los familiares que asistían a enterrar a sus hijos, que entraban al negocio del crimen porque pagaba mejor que cualquier otro y no les importaban las consecuencias.

Cuando abrió la puerta y nos vimos, pasaron unos cuantos segundos antes de que nos reconociéramos bien, hacía varias arrugas y canas que no nos veíamos. Una vez que nuestros ojos se acostumbraron a nuestros nuevos rostros que en realidad eran viejos, nos saludamos con poco entusiasmo pero con mucho cariño.

Ejecutados después de horas de tortura, mutilados, acribillados, Ezequiel sólo podía imaginarse como estaban los cuerpos dentro de los ataúdes. Aceptaba vivir en un mundo en donde la muerte fuera responsabilidad de Dios, pero no concebía que la mano del hombre decidiera la muerte de alguien. 

Fue al final de esa explicación que no pude más que ofrecerle que fuéramos juntos de viaje a la playa, a Isla mujeres, en donde uno de mis yernos tenía un pequeño hotel en el que podríamos hospedamos unos días y no gastaríamos mucho dinero. Me costó algo de trabajo convencerlo pero afortunadamente cuando pidió consejo al mayor de sus hijos éste le dijo que sí, que por favor aprovechara la oportunidad y que él se encargaría del panteón durante su ausencia.

Ya instalados en el hotel y después de comer algo, salimos a ver el mar, azul casi infinito, Ezequiel miró a lo lejos y me pregunto si era cierto que Cuba estaba muy cerca de ahí, le dije que sí. Pasamos tres días dedicados a la plática, la comida, la bebida y a ver el mar, a pesar de que ambos sabíamos nadar, nos metíamos poco al agua. Lo hermoso del lugar no le quitaba la mirada triste a sus ojos.

En la mañana del cuarto día, después de desayunar algo, Ezequiel me agradeció el viaje y me comentó que la nuestra era una buena amistad. Después me tomó de los hombros y me comentó que si Cuba estaba tan cerca, se iría nadando para allá, al principio creí que era una broma pero luego vi caminando hacia las olas y comenzar su nado mar adentro.

No hice nada por detenerlo, no tuve corazón para retenerlo en este país que tanta tristeza le daba, sólo vi como se iba adentrando al mar y me senté a despedirlo en silencio. Si llegó a Cuba o murió en el intento nunca se sabría y la única duda que daba vueltas en mi cabeza era cómo explicarle a sus hijos que su padre había decidido exiliarse.

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Ulises José nació en Cuernavaca, Morelos, el 3 de diciembre de 1974. Tuvo su primer acercamiento a la escritura en los talleres de María Luisa Puga en Michoacán en 1986. Estudió producción editorial en 1999 con el grupo editorial Versal. Ha participado como diseñador editorial en varias publicaciones en Morelos y como organizador del festival de cómic Marambo. Actualmente trabaja como colaborador externo en Larousse y como diseñador editorial y asistente de edición en Ediciones Omecihuatl.