REPORTE CÍNICO
El poeta, promotor cultural y aprendiz de boxeador que no le gustaba ser un comesolo
Por José Antonio Monterrosas Figueiras

Vengo bajándome del camión de Puerto Vallarta y me entero que falleció el poeta, promotor cultural, aprendiz de boxeador, quien no le gustaba comer solo, Antonio Calera-Grobet. Trascendió la noche de este sábado, 16 de agosto, que murió ahogado en las aguas de puerto Progreso, en Yucatán. Curioso que la mañana de este mismo sábado, mientras bebía un café cerca del muelle de esa playa jaliscience, mi tía Victoria Silvilla Ruiz que vive en Merida, Yucatán, me contó que ha fallecido su madre, María del Carmen Ruiz Sánchez.
En su red social Calera dejó rastro de ese viaje por las playas yucatecas, con videos en los que se ve que mientras sostenía su celular iba corriendo como niño a la orilla de esa playa que le quitó la vida; otro más donde grabó a un cantante callejero que sostiene su guitarra con la que rasga -con dedos viejos y un tanto despintados- la centenaria canción Peregrina -también yucateca-, de Luis Rosado Vega, que dice: «Peregrina que dejaste tus lugares, los abetos y la nieve virginal y veniste a refugiarte en mis palmeras, bajo el cielo de mi tierra tropical».
Según el medio http://www.yucatan.com.mx la terrible noticia sucedió la tarde del sábado, cuando Calera-Grobet estaba nadando en esa playa y repentinamente comenzó a mostrar signos de desesperación, mientras intentaba salir del agua y aunque los ahí presentes alertaron de inmediato a las autoridades, tanto elementos de la Policía Municipal, la Secretaría de Seguridad Pública (SSP), la Secretaría de Marina y cuerpos de rescate, que se apresuraron a auxiliarlo, tristemente no pudieron hacer algo para que Antonio reaccionara.
El escritor acudió al puerto yucateco junto con su amiga Geovanna A. F. M., quien según registó ese medio local, fue la mañana del sábado, que Calera-Grobet salió a caminar antes de ingresar al mar donde sufrió el fatal incidente.
«Le quiero dar un volado, un recto, a la gente que no confía en el otro, a la gente que abandona al otro, que no registra todos los avances, nunca se abandona a un alma enferma», dijo sofocado en el que fue su último En vivo sucedido el pasado 4 de agosto.
Al enterarse de esta terrible noticia, el periodista -también yucateco- Ricardo Tatto -que fue quien compartió esta nota en su Facebook- expresó que Antonio Calera-Grobet fue «amigo generoso e incansable promotor literario» a quien conoció y trató en La Bota, La Pulquería Insurgentes y «otros cónclaves de escritores en Cdmx» (y es que no pudo ser en otro sitio que no fueran los mencionados, pues el querido Tatto es de buen diente y gusta de devorar licor y libros).
A Antonio Calera quien fue de todo y sin medida, ahora sí que «ni pena, ni miedo», como tenía tatuado en uno de sus brazos, lo podemos recordar porque a últimas fechas solía compartir breves videos en Facebook, donde se veía muy entusiasmado con los entrenamientos de box que realizaba desde hace poco más de un año en un parque de la Ciudad de México, que lo dejaban exhausto, pero alcanzaba a expresar ideas francas. «Le quiero dar un volado, un recto, a la gente que no confía en el otro, a la gente que abandona al otro, que no registra todos los avances, nunca se abandona a un alma enferma», dijo sofocado en el que fue su último En vivo sucedido el pasado 4 de agosto.
El hombre barbado que fue Antonio, nació en 1974 -mi intuición dice que fue a principios de este mes su cumpleaños-, fue autor de libros como Zopencos (2013), Yendo (2014) Sayonara (2015) y Xajays (2023), además de creador de la Hostería La Bota, siempre tan concurrida en la Ciudad de México por gente de la cultura, la literatura, el arte y el periodismo, pues es más que un lugar para solo comer -y no comer solo, porque siempre te encuentras a algún amiga o algún enemigo íntimo-, es un espacio para la cultura a espaldas del Claustro de Sor Juana, donde hay una diversidad de actividades, tales como las presentaciones de los libros de la editorial que Antonio Calera-Grobet fundó, con el nombre de Mantarraya Ediciones.
