MINIATURAS, PRELUDIOS Y FRAGMENTOS
Snoopy, Rolex, Omega James Bond
Su fijación en los relojes detenidos había vuelto a ser tan fuerte como lo había sido en su infancia. De nuevo se quedaba pensando largos ratos acerca del porqué se habían quedado en la hora en la que habían dejado de funcionar. Los notaba en edificios viejos, en tiendas de antigüedades, en su propia casa, llegó a pensar que eran demasiadas las veces que se encontraba con algún reloj en el que el tiempo se había detenido, pero se distraía cada que recordaba la necesidad de entrenar y prepararse para volver a la cima de la peña que no pudo terminar y lograr el récord necesario para considerarse ganadora.
Por Ulises José
A Herlinda siempre le llamaron la atención los relojes descompuestos. Desde pequeña, cada vez que iba a casa de sus abuelos o de sus tíos, se quedaba mirando los relojes que, por algún motivo, habían dejado de funcionar y que se habían quedado parados indicando una hora de la que ya no pasaron. Siempre se preguntaba ¿qué habría pasado a esa hora exacta en la que las manecillas dejaron de moverse? Algunos se habían detenido por falta de cuerda o de baterías, otros porque su maquinaria ya no daba para más; su abuelo siempre le comentaba que “Un reloj daba la hora bien dos veces al día”.
Cuando cumplió diez años le regalaron su primer reloj, era de correas azules y en la carátula tenía un perrito Snoopy cuyas patas eran las manecillas, le encantaba dar la hora a todas las personas que se la pedían y a quienes no, también; el sonido de la maquinaria la arrullaba en las noches. El problema era que ese reloj tenía poca cuerda y había que revisar ese detalle constantemente o se detenía y entonces Herlinda iba a preguntar la hora para actualizar su pequeño reloj.
La otra pasión de esa chica era el ciclismo de montaña, le encantaba ir con su padre y su madre a las montañas cercanas para luego descender a la mayor velocidad posible montada en su bicicleta e ir saltando en cada lugar que se lo permitiera. En poco tiempo se había vuelto hábil y destacada en ese deporte y, poco a poco se fue integrando a los circuitos de competencia de su localidad. A su familia le encantaba verla “volar” y derrapar mientras intentaba mejorar sus tiempos de llegada de un punto a otro.
A los catorce años, su abuelo le regaló otro reloj, era para uso “rudo” y contaba con cronómetros y temporizadores que le permitirían medir sus tiempos. Era de marca Omega y le aclaró que era la marca que usaba James Bond; a ella eso no le gustaba mucho porque después de haber sido lectora de la Mafalda de Quino, había aprendido a despreciar a aquel espía británico que portaba una licencia para matar.
Herlinda fue creciendo, cada vez era más profesional en el ciclismo y había logrado acompañar ese deporte con estudios en diseño gráfico, su madre, su padre, su abuela y su abuelo iban a cada competencia a la que podían asistir. En una de estas competencias, mientras se preparaba para iniciar su descenso, justo en el momento de la señal de salida, se dio cuenta de que su reloj Omega tipo James Bond, estaba detenido; no pudo hacer nada y se lanzó al sendero que le tocaba recorrer. Llevaba muy buen tiempo e iba a una velocidad que la llenaba de adrenalina, pero no dejaba de pensar en las manecillas paralizadas. Fue en un instante, ni siquiera pudo ver qué fue lo que la derribó, simplemente sintió como su cuerpo volaba hacia a un lado mientras su bicicleta volaba en dirección contraria. Golpeó el suelo una, dos, tres y más veces, cada golpe le sacaba aire de los pulmones; no sentía dolor en sí, pero sabía muy bien que las lesiones no iban a ser leves, así fue.
Recuperó la consciencia un par de días después, estaba en la cama de un hospital. Una de sus piernas enyesada y colgando de un cabestrillo, sus dos brazos inmovilizados y no alcanzaba a sentir en qué estado estaría su rostro. Lo primero que pudo ver fue a un enfermero que estaba atendiendo al paciente de la cama de a lado, intentó hablarle pero lo único que pudo hacer fue emitir un gemido poco profundo, eso fue suficiente para que volteara y se acercara a ella con una sonrisa y expresión de entusiasmo. Herlinda tenía mucha sed y una gran necesidad de saber en qué estado se encontraba su cuerpo.
En poco tiempo estaba junto a ella su madre y la traumatóloga que le explicaba que había sufrido varias fracturas y una pequeña contusión, nada que unos meses de reposo y de ejercicios de rehabilitación no pudieran reparar, lo único irreversible sería una cicatriz que le había quedado en su mejilla izquierda, pero eso a ella le parecía encantador y orgulloso.
Una semana después, mientras recibía la visita de colegas, entrenadores y un par de patrocinadores, en la sala de la casa de su familia, pensó que aquello no era motivo para dejar de competir, al contrario, si había sobrevivido era porque estaba hecha para eso, pero recordó su reloj y el detalle de que se había detenido en aquel momento tan particular, se dio cuenta de que las manecillas seguían marcando la hora a la que había comenzado su carrera.
Una semana después, mientras recibía la visita de colegas, entrenadores y un par de patrocinadores, en la sala de la casa de su familia, pensó que aquello no era motivo para dejar de competir, al contrario, si había sobrevivido era porque estaba hecha para eso, pero recordó su reloj y el detalle de que se había detenido en aquel momento tan particular, se dio cuenta de que las manecillas seguían marcando la hora a la que había comenzado su carrera. Le preguntó al abuelo y le comentó que no quisieron llevarlo a reparar y se lo volvieron a colocar mientras estaba inconsciente.
