CINISMO RULETERO

Vivir en Acapulco 

Una crónica a partir de varias conversaciones con taxistas que ruletean en Acapulco, en esos viajes la pregunta obligada de una poeta tendría que ser: «¿qué es lo que hace un taxista seduciendo a la vida?»  y no: «¿y usted por quién va a votar?» Pero no fue así. 

Por Rocío Franco López

Para ese señor taxista con los ojos henchidos de ingenuidad

Taxi en Acapulco
“Cobro como vocho”. Foto: Augusto López Velasco.

Lo primero que uno nota cuando llega del centro del país a Acapulco son los taxis. Hace tiempo en la Ciudad de México los taxis eran Volkswagens pintados de verde, modelo que en México conocemos como vochos, pero el modelo fue descontinuado.

En Toluca eran Tsurus pintados de blanco con cuadros verde olivo, pero fueron descontinuados por la secretaría del transporte (y de los que, según las estadísticas de robo de autos, son los modelos más robados en México por la facilidad con que se abren. Es cierto, aún recuerdo a Chiquito Piquín, aquel Tsuru blanco propiedad de mi amiga L que nos llevó y nos trajo por muchos lugares y aventuras en la fría Toluca, en el que varias veces se nos quedaron las llaves adentro y podíamos abrirlo con cualquier llave que le embonara y, pues al fin un día, Chiquito Piquín desapareció de la mera puerta de la casa de L, pero no quiero escribir de modelos de autos, tema que no domino por cierto y tampoco me resulta relevante.

Lo que uno nota al llegar a Acapulco es que los taxis en su mayoría son vochos blancos con azul, descontinuados, destartalados, desvencijados y todo lo “des” que se les pueda sumar (desmadrados, por ejemplo), incluso, los que no son vochos suelen poner un letrero en el parabrisas que dice “Cobro como vocho”; pero me estoy equivocando, no quiero hablar de vochos, sino de los singulares señores que los conducen: los taxistas. Vaya, los taxistas son singulares en todas las ciudades, ¿no? ¿Quién no recuerda alguna anécdota contada o ejecutada por un taxista?

Su singularidad les viene provista por la cantidad de calles recorridas y la diversidad de personajes con los que se encuentran en sus largas jornadas, ya sea de día o de noche, ellos son los verdaderos dueños de las calles, y me atrevería a decir que a veces también de la vida de las ciudades.

En Toluca es peligroso subirse a un taxi. La escena cotidiana de ponerse en pie en una acera y levantar la mano para hacer que un taxi se detenga puede costarle la cartera, el celular, la virtud o la vida a un toluco (digo, Toluca, a veces cuando escribo me olvido que soy “nena”, no sé por qué), razón por la que desde hace tiempo están de moda los “radiotaxis”, porque son seguros.

Cuando llegué aquí me rehusaba a subirme a cualquier taxi así nomás, pero según me explicaron pues los taxis aquí son más seguros que en mi gélido pueblo; bueno, no son más seguros, pero como el asunto de la seguridad no es una cosa personal sino de drogas y narcos, de “instituciones” mayores, pues si uno no anda metido en esos asuntos puede con algo más de tranquilidad detenerse en una acera, estirar la mano, y subirse a un taxi. Y los radiotaxis aquí no existen, así que hay que lanzarse al ruedo. (Tampoco existen sus chingaderas de Uber, así que no jodan.)

El caso es que si se da el caso y al taxista le gusta charlar, pues charlamos. Me gusta preguntarles cosas a los taxistas.

De cualquier manera, siempre guardo algo de desconfianza por si es necesaria: cuando detengo un taxi, antes de subirme veo la cara del conductor y le pregunto a mi intuición (que es buena y está bien entrenada), si no me da la “buena espina” no me subo; nunca me siento junto al conductor, siempre atrás; cuando me subo a un taxi veo el número; veo la licencia del conductor, y todas esas argucias que mi paranoide madre me enseñó. Etcétera.

El caso es que si se da el caso y al taxista le gusta charlar, pues charlamos. Me gusta preguntarles cosas a los taxistas.

