CINISMO FELIZ

Mickey 17, de Bong Joon-ho, es una película que establece un diálogo fascinante con Un mundo feliz de Aldous Huxley, explorando cómo la tecnología y el control social se entrelazan para perpetuar sistemas opresivos, ofreciendo una visión desoladora pero necesaria de nuestro presente y futuro.

Por Alberto Zúñiga Rodríguez

Parte 1. Antes y después de Houxley para llegar a Mickey7

Mientras que en Un mundo feliz la felicidad artificial es el mecanismo de control, en Mickey7 y Mickey 17 es la desesperación y la resignación lo que mantiene a los personajes atrapados.

Hace 93 años, Aldous Houxley con su novela distópica Un mundo feliz, nos anticipaba una sociedad organizada en un sistema de castas genéticamente diseñadas y controlada mediante el condicionamiento psicológico, el consumo de drogas y la represión de las emociones humanas. Bajo esta fachada de felicidad y estabilidad, la novela revela una crítica profunda a la pérdida de la individualidad, la libertad y la humanidad en un mundo dominado por la tecnología y el control social, sin pasar por alto, el «Estado Mundial» que promueve el consumo constante y la conformidad como pilares de la sociedad, reflejando una crítica al capitalismo y a la cultura de masas. De hecho, esta distopía se sitúa en una era específica, en la época d.F (después de Ford), aludiendo puntualmente a la empresa de automóviles que los fabrica en serie.

Ese «Estado Mundial» ha eliminado la guerra, la pobreza y el sufrimiento, pero a costa de la libertad individual y la diversidad cultural. La sociedad está dividida en cinco castas, cada una diseñada genéticamente y condicionada psicológicamente para cumplir un rol específico: Alfas (los líderes intelectuales), Betas (los técnicos y profesionales), Gammas (los trabajadores especializados), Deltas (los obreros) y Epsilones (los trabajadores no calificados).

Antes de Houxley, la modificación genética y réplica de la vida humana ya figuraba dentro de las preocupaciones temáticas de algunas escritoras y escritores. Frankenstein o el moderno Prometeo de 1818 de la británica Mary Shelley (1797-1851) es considerada una de las primeras obras de ciencia ficción y sentó un precedente para las discusiones sobre la manipulación biológica y sus implicaciones. Aunque no se trata de manipulación genética en el sentido moderno, Frankenstein es una de las primeras obras en explorar las consecuencias éticas y morales de la creación artificial de vida. Shelley planteaba preguntas sobre la responsabilidad científica, la naturaleza de la humanidad y los límites de la intervención humana en la vida.

Por su parte, otro británico, H.G. Wells (1866-1946), importante representante de la ciencia ficción de la época moderna, creó 3 obras capitales donde el uso irresponsable del conocimiento científico, la manipulación biológica y la ingeniería genética están en el centro del debate o forman parte de la trama: La máquina del tiempo, de 1895, examina el futuro de la humanidad y la división de la sociedad en clases genéticamente separadas; La isla del Dr. Moreau, de 1896, explora la manipulación genética y la hibridación de especies, cuestionando los límites éticos de la ciencia y El hombre invisible, de 1897, aborda los peligros de la ambición científica descontrolada.

Años después, en 1920 para ser exactos, el escritor checo Karel Čapek (1890-1938) con su novela R.U.R. (Rossum’s Universal Robots) introdujo el término «robot», como la idea seminal que explora la creación de seres artificiales para servir a los humanos. Aunque se centra en la robótica, plantea preguntas sobre la manipulación de la vida y las consecuencias de jugar a ser un Deus.

El cineasta sudcoreano, Bong Joon-ho, que ha sorprendido con trabajos como Mother (2009), Okja (2017) y que saltó a la fama mundial con la multipreamiada Parásitos (2019), encantado por la novela y la premisa de Edward Ashton en Mickey7, decide lanzarse a realizar su propia adaptación de la novela como guionista-director y entrega en este 2025 la cinta titulada Mickey 17.

Con esa narrativa en mente, después de Aldous Houxley y con su influencia, han surgido cientos de volúmenes literarios donde convergen biología, genética y tecnología. A finales de los años 60 destacan Philip K. Dick (1928-1982) y Ursula K. Le Guin (1929-2018), ambos con un portentoso legado sobre estos temas, que para muchos amantes de estos tópicos se conforman como el padre y la madre de la ciencia ficción. Ambos con una K para abreviar sus nombres intermedios.

K. Dick con ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (1968) explora la naturaleza de la humanidad y la creación de seres artificiales y en 1974 con Fluyan mis lágrimas, dijo el policía, aborda la manipulación genética y el control social en un futuro distópico.