La recuperación de Herlinda fue dolorosa pero más rápida de lo esperado. La movilidad de su pierna y de sus brazos no tardó mucho en volver. Su entrenador le fue dejando rutinas cada vez más exigentes hasta el punto de que ya era posible para ella montar su bicicleta en terrenos planos sin obstáculos. En menos de medio año ya era capaz de llevar a cabo maniobras complejas y ciertos saltos más o menos acrobáticos. Siempre con su reloj Omega James Bond atado a su muñeca. Ese objeto se había convertido en una especie de amuleto del que no quería deshacerse y cada vez que lo miraba, con las manecillas formando una V con astas disparejas, recordaba su accidente.
Su fijación en los relojes detenidos había vuelto a ser tan fuerte como lo había sido en su infancia. De nuevo se quedaba pensando largos ratos acerca del porqué se habían quedado en la hora en la que habían dejado de funcionar. Los notaba en edificios viejos, en tiendas de antigüedades, en su propia casa, llegó a pensar que eran demasiadas las veces que se encontraba con algún reloj en el que el tiempo se había detenido, pero se distraía cada que recordaba la necesidad de entrenar y prepararse para volver a la cima de la peña que no pudo terminar y lograr el récord necesario para considerarse ganadora.
Sus lesiones ya no la molestaban, el dolor fue desapareciendo y solo la cicatriz en su mejilla quedaba como recuerdo de su accidente. Cada día recuperaba fuerza y habilidad, su entrenador le repetía frases de ánimo y entusiasmo. No faltaba mucho para que estuviera preparada para competir de nuevo. Su último reto fue en una pista cerrada conformada por varios obstáculos de distintas dificultades que dominó con facilidad mientras su entrenador observaba complacido. Una vez que terminó el recorrido, mientras se dirigía a las regaderas, sintió un entusiasmo que no recordaba, una emoción que desde su última competencia no experimentaba.
A unos meses de la competencia, sus patrocinadores le enviaron una bicicleta nueva con todo lo necesario para su competencia. Su abuelo le regaló un reloj nuevo. Ya no fue marca Omega ni modelo deportivo. Era un Rolex pequeño, sólo daba la hora y no tenía ninguna otra función. Herlinda lloró un poco y le prometió al abuelo que acabando la carrera se iba a deshacer del deportivo, era un Rolex pequeño que no tenía mayor función que la de indicar la hora. Herlinda lloró un poco y le prometió a su abuelo que, una vez terminada la competencia, lo usaría para sustituir al anterior. Su rutina de entrenamiento continuaba y ya había logrado recorrer zonas de terreno abierto con resultados prometedores, su familia y el entrenador intentaban disimular el orgullo que sentían de ver una recuperación tan pronta y eficiente, en el fondo pensaban que después del accidente no sería posible para Herlinda volver a competir a niveles de tanta exigencia.
El día de la competencia estaba más nublado de lo que se esperaba, pero nada hacía pensar que llovería así que se continuó. Herlinda iba a ser la quinta en participar y su familia estaba ansiosa y preocupada, pero su apoyo era incondicional. Las cuatro participantes anteriores lograron tiempos muy buenos, pero no eran imposibles de batir. Había una sensación de tranquilidad a pesar del ruido de los aplausos y los gritos de apoyo del público presente. Llegó el turno de Herlinda.
La señal de salida sonó y dio inicio el descenso. La bicicleta se sacudía mientras se desplazaba sobre la ruta, el viento era frío pero eso no era un problema. El recorrido iba a buena velocidad y poco a poco Herlinda fue acelerando. Sus brazos y piernas aguantaban el dolor y el impacto del terreno, era un momento de gloria. En poco tiempo notó que se acercaba al punto en el que se había accidentado el año anterior, su estomago se contrajo un poco pero ella lo ignoró, estaba concentrada en su objetivo y nada se interpondría ahora. Logró pasar el lugar sin menor problema, suave, sin sobresaltos, todo en orden.
Su reloj Omega comenzó a funcionar de nuevo en ese momento. Todo se había quedado en silencio y el movimiento de las manecillas se escuchaban como golpes de martillo, Herlinda sentía como si un segundo corazón latiera en su muñeca, cerró los ojos y mantuvo sus brazos firmes. El final se acercaba.
Estaba de pie sola y desnuda en medio de un claro del bosque, frente a ella había un solo camino sobre el que avanzaba tranquila y sin miedo. No muy lejos pudo distinguir un pequeño puente de madera que cruzaba un río de caudal ruidoso, un par de búhos la miraban desde un árbol. Se inclinó para levantar un par de monedas oxidadas que estaban tiradas frente a ella, las apretó en su puño y vio que su reloj no estaba atado a su muñeca, a mitad del puente volteó por última vez y pudo ver a su familia y amigos rodeando el ataúd en el que ella estaba y que en poco tiempo sería enterrado, sonrió y continuó caminando para cruzar el puente.
©

Ulises José nació en Cuernavaca, Morelos, el 3 de diciembre de 1974. Tuvo su primer acercamiento a la escritura en los talleres de María Luisa Puga en Michoacán en 1986. Estudió producción editorial en 1999 con el grupo editorial Versal. Ha participado como diseñador editorial en varias publicaciones en Morelos y como organizador del festival de cómic Marambo. Actualmente trabaja como colaborador externo en Larousse y como diseñador editorial y asistente de edición en Ediciones Omecihuatl.