Taxi 1

Fui a Toluca y regresaba de madrugada a Acapulco. A diferencia de la Ciudad de México en la que todos los taxis tienen un taxímetro que da la tarifa de acuerdo con el tiempo o la distancia recorrida, en Acapulco eso no existe (tampoco en Toluca.) Así que antes de abordar el vehículo uno debe negociar el pago, so pena de que al llegar al destino uno se vea asaltado cual turista bobo (lo mismo pasa en Toluca, le aviso por si un día pone el pie en aquellos lares).

Uno llega adormilado a las 4 am a la terminal de camiones de Papagayo, unos señores muy peinados allí en la entrada se ofrecen, “Taxi, taxi”. “¿Cuánto a la avenida tal?” “Noventa.” “Ayyy, no gracias.” Entonces uno sale de la terminal y en la esquina adjunta hay otros señores igual de peinados, pero quizá más tristes. “¿Cuánto a la avenida tal?” “Cuarenta.” “Ah, pus vámonos.”

Este señor taxista era moreno, de ese moreno de tierra de Acapulco, muy robusto, sin llegar a ser obeso, la cabellera cana y muy bien peinada, el rostro duro, delimitado por algunas arrugas muy expresivas, pero no feas. Calculo que tendría unos 65 años, y lucía ese porte de dignidad característico de muchos costeños que se saben elegantes a pesar del calor, del sudor y de los malos olores, porque ellos no tienen nada de eso. A esas horas de la madrugada el señor olía muy bien. Abordamos el vocho.

Taxistas en Acapulco
Foto: Augusto López Velasco.

­—¿Y por quién va a votar, señora? (Agh, sí ya estoy en una época de la vida en que me dicen señora, aunque yo me siga creyendo grunge.)

—Pues no sé, dígame usted primero.

—Pues por “ya sabe quién”.

—¿Sí, deveras?

—Pues mire, no es que me parezca la mejor opción la verdad. De hecho, no le creo nada. Pero yo estoy harto, ¿sabe? ¿Ha visto usted como es la vida en Acapulco? ¿Usted no es de aquí, verdad? No podemos seguir viviendo así.

—No, no soy de Acapulco, señor, pero sí veo todo lo que pasa. Trabajo en un periódico, imagínese. ¿Y por qué cree que An… digo, “ya sabe quién” hará las cosas diferentes?

—Uhh, no pus sí, le toca lo mero bueno. Pues no sé si hará algo diferente. La verdad ni siquiera confío en él. Es político como todos. Pero ¿sabe? ejercer mi derecho a votar es la única manera que tengo de demostrar mi hartazgo. Yo antes no creía en el voto, pero creo que ahora es necesario. Es la única manera que tengo para decirles a estos cabrones (perdone usted), que estoy harto. Es la única manera que tengo de quitarlos de allí. De decirles que no pueden seguir robándonos de esta manera. Es que mire, uno aquí con este trabajo peligra tanto, a uno le toca ver cada cosa. A mí por fortuna lo más que me ha pasado es que me quiten la cuenta, porque me pongo abusado. Claro que me ha tocado ver balazos, ya sabe, nunca falta el cabrón (perdone usted) con un fierro, pero me ha tocado ver los balazos desde aquí (señala el pequeñísimo universo de su taxi). Cuando veo algo, le volanteó rápido, no me meto en calles en las que sé que no podré salir pronto si pasa algo. Una vez sí me pasó, lo que hice fue orillarme con discreción, cerrar las puertas, agacharme y esperar a que pasaran los balazos. Y ya, la libré. Le digo, gracias a Dios, nunca me ha pasado nada. ¿Pero y usted, por quién va a votar?

—Quizá también por el innombrable. Pienso en lo mismo que usted. Estos cabrones tienen que saber que nosotros somos los que mandamos, señor.

—Sí, verdad. Fíjese que ahora que lo dice, tiene razón, nosotros dejamos que llegaran allí, nosotros podemos quitarlos, ¿verdad? Es lo que le digo, mi voto es lo único que tengo para decirles que no queremos seguir viviendo así.

Llegamos a nuestro destino.

—Pues sí, señor, tenemos que buscar otro modo de vivir, no se puede más. Le pago. Gracias.

—Qué Dios me la bendiga.