K. Le Guin, en 1969, con La mano izquierda de la oscuridad explora temas de género, identidad y manipulación biológica en una sociedad donde los individuos pueden cambiar de género. Aunque no se trata de manipulación genética en el sentido tradicional, la novela cuestiona las normas sociales y biológicas.

La tradición de la ciencia ficción y estas porfías argumentales no han parado desde entonces y nos encontramos con verdaderas joyas escritas por Margaret Atwood, Octavia E. Butler, William Gibson, Kazuo Ishiguro, Neal Stephenson, Liu Cixin, Adolfo Bioy Casares, Angélica Gorodischer, Jorge Volpi, Alberto Chimal, Daína Chaviano, Rodrigo Fresán, Liliana Colanzi, Bernardo Fernández “Bef”, Yoss, Gabriela Damián Miravete y un larguísimo etcétera.

En 2022, siguiendo esta amplísima tradición temática y de futuro especulativo, el científico norteamericano y también escritor Edward Ashton publica Mickey7, una novela que sigue a Mickey Barnes, quien es «empleado expendable» (empleado prescindible) en una misión de colonización interestelar. La trama se desarrolla en un futuro distante, donde la humanidad ha comenzado a explorar y colonizar otros planetas. Sin embargo, las condiciones extremas y los peligros de estos viajes espaciales han llevado a la creación de un programa de «empleados prescindibles», individuos cuyas vidas son consideradas desechables y que pueden ser reemplazados mediante la tecnología de replicación.

Mickey Barnes es el séptimo clon de un mismo individuo, diseñado para realizar tareas peligrosas en la colonia de Niflheim, un planeta congelado y agreste. Cada vez que Mickey muere, su conciencia es transferida a un nuevo cuerpo, permitiendo que la colonia lo utilice para misiones de alto riesgo sin preocuparse por su supervivencia. Sin embargo, este proceso no es perfecto: cada replicación implica una pérdida de memoria y una degradación de la identidad original.

Parte 2. Del Mickey 7 al 17

El cineasta sudcoreano, Bong Joon-ho, que ha sorprendido con trabajos como Mother (2009), Okja (2017) y que saltó a la fama mundial con la multipreamiada Parásitos (2019), encantado por la novela y la premisa de Edward Ashton en Mickey7, decide lanzarse a realizar su propia adaptación de la novela como guionista-director y entrega en este 2025 la cinta titulada Mickey 17.

Al igual que una cantidad importante de los títulos antes mencionados llevados a la pantalla grande, desde los inicios del propio arte cinematográfico, en esta película subyace y se profundiza en una crítica al capitalismo, en este caso, al capitalismo tardío. Acá también se nos transporta a un futuro distópico donde la explotación laboral y la deshumanización alcanzan niveles grotescos que, por supuesto, no dejan de resonar con las ideas de otro escritor, Mark Fisher, sobre el «realismo capitalista» y la imposibilidad de imaginar alternativas a este sistema económico-político-social. Sin embargo, la película también establece un diálogo fascinante con Un mundo feliz de Huxley, explorando cómo la tecnología y el control social se entrelazan para perpetuar sistemas opresivos, ofreciendo una visión desoladora pero necesaria de nuestro presente y futuro.

El Mickey Barnes de Bong Joon-ho es interpretado por Robert Pattinson, quien se dio de alta -por voluntad propia y por una cuantiosa deuda económica- a la expedición especial que conquistará el planeta Niflheim, inhóspito y helado. A Barnes lo conocemos nada más al arrancar la película en un primer plano picado que nos retrata el visor congelado que protege su rostro. Está tirado en el suelo, dentro de una caverna helada. Su amigo, Timo (Steven Yeun), se niega a ayudarle a salir porque está próximo a morir, de hecho, se lo dice y lo deja a su suerte, sin antes llevarse su lanzallamas. Acto seguido, unas criaturas gigantes que se asemejan a cochinillas, ciempiés o cucarachas (o una mezcla de todas ellas juntas), le ayudan a salir y -contrario a lo que uno pudiera vaticinar- le salvan la vida.

Al llegar Barnes a la nave-campamento-base, descubre que ya hay un Mickey 18 (doblemente interpretado por Pattison) y que en esta ocasión, al seguir él vivo, esto resulta inexplicable. Ya murió 16 veces y ese es su trabajo, para eso se registró en la expedición, para ser un «prescindible» y lo hizo sin darse cuenta, lo que es peor. La sorpresa adicional es que su nuevo yo, es otro en su forma de ser y ver la vida.