La Chula: Foro Móvil, fue otro de sus proyectos, una combi-biblioteca rodante de color azul chiclamino -¿o amarillo canario como la de la Pequeña Miss Sunshine?- que tiene como objetivo difundir contenidos literarios por diversos lugares, tales como la Feria del Libro del Zócalo de la Ciudad de México, donde se estaciona cada año y donde tuve la oportunidad de ver a la cronista Vodka Naka, Georgina Hidalgo, leer alguna vez.
Que descanse en paz, Antonio María Calera-Grobet, «un cabrón salvaje, imparable, con un corazón enorme», la definición que nos expresó a esta revista el escritor de servilletas propias y ajenas, Mariano Morales, al saber de la muerte del poeta.
Muy lamentable su partida, y más lamentable porque sabemos que adoraba vivir al límite, no comer solo, compartir los alimentos y mover los guantes de la poesía.
Comer es cosa de dos

Uno podría comer sólo. Uno hasta debería comer solo, algunas veces, para distanciarnos del mundo y pensar en cosas tristes como la guerra, la matanza de los animales, la muerte de Natura. Uno podría incluso no comer. Para acercarse a ese estado de confusión que es estar tocado. Pero comer es y será, un ritual de dos. Porque comer sólo hace que la comida se detenga en el tracto.
Co-mer: porque comer es asunto de dos.
Comer religa. Comer es coser.
Comer no es correr. Correr es huir. Y estamos hartos de estar huyendo todo el tiempo. Por eso se habla de nada al hablar de comida rápida. No hay tal. Pura vasca.
Comer es de dos. O de tres. O de cuatro. O de los que sean. Eso: de los que sean. No de los que no son. Que van por el mundo como por la nada.
Yo como, tú comes, ellos comen, nosotros comemos. Los comesolos no comen: sus tripas se los comen por dentro.
Hacer de comer, que no cocinar sino hacer de comer en el entendido de que hacer de comer es lo que hicieron con nosotros nuestras madres y con ellas nuestras abuelas, como un procedimiento que viene de la muñeca y esta viene del corazón, es algo que pueden hacer pocos hombres y pocas mujeres. Los otros hierven, despeñan alimentos sobre los platos.
Y escribo come es cosa de dos y me avergüenzo. Porque comer no es una cosa. Vamos, ni fue una cosa. En todo caso fue una planta, una fruta, un ser vivo que fue sacrificado para convertirse, de manera sagrada, en nuestro alimento. Comer no es una cosa de dos. Es un poema, una religiosidad, una magia que, al menos dos, desde el número dos y hasta los que queramos, traman para salvar al mundo. Todo lo demás es competencia y dinero.
Comer: ese paréntesis que hemos creado para guarecernos de la lluvia ácida de las casas de bolsa, de la compra-venta, de las tasas de interés, de lo hacendario que corta las cabezas, de la mercadotecnia, la publicidad. Comer entonces como una regresión, una suspensión, una levitación para vivir nuevamente. Comer es borrar las cosas
Entonces hacer de comer es hacer mundo. Dar de comer es evitar que el mundo se detenga. Dar de comer a los seres que amamos implicaría, acercándonos bien, hacer que el mundo gire hacia nuestro lado: lo propiamente humano.
Malcomer, es decir, comer sólo cuando se puede, comer de la mano de los otros solamente, comer sobras de otros platos, de los restos nauseabundos de los botes de basura, es impropiamente, humano. O parcialmente humano. O casi inhumano pero humano al fin, ya que se trata de una denigración orquestada y perpetrada por los de la especie.
Comer es una gracia (tan sutil como una seda, un colibrí, o tan estruendosa como el magma, un geiser que eleva sus aguas), que sucede por el número dos. Pero dos en estado de dos, es decir, abiertos. Los espíritus cerrados al uno, jamás serán abiertos. Ni con ciento cincuenta años de decirles, al oído: “Ábrete sésamo”. Para ellos la comida es un tiempo para la ingesta, lavar los platos y regresar lo más rápidamente posible, al tiempo de la flecha.