Taxi 2

En los pocos descansos que tengo en este estúpido trabajo, a veces me da por salirme a hacerme la flâneur, salir a vagar por las calles, sin rumbo ni actividad fija, sólo por caminar, por mirar a la gente ocupada en sus trajines, sus gestos, sus andares, sus modos de vestir y de hablar. Muchas veces, como en ésta, vago por allí, como algo, bebo algo en otro lugar, y me regreso caminando por la playa contemplando a los turistas, pero este día se me hizo noche y ya no quise arriesgarme a caminar, so riesgo de cualquier cosa como todas las que suceden ahora en Acapulco, así que abordé un taxi, éste era un Tsuru.

Tener buena memoria es un buen recurso si uno escribe, aunque la buena memoria hace daño para muchas otras cosas, porque uno siempre recuerda con claridad los dolores, en fin, aunque sucedió ya hace varios meses, recuerdo muy bien a estos señores.

El señor de este taxi era más bien enjuto, también viejo, calculo de unos 60 años, pero con unas arrugas de ésas que se saben a primera vista marcadas por los reveses de la vida y la lucha constante con la miseria. También daba cuenta de ello la corriosidad de su cuerpo, las manos venosas y de trabajo. Vestía una camisa gris, desabotonada hasta medio pecho, lo que dejaba ver las marcas de sus costillas entre su piel ajada. Moreno, de ojos claros, un poco calvo y un tanto cano. No era impoluto como el taxista anterior, aunque se veía limpio, se notaba en su frente el sudor de la tarde, el fastidio de todo un día de ciudad.

—¿Y por quién va a votar, señora?

—No, pues primero dígame usted, qué tal que me tengo que bajar.

—(Se ríe.) No pues por Andrés, ¿por quién había de ser?

—Ah, ¿cómo cree?

—Sí, de veras. ¿O usted qué?

—No, pues no me tengo que bajar, sígale. Pero a ver, dígame por qué o qué. ¿Qué le gusta de Andrés?

—Pues no es que me guste, pero como dice él “es la esperanza de México”. O sea, vea cómo nos tienen nuestro Acapulco (me dice señalando con la mano derecha el mar mientras avanzamos por la Costera). ¿Usted cree que es justo cómo nos tienen? Ire, yo aquí chingándole (éste taxista no era tan elegante, así que no pedía disculpas cuando decía alguna grosería) …chíngandole todo el día, para apenas llevar para tragar a mi casa, a mi señora, y eso a veces rezando para que uno pueda regresar a su casa con bien.

Uno se raja la madre todo el día señora, mire, yo con este carrito he dado estudio a mis dos hijos, gracias a Dios me faltan dos meses para que mi hijo el mayor salga de la universidad, y la otra le falta otro poco, pero también será enfermera.

Pero uno se asolea aquí, diario, cabrón, ire (me enseña su camisa entreabierta y su color requemado), se cansa, uno ya está viejo, y luego de tanto que ha trabajado no tiene nada (de su voz comienza a salirse un minimísimo balbuceo de rabia), uno se enferma, yo ya soy diabético, señora, y si no se cuida uno, no puede ni pagar un doctor, ¿usted cree que eso es justo? Y luego los ve a ellos, esos jijúelachingada, dándose aí sus lujos, a toda madre, los cabrones, sus casas, sus paseos. Bueno, también es que vivimos en un país, pobre, ¿no? ¿O usted que cree?

—Pues que usted tiene razón, los mexicanos trabajamos un chingo. Y a los acapulqueños les ha tocado muy feo, oiga. Pero le aclaro que yo no creo que México sea un país pobre.

—Ah, chingá, ¿no? Ber, explíquemeso, pué.

—Mire, usted, ¿cómo vamos a ser pobres? No sé decirle en qué número de la lista, pero México está yo creo que entre los primeros diez países más diversos del mundo (ahora lo sé, somos el quinto país más megadiverso del planeta); es decir, tenemos minas, petróleo, fauna, agricultura, podemos criar todo tipo de ganado…

Tener buena memoria es un buen recurso si uno escribe, aunque la buena memoria hace daño para muchas otras cosas, porque uno siempre recuerda con claridad los dolores, en fin, aunque sucedió ya hace varios meses, recuerdo muy bien a estos señores.

