TÓNICA REPLICANTE
La muerte por delegación: duelo de quienes no conocimos
Por Alberto Zúñiga

Hay muertes que no nos pertenecen y, sin embargo, nos atraviesan. No son las de nuestros padres ni las de nuestros amigos más íntimos, sino las de aquellas personas que nunca llegamos a conocer y que, aun así, ocupan un lugar sorprendentemente definido en nuestra imaginación. Son los amigos muy cercanos de nuestros grandes amigos. Viven —antes de morir— en el territorio de los relatos: en anécdotas repetidas, en nombres que se pronuncian con familiaridad, en gestos imitados, en frases atribuidas o en acciones tremendamente cotidianas que se comparten (es lo que tiene la proximidad y la interacción). Cuando mueren, algo en nosotros también se desordena, aunque no sepamos bien por qué ni con qué derecho.
Sabemos mucho de ellos sin haberlos visto nunca o cruzado palabra alguna. Conocemos sus vicios y sus virtudes, sus manías, su manera de amar y de fracasar. Sabemos en qué momento se torció su vida o cuándo fue particularmente luminosa (por esos accidentes de la cotidianidad que menciono antes). Todo ese conocimiento es indirecto, heredado, filtrado por la voz del amigo que sí los amó. Es una biografía prestada, hecha de fragmentos, y aun así produce una forma extraña de intimidad, de cercanía. No los lloramos por lo que fueron para nosotros, sino por lo que fueron para quien queremos.
Esta forma de duelo es una experiencia vicaria. No nace del recuerdo propio, sino de la empatía profunda: del acto de acompañar a un amigo en su dolor. La muerte del desconocido se vuelve espejo del vínculo que tenemos con quien sufre. En ese sentido, no lloramos a la persona fallecida, sino la herida que se abre en la vida del otro. Es un duelo por contagio emocional, pero no por ello menos real.
Hay algo inquietante en esta situación: la certeza de que la muerte clausura una posibilidad que nunca se realizó. Nunca los conoceremos. Nunca habrá una sobremesa compartida, una conversación casual, una risa inesperada. La muerte fija para siempre esa ausencia, y la transforma en un vacío definitivo. Lo que antes era un “algún día te lo presentaré” se convierte en un “ya no podrá ser”. Y ese cierre pesa, aunque no tengamos recuerdos propios que perder.
Acompañar a un amigo en este duelo exige una delicadeza particular. No podemos decir “lo siento” desde el mismo lugar que quien sí conoció al muerto. Nuestro dolor es lateral, secundario, pero no inexistente, ni tampoco lejano. Consiste más en estar que en decir; en escuchar relatos que ya hemos oído, sabiendo que ahora duelen distinto; en aceptar que nuestra función no es comprender del todo, sino sostener.
Además, estas muertes suelen venir acompañadas de un relato intensificado. El amigo superviviente vuelve una y otra vez sobre la figura del ausente, lo reconstruye, lo idealiza, lo discute, lo revive. Nosotros escuchamos y, al hacerlo, participamos de una segunda vida póstuma. Nos convertimos en depositarios de una memoria ajena. Sabemos tanto que, en ocasiones, sentimos que podríamos reconocerlos en una fotografía, identificar su voz entre otras, anticipar su opinión sobre un tema. Es una ilusión de conocimiento que la muerte vuelve melancólica.
Este tipo de duelo también nos enfrenta a nuestra propia vulnerabilidad. Al ver caer a alguien tan importante para nuestro amigo, comprendemos que los pilares emocionales son frágiles, que la red que sostiene a quienes amamos puede romperse de un momento a otro. La muerte del desconocido anuncia, en voz baja, la posibilidad de futuras pérdidas más cercanas. Es un recordatorio indirecto, pero contundente, de la finitud.
Acompañar a un amigo en este duelo exige una delicadeza particular. No podemos decir “lo siento” desde el mismo lugar que quien sí conoció al muerto. Nuestro dolor es lateral, secundario, pero no inexistente, ni tampoco lejano. Consiste más en estar que en decir; en escuchar relatos que ya hemos oído, sabiendo que ahora duelen distinto; en aceptar que nuestra función no es comprender del todo, sino sostener.
Al final, la muerte de los amigos de nuestros amigos nos enseña algo esencial: que las vidas se entrelazan más allá del contacto directo. Que el afecto se propaga por narración, por cercanía emocional, por amor compartido. Y que hay muertos que nunca nos saludaron, pero cuya ausencia nos obliga a caminar con más cuidado alrededor de quienes seguimos teniendo cerca. Porque, aunque no los hayamos conocido, su pérdida ya forma parte de nuestra historia.
Mi querido amigo José Antonio Monterrosas Figueiras perdió a su gran amiga Mónica Maristain, a quien no podré conocer ya. Y a quien leí y sí que «conocí» por medio de sus letras desde su revista https://maremotom.com/
El periodismo cultural de nuestro país la echará mucho de menos. Descanse en paz.
C

Alberto Zúñiga Rodríguez es cineasta y un obrero fílmico nacido en el rancho de las balas perdidas -fílmicas- Morelia, Michoacán. Ha dirigido los largometrajes Rupestre (2014), En la periferia (2016) y Emiliana Gat-alana (2023). Vive en Barcelona desde el 2022 donde conduc






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