Por otro lado, para los seres abiertos al dos, a la comida como una cosa que sucede en el presente para hacernos arder, la comida representa la oportunidad de, vayamos al grano: hacer amor: hacernos el amor. Comer es arder o no será.
Una papa al centro de una mesa, durante la guerra, es comer. No por la papa y no por la mesa. Por lo que se tensa sobre ella.
A muchos imbéciles sobre la tierra los salva el hecho de que comen. Si no con su familia, al menos con alguien, comen. De no comer no se convertirían en bestias, porque las bestias comen. Se convertirían en meras piedras.
Comer para ver al otro, indefenso, alimentándose. Porque cuando alguien se permite comer, se ablanda para comer, puede ser, perfectamente, comido. El que come con uno, nos entrega, así, su vida. Es como es frente a nosotros. Y mejor: nos conversa.
Si amas a alguien hazle de comer. Pasta guanga, pescado crudo, guiso salado, sopa como engrudo. Cualquier cuerpo comestible calcinado, casi el agua caliente con algo de polvos del imaginario, bastará para que, poco a poco, primero como una chispa pequeña, luego como un humito ascendente y al terminar como un alto fuego que prende el relato de los amantes, de los comientes, se comience la comida entre pares.
Comer ese relato es, como sabemos, “comerse” al otro. Es la pura y bella antropofagia: el más amor, el límite del amor, el extremo de nuestra capacidad de comprensión.
Es más: si uno no se come al otro, no hay sexo: hay puro capeado de cuerpos.
Calentar y comer: sexo. Sexo: comer cogiendo.
No sabes nada de tu amante si no sabes a lo que sabe.
No se dice besar, ni lamer: se dice comer el coño.
Amor es… comer.
¿Comer qué? Pues el relato. El globo de palabras, el cuenco de gestos, el acordeón de historias que se pliega y se expande, se hincha y se colapsa, de todo lo que es el otro, de lo que somos todos. ¡Y luego, claro, un buen chuletón de buey, un pedazo de queso Morbier!
Y en este tenor de cosas, hacer de comer al amado y comer con él, comer lo hecho con él, lo dicho por él, los amantes a sí mismos, metafóricamente, en ese estado de gracia de saberse el centro del mundo, en expansión por sus humores, sería el colmo. Entendámoslo así: hace de comer al otro en este tenor de cosas, equivaldría a un suicidio compartido. Lo amantes en este caso podrían morir en cualquier momento. La dicha los violaría frenéticamente hasta quedar lánguidos, en la cama, en la mesa, desayunando sobre la hierba.
Paréntesis uno. Más por los urbanistas masturbándose en los paraísos naturales (que por suerte aún existen), y no por la comida chatarra que pulula por el mundo, en fin, más por esos empresarios que alguna vez se hicieron llamar pomposamente “los industriales” que nosotros los mortales, por esos que representan un verdadero anti-programa de lo considerado humano, haya quien malcoma en este mundo.
Comer es una gracia (tan sutil como una seda, un colibrí, o tan estruendosa como el magma, un geiser que eleva sus aguas), que sucede por el número dos. Pero dos en estado de dos, es decir, abiertos. Los espíritus cerrados al uno, jamás serán abiertos. Ni con ciento cincuenta años de decirles, al oído: “Ábrete sésamo”. Para ellos la comida es un tiempo para la ingesta, lavar los platos y regresar lo más rápidamente posible, al tiempo de la flecha.
Debemos pensar que nadie se ha muerto por un sándwich mal hecho, pero en verdad varios por una charla inane. El hambre se tiene en ocasiones por la sangre. Queremos al otro por su sangre. Todo lo que lo hace ser como es. Y hay, debemos decirlo con todas sus letras, que no la lleva: que ni fiambre llega.
Paréntesis dos. Comer es un acto de inteligencia y sensibilidad, vaya que sí. Por eso comer no es que se excluyan las enciclopedias. Aunque mejor sería hablar de arte y poesía. De la tragedia y su contraparte la comedia. O del mantel. De cualquier cosa como las moscas. No hallarán mucha entrada, eso sí, los manuales, los compendios de instrucciones, los libros de modales. Modales: modas abominables. Los modales han sido y serán los que cada jauría crea naturales. Se trata de eso, de convenciones, cosas menores. Si fuera por las correcciones políticas nos taparíamos el orto con un corcho.