—¡Tenemos mares! (Vuelve a señalar con su mano derecha, con orgullo, el mar.)

—Mares, los que quiera: el Pacífico, el Atlántico, el Golfo de México, ¿y qué sale del mar? Mariscos, pescado, especies de animales que sólo existen en México; tenemos agua, señor, mucha agua, ríos, lagos.

—Sí, vedá. Hay lugares en que no se pueden ni bañar por no tener agua.

—Ándele. Entonces, como le digo, tenemos todo eso. Y tenemos algo aún más canijo.

­—¡Ah, chingá, qué pué?

—Pues los mexicanos, señor. Usted acaba de decir, ¿a quién conoce que trabaje más que los mexicanos? Señor, todos en este país trabajamos un chingo, y usted que cree ¿que eso no produce dinero?

—Aaaahhh… pues sí, pué, vedá. Pero mmm… jijuélamare, pero nunca nos llega a nosotros, se lo roban.

—Pues sí, señor, se lo roban. Por eso es que ya no hay que dejarlos.

—Bueno, se lo roban, y con eso que ora están coludidos ya sabe con quienes… o sea imagínese, a nosotros nos cobran 250 pesos a la semana…

—¿Cómo que 250 pesos señor, de qué? ¿Su patrón, de la cuenta? ¿De qué…?

—Nooo… señora, “ésos”. De “la cuota” pué.

—¡Ay, no juegue! Sí, ya entendí. ¿250? Es un chingo, oiga.

—Pué sí pué, a la semana, por cuatro semanas, o sea, mil al mes. Ora imagínese, por todos los taxistas… jijúelachingada si no van a tener dinero esos cabrones… y si le dijera que ora dicen que ya también van a pasar a cobrar en las casas…

—¡No! ¿Cómo cree? Pero si ya les cobran en los negocios, ¿no? ¿A todos? ¿Cómo cree que ahora en las casas?

—Sí, señora, eso me dijeron lotro día, ya ve que uno aquí de todo se entera. Así que ahora si usted tá en su casa pué, y le tocan para cobrarle y no da, ya sabe, pué, unos pinchis balazos… órale jijúesupinchemare, para que aprenda, para que dé…

—No juegue, y uno rajádose el lomo todos los días trabajando, y sigue viviendo igual.

—Sí, oiga, pero ya me quedé pensando en eso que me dijo, de que no somos pobres, tonces nomás nos hacen pendejos, edá… No, pus voy a votar por el Andrés, porque pues a lo mejor si es buena persona, ¿no? Bueno, que yo le voy a decir, que los taxistas de aquí ya hicimos un pacto, todovamó a votar por Andrés, porque no ya, que se saquen a la chingada éstos, rateros sobre rateros… ¡yastuvo!

Llegamos a nuestro destino.

—Pues sí señor, ya estuvo bueno. Cuídese, gracias. 

Taxi 3

Andaba yo haciendo unos trámites aquí en Acapulco y se me hizo tarde para llegar a mi cita en el IMSS, así que tuve que abordar un taxi, so desespero de que me agendaran una cita para el mes siguiente.

Salí del trabajo, levanté la mano y se detuve un taxi. Luego de convenir el precio del servicio emprendimos la marcha. Este señor taxista no era tan mayor como los otros, le calculé como unos 40 años. Su aspecto era bastante desprolijo y sudoroso, castaño, despeinado; se lo atribuí a que eran pasadas las 12 del día y el sol estaba en su momento más álgido. Sus dientes no habían sido cuidados nunca, parecía, y el señor lucía más bien molesto, enfadado, no intentó hacerme la plática, pero comencé a pensar que quería repetir la conversación de las votaciones y saber si alcanzaba un consenso entre todos los taxistas, acerca del voto por “ya saben quién”. Pero éste era un disidente.

—Oiga, ¿y por quién va a votar?

—¿Yo? Por nadie. (Hizo un gesto de hartazgo.)

—¿Cómo cree? ¿De verdad?

—Ay, no señora, ¿para qué votamos? Mire cómo tienen Acapulco. Esto no va a cambiar porque votemos.

—Pues quién sabe, ¿por qué no intenta?

