CINISMO / OPINIÓN
La llama lenta y constante: La Historia de The New Yorker
Por Jonatan Frías

En el vasto y a menudo turbulento paisaje de los medios de comunicación estadounidenses, pocas publicaciones han mantenido una voz tan singular, consistente y profundamente influyente como The New Yorker. Desde su fundación en 1925, esta revista semanal no solo se ha documentado, sino que ha moldeado la cultura americana moderna, actuando como un faro de ingenio sofisticado, reportajes profundos y, lo más importante, de pensamiento crítico e independiente.
La revista fue cofundada por Harold Ross y su esposa, Jane Grant, con el apoyo financiero de Raoul H. Fleischmann. Ross, un editor perfeccionista, quería crear una revista que fuera diferente de las publicaciones humorísticas de la época. Su intención, expresada en su famoso manifiesto fundacional, era que The New Yorker no sería «editada para la anciana de Peoria», en cambio, se centraría en el espíritu urbano, cosmopolita y ligeramente escéptico de la vida de Nueva York.
Bajo la dirección de Ross, la revista estableció rápidamente su tono característico: una mezcla de humor mordaz (sus caricaturas son una firma visual de la cultura pop, ), ficción literaria de primer nivel y, quizás de manera más revolucionaria, el reportaje o «non-fiction piece», que redefiniría el periodismo de formato largo.
La larga y exitosa historia de The New Yorker está indisolublemente ligada a sus directores, quienes, con sus distintas visiones, mantuvieron la llama del rigor intelectual. Tras Ross, el cargo fue ocupado por William Shawn. La era de Shawn se considera a menudo la edad de oro del reportaje de la revista. Shawn era famoso por su tranquila intensidad y por fomentar el periodismo de inmersión y la ambición moral. Bajo su tutela, la revista publicó obras maestras del periodismo literario, incluyendo Hiroshima de John Hersey, Eichmann en Jerusalén de Hannah Arendt y las exploraciones psicológicas de Joseph Mitchell. Shawn elevó el perfil de la revista como una fuerza de conciencia social, utilizando su plataforma para abogar por los derechos civiles y oponerse a la Guerra de Vietnam.
A él le siguió Robert Gottlieb, un respetado editor de libros. Gottlieb mantuvo la alta calidad literaria, aunque su mandato fue relativamente breve. A la orilla de este puente aparece Tina Brown, quien inyectó una dosis de glamour y actualidad a la revista, haciéndola más accesible y relevante para los temas de la década de 1990. Ella mantuvo la excelencia en la escritura mientras modernizaba su apariencia y cobertura; y, finalmente, David Remnick.
Bajo la dirección editorial de David Remnick desde 1998, The New Yorker ha mantenido y reforzado su reputación como un faro de periodismo en profundidad, crítica literaria de alta calidad y ficción sobresaliente. Remnick, que previamente fue corresponsal de The Washington Post en Moscú y ganó un Premio Pulitzer por su libro Lenin’s Tomb, ha guiado a la revista a través de los desafíos de la era digital. Bajo su liderazgo, el medio no nada más lanzó su sitio web en 2001, sino que también experimentó una importante adaptación al formato en línea y al contenido diario. Además, en 2015, ayudó a lanzar The New Yorker Radio Hour, expandiendo su marca a otros formatos mediáticos.
En términos de contenido, Remnick ha mantenido los pilares de la revista: el periodismo riguroso, los perfiles detallados de figuras públicas como Barack Obama y Muhammad Ali (de quienes ha escrito una biografía) y la sección «The Talk of the Town». Su dirección también se ha caracterizado por un compromiso con la cobertura política y el comentario social, especialmente en tiempos de polarización, sin sacrificar la variación de temas y la inclusión de crítica de arte, ficción y humor característicos de la publicación. La revista ha ganado numerosos Premios Nacionales de Revistas e, incluso, el primer Premio Pulitzer por Servicio Social, por su larga y detallada cobertura de los crímenes y abusos de Harvey Weinstein, bajo su mando.
The New Yorker no solamente informa sobre la cultura: la examina, la deconstruye y la eleva. Al priorizar siempre la voz del escritor individual, la complejidad del tema y la independencia de su editorial, la revista sigue siendo, cien años después de su lanzamiento, la llama lenta y constante que ilumina el camino hacia una comprensión más profunda, más crítica y más humana del mundo que nos rodea. Su historia es la prueba de que el buen periodismo, el periodismo independiente y perspicaz, no es un lujo, sino una necesidad cultural perdurable.
El prestigio de The New Yorker reside en sus escritores, muchos de las cuales han definido géneros enteros. Sus secciones son memorables y tienen lectores leales. Columnas como la ya mencionada «Talk of the Town», que es una columna que ha estado presente desde el principio, ofreciendo viñetas ingeniosas de la vida neoyorquina, sirviendo como un termómetro social y cultural.
La revista ha sido el estándar de oro para la crítica literaria reflexiva, evitando las modas pasajeras en favor de la evaluación atemporal. Escritores como Clifton Fadiman, Edmund Wilson, John Updike, James Wood, semana a semana analizan y promueven libros que no siempre encabezan las listas de popularidad.
Su The New Yorker Report es quizá el corazón de su periodismo de investigación y de largo aliento. Escritores como Janet Malcolm, Truman Capote, Joan Didion, Hannah Arendt, Ken Auletta y Seymour Hersh han utilizado el espacio generoso que la revista les otorga para desentrañar complejas narrativas políticas, sociales y criminales con una profundidad inigualable. Fue en este espacio donde Capote adelantó su, hoy referente de este tipo de periodismo, A Sangre Fría y Hanna Arendt la ya mencionada Eichmann en Jerusalén.
La persistente importancia cultural de The New Yorker no es solo una cuestión de estilo o de nombres famosos: es una cuestión de método. La revista ha sostenido el principio de que el pensamiento crítico requiere espacio y tiempo. En un mundo de tweets y titulares instantáneos, The New Yorker insiste en el valor de la investigación minuciosa, la narrativa matizada y el argumento sopesado.
Al exigir a sus lectores que se comprometan con piezas de 10,000 palabras sobre política, ciencia o arte, The New Yorker no solo respeta su inteligencia, sino que la cultiva. Su política de fact-checking riguroso es legendaria, reflejando un compromiso con la verdad que es esencial para la salud de una sociedad democrática.