Igual que en la novela, Mickey es parte de un programa de replicación humana: cada vez que muere, su conciencia es transferida a un nuevo cuerpo, por medio de una impresora biológica tridimensional (como una cámara de ultrasonido), permitiendo que la colonia lo utilice para tareas peligrosas sin preocuparse por su bienestar. Este ciclo de muerte y resurrección es una metáfora poderosa de la alienación laboral bajo el capitalismo, donde los trabajadores son tratados como piezas reemplazables en una máquina de producción infinita (¿cuántas veces no hemos escuchado en un empleo que hay miles de personas que quisieran estar en tu lugar? Ya perdí la cuenta). Aquí, Bong -sin proponérselo- evoca la crítica de Fisher en Realismo capitalista (2009), donde argumenta que el capitalismo ha absorbido todas las alternativas, convirtiéndose en el único sistema imaginable. En Mickey 17, incluso la muerte, tradicionalmente vista como un límite último, ha sido cooptada por el sistema, eliminando cualquier posibilidad de escape. La deuda del protagonista, lo lleva a escapar de este mundo pero en el nuevo mundo el precio y su libertad es no dejar de trabajar, morir, hacer los peores trabajos, volverse rentable, revivir, morir de nuevo, padecer las peores inclemencias y así cuantas veces sea necesario y desechable. 

La película Bong Joon-ho también se nutre de las ideas de Huxley y todas estas narrativas donde la sociedad está organizada en castas genéticamente diseñadas para cumplir roles específicos, la tecnología es la que prima como fin último para la salvación de la especie y el control social se mantiene, a través del condicionamiento psicológico y/o el uso de drogas. En Mickey 17, están los prescindibles, los que realizan servicios de seguridad (como la novia de Barnes, Nasha, estupenda también encarnada por Naomi Ackie), la fuerza laboral, los científicos y por qué no y no podían faltar, quienes dirigen y gobiernan la colonia expansionista (destaca indiscutiblemente el trabajo de Mark Ruffalo interpretando a Kenneth Marshall, el mediocre excongresista que tuvo la «magnífica idea» de ir al espacio a colonizar) y todo su séquito de lameculos o edulcorantes de orejas. Sí, también hay drogas, o mejor dicho, una droga.    

Mickey 17 es una distopía muy irregular, anti-Musk-Trumpista evidente y con fallidas intenciones de convertirse en perturbadora, ya que utiliza la ciencia ficción para explorar las contradicciones del capitalismo tardío y los gobiernos actuales de capitalismo de bloques (de marcas) y oligarcas, siempre colonizadores y expansionistas insaciables. Este planteamiento político de la cinta y su férrea intentona de crítica mordaz (aquí caben los Milei, los Bukele, los Putin y tantos otros) quizá es su peor defecto, muy involuntariamente.

Alberto Zúñiga Rodríguez

Así que en Mickey 17 la replicación humana funciona como una forma de condicionamiento similar: Mickey es literalmente reemplazado cada vez que muere, perpetuando su sumisión al sistema. Ambas obras, la de Huxley y Ashton, exploran cómo la tecnología puede ser utilizada para mantener el status quo, eliminando la individualidad y la resistencia. Sin embargo, mientras que en Un mundo feliz la felicidad artificial es el mecanismo de control, en Mickey7 y Mickey 17 es la desesperación y la resignación lo que mantiene a los personajes atrapados.

Respecto a la parte formal de la película, el diseño de producción es una obra maestra en sí mismo. La colonia espacial, con sus pasillos grises y fríos, sus luces fluorescentes y su arquitectura industrial (nada que no hayamos visto hasta el cansancio en este tipo de cintas), evoca la estética de las fábricas y los centros de call centers, espacios donde la individualidad es borrada en favor de la eficiencia. Bong utiliza estos elementos visuales para subrayar la deshumanización de los personajes, atrapados en un sistema que los reduce a meros números. Esta estética contrasta con el mundo brillante y ordenado de Un mundo feliz, pero ambos escenarios comparten un mismo propósito: mostrar cómo el sistema anula la humanidad. En Un mundo feliz, la felicidad es una ilusión; en Mickey 17, la supervivencia es una maldición.

Robert Pattinson brilla y sorprende en el papel de los 2 Mickey´s, capturando la desesperación y la resignación de un hombre atrapado en un ciclo sin fin. Su actuación es matizada -en el acento de uno y del otro- y llena de detalles sutiles atribuidos a la personalidad de cada Mickey (uno agresivo, el otro lleno de calma y resignación), transmitiendo la angustia existencial de alguien que sabe que su vida no tiene valor más allá de su utilidad para el sistema. Esta angustia recuerda a la de John, «El salvaje» en Un mundo feliz, quien también lucha por mantener su humanidad en un mundo que la ha desechado. Ambos personajes son víctimas de sistemas que los ven como meros instrumentos, y ambos terminan cuestionando su propia identidad. Sin embargo, mientras que John se rebela abiertamente contra el sistema, Mickey parece atrapado en una resignación silenciosa, lo que refleja la crítica de Fisher sobre la dificultad de imaginar alternativas en el capitalismo tardío.