—No, señora, yo no creo en eso. Esto ya está jodido, y nunca será como era antes. Acapulco tan bonito, y ahora tan jodido.

—Ay, no señora, ¿para qué votamos? Mire cómo tienen Acapulco. Esto no va a cambiar porque votemos.

—¿De veras no cree que pueda ser diferente?

—No, señora, esto lleva así mucho tiempo. Yo hasta me fui de aquí, porque no había nada. Me fui diez años pal norte. Y me regresé, y no sé a qué, está peor.

—¿O sea que no le iba bien allá?

—Pues me fue bien un tiempo, luego la cosa se puso fea. Ya ve cómo anda por allá. Creo que está peor que aquí, así que me regresé y ya no sé qué está más feo.

—¿O sea que le va mal aquí?

—Pues está muy de la chingada. Uno trabaja un chingo y nunca saca nada. Y todo tan peligroso.

—¿Le ha pasado algo feo?

—Pues no a mí, pero… así es todo aquí.

—¿Usted es de aquí, de mero Acapulco? ¿De qué colonia?

—Sí, de aquí, de La Mira.

—Híjole, o sea que le toca lo más duro.

—Pues sí, le digo que me vine del norte, ¿y para qué? De los que conocía, con los que crecí, muchos ya están muertos, otros ya se fueron, y los que nos quedamos aquí, namás es para andar así, chíngandole, y para nada.

—¿Le ha ido mal?

—Pues no puedo decir que mal, pero pues uno está jodido, no hay trabajo, uno le chinga y le chinga y nada. Aquí no hay nada. Ya se acabaron a Acapulco. (Su gesto es de mayor hartazgo que al comienzo.) Tá muy de la chingada, uno ya no sabe ni para dónde ir. ¿Usted no es de aquí, verdad? ¿De dónde es?

—De Toluca. Tengo poco viviendo aquí.

—¿Y cómo ve? ¿Cómo anda por allá?

—Pues yo creo que igual, señor. Aunque trabajo hay más, pero hay que competir por él. Hay mucha gente. Allá, por ejemplo, si uno se sube a un taxi así nomás, quizá no lo vuelven a ver.

—Ay, no, ¿cómo cree? No aquí no hacemos eso. Bueno, cuando pasa, es porque uno anda metido ya sabe en qué líos, pero no, aquí somos decentes.

—No, allá no. Allá lo asaltan a uno, o lo secuestran unas horas y luego van y lo tiran por cualquier lado. Y de lo demás, pues yo creo que ya se está poniendo igual, mire, se nota menos; por ejemplo, hace como un mes encontraron unos descuartizados allá.

—Híjole, no me diga. No pues sí está canijo ya en todas partes.

Nos acercamos al IMSS.

—¿Y entonces no va a votar? Insisto en mi pregunta inicial.

Se toma la frente con la mano derecha, ahora parece aún más harto, la tristeza en sus ojos es algo iracunda.

—No, señora. No. Nomás es perder el tiempo.

—Pues piénselo bien, vote por quién quiera, pero vote, de veras. A lo mejor nos va bien. Saco el dinero y le pago el servicio.

—Pues lo voy a pensar, pero no le prometo nada.

Taxi 4

Es por este señor que estoy escribiendo esto. Por su mirada llena de limpia ingenuidad costeña.

Era el sábado 19 de mayo. Lo recuerdo bien, porque era el sábado en medio del terrible festival de motos en la ciudad, el famoso Acamoto. En algún archivo del periódico, vi una foto de un Acamoto del pasado, la recuerdo porque me sorprendió la cantidad de gente reunida en un mismo sitio, impresionante. Pero ignoraba que este evento se celebra cada año. Para beneplácito de los moteros y para terror de quienes viven en esta ciudad. K y M, unas compañeras reporteras, me dijeron “si el sábado no tienes nada que hacer en la calle, mejor guárdate, porque por allí cerca donde vives se juntan los del Acamoto y se pone horrible, todos bien borrachos, luego tiran madrazos, pué, echan bala, su ruidero de las motos”. “Hasta encueradas hubo la vez pasada”, le reviró la otra. “Un asco”, concluyeron.