The New Yorker no solamente informa sobre la cultura: la examina, la deconstruye y la eleva. Al priorizar siempre la voz del escritor individual, la complejidad del tema y la independencia de su editorial, la revista sigue siendo, cien años después de su lanzamiento, la llama lenta y constante que ilumina el camino hacia una comprensión más profunda, más crítica y más humana del mundo que nos rodea. Su historia es la prueba de que el buen periodismo, el periodismo independiente y perspicaz, no es un lujo, sino una necesidad cultural perdurable.
Al cumplir un siglo de vida, The New Yorker se consolida no únicamente como una revista, sino como un pilar fundamental de la cultura intelectual contemporánea. El legado de estos cien años está marcado por su icónica estética: desde el dandi Eustace Tilley en su primera portada hasta las detalladas ilustraciones que hoy capturan la esencia del momento social y político.
El documental que recientemente lanzó Netflix, The New Yorker cumple 100 años, muestra lo complejo que es sobrevivir, preservando la escencia original, en la era de la inmediatez digital y muestra la importancia de hacer un análisis pausado y la importancia de la narrativa de largo aliento. Celebrar su centenario es reconocer una institución que ha sabido leer el mundo desde Manhattan, transformando lo local en universal y manteniendo viva la elegancia del pensamiento crítico en un mundo cada vez más ruidoso.
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Jonatan Frías (1980) es escritor y editor. Ha publicado cuentos y ensayos en antologías y revistas nacionales y extranjeras. Sus recientes libros son Presuntos ensayos para un jueves negro (UAA, 2019) y La eternidad del instante (UAA, 2020).






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