Uno de los aspectos más interesantes de Mickey 17 es su exploración de la identidad en un mundo donde la individualidad ha sido erosionada. A medida que Mickey es replicado una y otra vez, comienza a cuestionar su propia existencia: ¿es él realmente el mismo Mickey que fue la primera vez, o simplemente una copia imperfecta? Esta pregunta filosófica tiene ecos en la mencionada obra de Fisher, quien argumenta que el capitalismo nos ha robado la capacidad de imaginar un futuro diferente. También resuena con Un mundo feliz, donde los personajes son condicionados desde el nacimiento para aceptar su lugar en la sociedad, perdiendo cualquier noción de individualidad. En ambas obras, la tecnología es utilizada no para liberar sino para controlar.

Sin embargo, Mickey 17 va un paso más allá que Un mundo feliz, mientras que en la novela de Huxley el control es impuesto desde arriba, en la película de Bong el sistema se perpetúa a través de la complicidad de los propios individuos. Todos los tripulantes de la nave colonizadora se inscribieron por voluntad propia en esa expedición e, incluso, descubriremos que algunos como Mickey Barnes y su amigo Timo, lo hicieron por no tener otra salida ante una inminente amenaza de muerte que les persigue. No tienen opción.

Mickey, a pesar de su sufrimiento, sigue cumpliendo su rol porque no puede imaginar una alternativa. Esta idea es central en la crítica de Fisher: el capitalismo no solo nos oprime, sino que también nos convence de que no hay otra opción. En este sentido, Mickey 17 es una actualización necesaria de las preocupaciones de Huxley, mostrando cómo el control social ha evolucionado en la era del capitalismo tardío.

Parte 3. Del discurso al gusto.

Robert Pattinson – Mickey 17.

A pesar de sus méritos, la película no está exenta de problemas. En algunos momentos, la narrativa se siente sobrecargada, con demasiadas ideas compitiendo por atención. Bong, conocido por su habilidad para equilibrar tonos y géneros, a veces lucha por mantener el ritmo en Mickey 17, especialmente en el tercer acto donde se vuelve predecible y por momentos aburrida y larga. La película, de 137 minutos, oscila entre el drama introspectivo, la sátira social y el thriller de ciencia ficción y aunque estos elementos funcionan individualmente, no siempre se integran de manera fluida. Además, el final, aunque impactante (trepidante en su ejecución y cadencia de montaje), puede resultar frustrante para algunos espectadores, ya que deja varias preguntas sin respuesta.

Mickey 17 es una distopía muy irregular, anti-Musk-Trumpista evidente y con fallidas intenciones de convertirse en perturbadora, ya que utiliza la ciencia ficción para explorar las contradicciones del capitalismo tardío y los gobiernos actuales de capitalismo de bloques (de marcas) y oligarcas, siempre colonizadores y expansionistas insaciables. Este planteamiento político de la cinta y su férrea intentona de crítica mordaz (aquí caben los Milei, los Bukele, los Putin y tantos otros) quizá es su peor defecto, muy involuntariamente. Los bajos números en taquilla y el boca en boca lo confirman, a pesar de su estreno en la pasada edición 75 del Festival Internacional de Cine de Berlín, entre risas y aplausos.

Con miras a conquistar al espectador, la fotografía, a cargo de Darius Khondji, sí que hace un buen trabajo, como también lo hace el tremendo papel que desempeña el cortejo de asesores que acompaña al emperador-político-gobernante-inepto Marshall y su esposa (enorme Toni Colette), los cuales son los verdaderos villanos impresentables de la cinta. Entrañable también la traductora que interpreta Patsy Ferran, el atisbo de ternura y comprensión que se da a los conquistados. El diálogo entre Huxley, Ashton, Fisher y Joon-ho (y todo el universo de la ciencia ficción que les respalda) se hace evidente y nos obliga a confrontar las consecuencias de un sistema que nos trata como mercancías desechables. Como diría Mark Fisher, el capitalismo ha colonizado nuestro futuro, pero películas como esta nos recuerdan que aún hay espacio para la resistencia y la imaginación, pero claro… al más duro y puro estilo Hollywood (el chiste se cuenta solo).

Alberto Zúñiga Rodríguez es cineasta y un obrero fílmico nacido en el rancho de las balas perdidas -fílmicas- Morelia, Michoacán. Ha dirigido los largometrajes Rupestre (2014), En la periferia (2016) y Emiliana Gat-alana (2023). Vive en Barcelona desde el 2022 donde conduce y produce el cinepódcast Tónica Replicante.


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