Pero el caso es que reacia como soy a los dictados de los demás, ese sábado salí. La verdad es que ni siquiera recordé la advertencia, hasta que fue momento de volver a casa.

El día fue agobiantemente caluroso, por lo que por la tarde mi amiga S, me mandó un mensaje:

¿Comemos juntas? Compro una pizza y luego te invito a casa a meternos a la piscina

Pues sí comemos, pero no sé nadar

Ay, la alberca de mi casa es chiquita

(A pesar de mi agilidad de tabique para las cosas del agua, con la pizza mediando y ante el calor, no dudé.)

Vale, te veo al rato. Yo pongo las chelas

Así pues, me fui con S a su casa en Caleta. Charlamos, comimos pizza, floté como renacuajo en la piscina que en efecto es muy pequeña, para inútiles que no saben nadar como yo, y nos carcajeamos toda la tarde. Todo era tan plácido que de pronto me percaté que eran casi las 11 de la noche y yo seguía allí como mantarraya. S me ofreció quedarme, pero ahora soy una esclava de la noticia que sólo descansa un día de la semana, así que muy a mi pesar, me negué, pues debo estar en la redacción a las 8 am. S me llevó hacia abajo de Caleta, a la Costera, y me vigiló hasta que abordé el taxi. Luego de dos unidades con las que intenté negociar y que se negaron a traerme a casa debido a que tendrían que lidiar con los dichosos ángeles del infierno, al fin, un tercero accedió a traerme por un pago justo.

Un vocho bastante des… vencijado, hasta rechinaba la madrola. Y un conductor muy particular. El señor era petiso, rechonchete, moreno, moreno, sudado, sudado, su cabello negro, lacio y de alambres, su cara sudorosa y cachetona, su nariz ancha, su gesto como de niño. Tendría como unos 40 años.

—Ay, señora, ¿qué anda haciendo tan noche?

—Pues remojándome, oiga (aún traía yo el traje de baño húmedo, con una bata encima, porque cuando me dí cuenta de la hora sólo quise llegar a casa), ya ve que estuvo dura la calor (no hablo así, pero me da la charlatanería e intento mimetizarme con los lugareños, aunque sé bien no lo consigo).

—Híjole que sí estuvo dura. Ire cómo ando yo.

Y que empieza.

—¿Y por quién va a votar, oiga?

—¿Ya tan pronto vamos a comenzar con las agresiones, señor?

—(Se ríe.) No, señora, cómo cree.Es para que no se nos haga pesado, oiga, porque a ver cómo nos toca allá adelante, capaz nos tardamos.

Por un segundo sentí como mis ojos comenzaban a hacer agua, me había encontrado a un ser puro, por pura casualidad, de alguna manera puro, de muchas maneras ingenuo y aún límpido. Quizá no es así, pero perdónenme, soy poeta, y a todo le hallo su lado romántico, pues.

—¿Por quién va a votar usted?

—(Sus ojos se iluminan con una chispa.) Oh, pues por el ése que no se puede decir su nombre. Dicen que es bueno, ¿no? Dicen que allá en México hizo muchas cosas. (Para quienes no son mexicanos sepan que en la provincia mexicana, cualquier mención a la Ciudad de México, es México.) ¿O usted cómo ve? ¿Usted es de allá, verdad? Se nota que es chilanga.

—Sí, señor más o menos. Pues sí, se supone que sí. Cuando Obrador gobernó la Ciudad de México hizo varias cosas buenas. No sé si todas, pero varias.

—Oiga, que dicen que les dan un dinero a las personas mayores. ¿Es cierto?

—Sí, señor, eso fue algo que hizo el Andrés este. Ya ve que ahora Anaya se anda promocionando como si él lo hubiera inventado. Si usted cumple 65 años va y saca su credencial de vejez, que no me acuerdo como se llama, y le dan una pensión, creo que cada mes. Y con esa credencial usted ya no paga transporte. Se pasa en el metro, en los camiones, y en otros servicios, así sin pagar.

—Ay, ¿de veras? Nombre, imagínese. ¿Y cómo cuánto les dan?

—Ay, señor, pues no sé decirle, pero calculo que como unos mil pesos al mes. No estoy segura.

—Entonces sí es bueno, Andrés. ¿Y qué más hizo? Cuénteme.