¿Y si comer fuera la revolución? ¿Comer y beber a nuestras anchas como el inicio de una manera de entender la calle, la colonia, el municipio, el estado, el país? ¿A nosotros mismos? Comer y beber como manifestación de que no sólo los autos, las inmobiliarias con sus revolcadoras, no sólo las delegaciones y sus tranzas merecen el espacio de los parques y las plazas? Hay que hacernos, pues, de comer, de comer-nos. Y brindar por el futuro pasado por el ritual de habernos cocido en un mismo caldo.
Si no has invitado a un amigo a tu casa a comer, a eso en donde vives no se le llama casa y ese que llamas amigo es cualquier tipo.
¡Desconfiad del que no se siente a tu mesa a comer!
En una tarde que recuerdo espectacular, en torno al fuego, acompañando discretamente a Juan Gelman y Eduardo Milán, cuando el maestro argentino las puso al fuego de su mano, dije: “El mundo nace cuando dos mollejas”. Y eso que dije es verdad.
Quiero comer de tu mano: quiero que me ames dando de comer y quiero amarte comiendo lo que has creado. Más que tus poemas, más que tus cuadros: quiero eso, alguna vez, querido amigo.
Comer es todo eso que no es comer: tardarse en prender el fuego, quemar las tortillas, pegar el arroz, el sonido al destapar las cervezas y el pegar las botellas. El tintineo de los cubiertos. Eso es comer. Picar la cebolla, partir un aguacate, pasar la sal. Escuchar todas las opiniones de cómo sabe mejor esa ensalada, las recetas que ni se piden pero se dan, los sabores que se acaban de encontrar. Sentir al perro por debajo de la mesa, la música de fondo, las historias de tal o cual familia que hace tiempo no veíamos: el tiempo que se desvanece ahí. Eso conforma el todo del cocinar. Hasta lavar los platos es comer. Porque ahí, mientras todos ayudan a levantar, se dicen los verdaderos platillos que comeremos. Las palabras, los cuentos, las historias. Eso y no sólo la comida, es lo que estructura el ritual.
Invitar a comer a alguien nunca ha sido un acto neutral: los negociantes que compran y venden su alma o la de los suyos, siempre lo han sabido y en su fulgor ocultan sus verdaderas intenciones. Los espíritus sensibles prefieren el proceso inverso: el reconocer que en ellas todo puede salir a flote: las comidas son, sepámoslo, el lugar de la verdad, la transparencia a tope.
Comer es cosa de dos, de tres, de cuatro, como se ha dicho. De todos los que quieran pertenecer a ella. Y por ello es también el lugar del perdón. Comer con otro es perdonarlo. Aceptarlo tal cual es. Pese a que haya sido alguien que prefirió un tiempo comer agazapado, fuera del espacio social, mentirse en saber quién es.
Una Coca-Cola pudiera ser comer, pero requerirá siempre de algunos aditamentos. Una banqueta, de pueblo, por ejemplo, la barra de una tienda de abarrotes, acompañado de los refunfuñados del dueño. Los refrescos son pivotes para comer, anzuelos, y todo lo que nos haga soltar la sopa nunca será poca cosa.
Hay que darnos cuenta, no hay tiempo que perder. Piénsalo bien. Lo que deberíamos decir la siguiente vez, es: “Donostia. Hagamos magia. Nos comeremos con un Rias Baixas recién sacado de la heladera, brindaremos por la antropofagia, y nos infestaremos de pulpos a la gallega. Yo te amo. Vamos, piénsalo bien”.
C
*Este último texto fue retomado del muro de Facebook de Antonio Calera-Grobet, compartido por él apenas el 29 de junio, que suponemos es de su autoría, pero si así no lo fuera, lo representa muy bien.

José Antonio Monterrosas Figueiras es periodista cultural y cronista de cine. Es editor cínico en Los Cínicos. Ha colaborado en diversas revistas de crítica y periodismo cultural. Conduce el programa Cinismo en vivo.







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