—Pues no sé, déjeme pensar. Pues arregló algunas cosas del metro, que creo que tenía desde que se construyó que nadie le había hecho nada, arregló algunas otras cosas del transporte, creó lugares para que la gente salga a divertirse, hizo que hubiera más trabajos, más servicios de salud, no sé, más cosas, pero por ahora no sé decirle…

—Ay, ¿a poco? ¿Todo eso? (Me dice mientras sus ojillos vuelven a brillar y se dirigen a un lugar lejano, dentro de su imaginación.) No, pues se imagina, si hizo cosas por la ciudad, que ya ve que está bien grande, ¿cree que pueda hacerlas con el país entero? Somos hartos. ¿Cree que pueda hacer algo por Acapulco? Con lo pobres que somos.

—Pues yo creo que sí, si se organiza, y si trabaja, no está fácil, hay que trabajar un montón, y luego fíjese, todas las ratas estarán encima de él. Así que estará más canijo. Oiga, pero México no es pobre, eso es lo que nos hacen creer, para que no nos quejemos.

—Sí, verdad. No ps es quiuno se acostumbra.

—No, ¿cómo que se acostumbra? O sea, sí entiendo lo que dice. Pero no hay que acostumbrarnos señor. ¿O a poco usted no quisiera una vida diferente, trabajar menos?

—No, pus como querer, quisiera, pero no se puede trabajar menos, si así con trabajos uno saca, ¿ora si trabajara menos? Oiga, pero usted que es de allá, cuénteme, cómo es México, ¿por qué sí es de allá, edá?

—Pues le digo que más o menos, es que soy de Toluca, que está pegadito.

—Ah, pues es casi igual, ¿no? Oiga, pero y ¿Toluca cómo es?

Fue en este momento cuando tuve la revelación. Me di cuenta, hasta este punto de la conversación, que este pequeño señor rotundo y reretostado por el calor, jamás había salido de Acapulco, no me atreví a preguntar, pero quizá ni siquiera había ido a Chilpancingo (a 105 kilómetros de distancia). Y aunque ya sé que esto puede parecer un comentario pedante, me conmovió mucho.

Comencé a pensar en que yo no podría ser como él. En que yo no podría vivir en un lugar, de alguna forma tan pequeño y limitado, y no moverme para saber que hay más allá. Comencé a pensar, sí, bastante pretenciosamente, en cómo podría ser la vida, vista desde una panorámica tan reducida, hermosa y soleada como la bahía. Por un segundo sentí como mis ojos comenzaban a hacer agua, me había encontrado a un ser puro, por pura casualidad, de alguna manera puro, de muchas maneras ingenuo y aún límpido. Quizá no es así, pero perdónenme, soy poeta, y a todo le hallo su lado romántico, pues.

“Puto Andrés, no sé quién eres, pero si nos fallas, cabrón, si nos fallas, hijo de la chingada… el karma de un país entero te va a caer encima desgraciado”.

El caso es que el hombre nunca ha salido de esta ciudad de unos pocos menos de un millón de habitantes (hasta 2010) y unos pocos más de tres mil kilómetros de superficie. Sigo sorprendida, la verdad.

—Pues no sé qué decirle, ¿cómo va a ser? Pues es montaña. Hace frío. Y tiene su volcán.

—Ah, sí, vedá, es lo que dicen. Oiga, pero sí hace frío, en serio, vedá. ¿A poco sí?

—Sí, de verdad. Mire, para que se dé una idea, hoy aquí estuvimos como a unos 32 grados, en Toluca, cuando hace frío, puede estar como a menos siete grados, o sea, siete grados bajo cero.

—Ah, numá… oiga, eso sí es frío, jijuesú… Pero que dicen que allá se tiene que bañar uno con el agua caliente, ¿a poco sí? Yo no podría, nunca me he bañado con agua caliente.

—(Mis ojos seguían acumulando agua, mientras trataba de disimular.) Pues usted dirá si se baña con agua fría en Toluca y con menos siete grados, no creo que aguante. Y luego usted, acostumbrado a estos calores, oiga, se me enferma, así que el agua caliente es obligatoria. No es de que le guste o no le guste.

—Sí, vedá… (Hace un gesto de estremecimiento con su cuerpo rechonchito.) Bbbrrrttt, no pus sí, se ha de sentir feo. ¿Oiga y Toluca está bonito? ¿Cómo qué tan lejos está de México?

Confirmo lo antes dicho. El señor bembón nunca ha salido de Acapulco, y comienzo a sentir una ternura confusa, este hombre de pelos sin sosiego es un ser puro del mar, un ser de sal y sol.

—No, qué va a ser bonita. De México a Toluca es como ir de Acapulco a Chilpancingo. Como una hora u hora y media manejando. Y pues Toluca está refea la verdad. Es que se les ocurrió poner el corredor industrial allí, entonces imagínese que hay una parte grande en la que hay puras fábricas y puentes y carros, y se hace un tráfico horrible. Aunque el volcán sí es muy bonito.

—¿A poco? ¿Cómo es el volcán? Cuénteme.

—Uh, pues es una montaña, como aquí los cerros pero más grande, para conocerlo hay que ir de pura subida, a pie, porque luego ya no suben los carros. Y hasta arriba hay dos lagunas, rodeadas de piedra volcánica. Una chica y una grande que se conectan. La laguna del Sol y de la Luna. Una vez me tocó estar allí cuando atardecía y en las lagunas se reflejaba todo el paisaje, como un espejo, era increíble, no sé si puedo describírselo.

—Ay, qué rebonito, oiga. Y hay nieve, edá, dicen…

—Sí, sí hay, en diciembre. El volcán se pone todo blanco.

Noto como sus ojos se vuelven a ir a ese lugar utópico que sólo él conoce, y me vuelvo a conmover, caray, cuántas posibilidades hay en la vida de conocer a alguien así, me pregunto.

—Oiga, pero entonces, si gana el Andrés (sus ojillos ya están en total chisporroteo), ¿usted cree que en Acapulco podamos vivir como en México?

—Oiga, en Acapulco ya vivimos como en México, la ciudad es muy parecida, el tráfico, los autos, pero ¿sabe por qué es más bonito Acapulco? Porque está el mar, eso hace buena cualquier cosa en esta ciudad. Y si gana Andrés, quizá lo que ganemos es que ya no haya tantos balazos, oiga; no se fíe de lo que le digo, quizá nos falla.

Comenzamos a arribar a nuestro destino.

Taxi en Acapulco
Un taxi en Acapulco. Foto: Augusto López Velasco.

—Quizá, verdad. Qué tal que nos sale como los otros ratas, oiga. No, pero no, señora, no hay que perder la esperanza, no cree. A lo mejor podemos hacer que Acapulco vuelva a ser bonito. Porque si no, pues ya no tenemos nada.

Para este momento, sus ojillos de niño ya refulgen de una luz ingenua… sí, la luz de la esperanza. Y no hablo de la esperanza de ya saben quién. No hay proselitismo en esto. Hablo de la esperanza real. De la esperanza de un hombre ingenuo, de la esperanza de poder salir de la pobreza milenaria, de poder vivir de otra manera, aunque ni él mismo sepa qué significa eso. La esperanza de que la vida, la realidad, sean otras, de otro color que no sea el rojo de la sangre que baña este puerto. Así a secas, la genuina… la esperanza.

Maldita sea. En este momento, ya me estaba yo bajando del taxi, sacando el dinero del bolso para pagarle. Y por fortuna, el señor no pudo notar que entonces sí, mis ojos no pudieron contener ya tanta agua, cuando le entrego el dinero, me desea suerte, me echa unas bendiciones. Se las respondo, escondiendo un tanto el rostro, porque ahora sí me corren dos lagrimones por las mejillas, abro la puerta con dificultad, la turbiedad de las lágrimas no me deja atinar a la cerradura. Abro, entro, subo la escalera pensando…

“Puto Andrés, no sé quién eres, pero si nos fallas, cabrón, si nos fallas, hijo de la chingada… el karma de un país entero te va a caer encima desgraciado”. ©

Rocío Franco López.
Una medusa tropical.

Rocío Franco López es editora, poeta y albañila. Es autora de No sé andar en bicicleta (Diablura Ediciones, 2014). Es ella.