CINISMO
La vuelta de tuerca al cine
En La vuelta de tuerca, de Henry James, no sólo ilustra un escenario donde la humanidad convive con espectros y donde una aparición inexplicable provoca que se te crispe la piel, sino también lo hace sobre un universo interno. Aquel que da morada al temor que el individuo puede sentir sobre sí mismo y sobre los pensamientos más oscuros innatos a la raza humana.
Por Rubén Gil

El 22 de febrero de 1891, Henry James escribió que para crear algo que valga la pena, el autor primero debe aclarar muy bien qué hay en la historia y qué desea obtener de ella. En ese momento se proponía escribir un relato corto, con una extensión no mayor a 10 mil palabras, en el cual se evidenciara la incompetencia de la burguesía inglesa, al enfrentar una crisis económica que los obligara a tener que ofrecer un servicio remunerado. Es decir, los malcriados que se ven obligados a trabajar (¡qué humillación!).
Siete años después Henry James escribió la novela La vuelta de tuerca, [1] una historia de fantasmas donde una institutriz se autoasigna el deber de salvar del mal sobrenatural a un par de niños inocentes. Ésta quizá sea una somera reducción de lo que acontece en esta obra de horror, y quizá también parezca que una historia no tiene relación con otra. Sin embargo, lo que aquí importa es que aquella pauta, respecto a la intención detrás de un texto, parece que se mantuvo constante en la poética del autor durante esos años finiseculares.
Precisamente la empresa de obtener algo más sustancial, un mensaje subyacente en la historia, que le otorgue un significado más profundo que el simple acto de narrar, hizo de La vuelta de tuerca un clásico del género que no sólo propuso un estilo de relato en la literatura, sino que también tuvo réplicas en el lenguaje audiovisual del cine.
«Debe ser una idea (no puede tratarse de una “historia” en el sentido vulgar de la palabra). Debe ser un retrato; debe ilustrar algo», opina textualmente James en sus notas en torno a la creación literaria. Y es justo lo que llevó a cabo en la obra con la cual experimentó dentro del horror.

En La vuelta de tuerca no sólo ilustra un escenario donde la humanidad convive con espectros y donde una aparición inexplicable provoca que se te crispe la piel, sino también lo hace sobre un universo interno. Aquel que da morada al temor que el individuo puede sentir sobre sí mismo y sobre los pensamientos más oscuros innatos a la raza humana.
Inquietante, perturbadora, llena de angustia de principio a fin, un relato espantoso por donde se analice. Quien se haya encontrado con La vuelta de tuerca en su experiencia lectora podrá utilizar cualquiera de los anteriores calificativos, para definir esta novela escrita por Henry James. No sólo, como he referido, a causa del uso de seres fantasmales para justificar el miedo, sino también como el temor de una realidad provocada por los deseos mórbidos, que yacen ocultos en el inconsciente de todos nosotros.
Escrita en 1898, La vuelta de tuerca fue una novela que no tuvo buena recepción en su época —o al menos no la merecida—. Con el paso de los años y gracias a la multiplicidad de interpretaciones que se le ha dado, es que se hizo de un peso que la volvió un modelo ejemplar del horror psicológico.
Es la novela que ha evidenciado el papel activo que juega un lector en el acto de comunicar y que está implícito en todo texto; construida de tal manera que el autor juega con el peso moral y los miedos de cada uno de los lectores que ha tenido a lo largo de la historia.
El individuo que toma la decisión de darle una oportunidad a esta novela termina por leerse a sí mismo; los acontecimientos que allí se van narrando toman un sentido distinto y particular que revela los juicios sociales y culturales con que se explica la historia.

James se valió de narrador, personajes, espacio, tiempo y acción como pistas de un acertijo que al resolver, se descubre la intención real de por qué contar esa historia, que es la idea que se quiere ilustrar. Justo esos conceptos estudiados por la narratología son aplicados de forma similar a la técnica narrativa cultivada por el escritor francés Guy de Maupassant.
Henry James era un lector asiduo de literatura fantástica —principalmente de aquella en la que se hablaba de fantasmas—, es probable que este gusto lo haya acercado a la obra del autor de El horla, maestro en el horror psicológico que sentó las bases del cuento de miedo moderno. James sigue sus parámetros para no sólo ofrecer una historia escabrosa, sino también para evidenciar lo monstruoso que habita en la mente humana.
Según la introducción de Mauro Armiño a la antología de cuentos completos de Maupassant, editada en 2011 por Páginas de espuma, la estrategia narrativa del francés consiste principalmente en «enganchar al lector desde el primer párrafo, no emplear barroquismos, sino al estilo llano, y, por último, mantener un tono cercano, familiar, un lenguaje sin florituras literarias y una sintaxis directa».
Esto se ve replicado en La vuelta de tuerca, principalmente en la explicación ficcional que se da respecto a cómo el lector conocerá la historia a narrarse. Un primer narrador la leerá frente a un grupo de amigos, directamente de un manuscrito en «desvanecida tinta» y con «la más bella caligrafía», escrito por una mujer que había muerto 20 años antes de celebrarse la reunión de la que parte la narración in extrema res.
Este primer testigo asevera haber recibido de la propia protagonista el documento, antes de que muriera. Esos datos aumentan un sentido de verosimilitud al texto, de familiaridad que, según lo que el mismo James afirmaba en sus escritos de teoría literaria, colocan al lector en un sentido de experimentación propia de la historia.
Nosotros, los lectores que habitamos esta realidad, vamos conociendo la historia a la par de los personajes que sólo tienen una intervención al inicio, como un vínculo creado justo para hacernos sentir parte de ese grupo de amigos que están a punto de escuchar la historia más truculenta de sus vidas.
La vuelta de tuerca se puede analizar mediante teorías psicoanalíticas, de género o sociales, concibiéndola como literatura fantástica o realista. Quizás es por estas cualidades que terminó por convertirse en un modelo replicado en la cinematografía, principalmente en thrillers psicológicos
De este modo, el narrador, que sustituye a la voz del novelista, garantiza que lo que va a contar está sacado de la vida real. Tras obtener esa verosimilitud que engancha al lector, comienza a otorgar cualidades a sus personajes que pueden ir dirigiendo su posible interpretación.
La institutriz protagonista, por ejemplo, resulta ser la más joven de varias hijas de un párroco rural, lo que la vuelve una mujer que creció en un entorno mayoritariamente femenino y moralizado por la influencia de la religión.
Tuvo que abandonar el seno familiar a los 20 años para dirigirse a Londres, donde atendería una oferta de trabajo que no podría resistir: criar a dos pequeños burgueses huérfanos que quedan al cargo tutelar de su tío, por lo que se enfrenta a un nuevo reto por primera vez sola, lejos de la familia.
Ella es contratada por un caballero apuesto, osado, amable, soltero y poderoso; todos estos calificativos señalados por la misma institutriz —pilluela— (según cuenta nuestro narrador testigo) evidencian, en diferentes ocasiones, que se siente atraída por su empleador: «Yo también estaba complaciendo […] a la persona a cuya influencia había cedido. Lo que yo estaba haciendo era lo que él había esperado de mí, y el que pudiera hacerlo me producía una alegría mucho mayor de lo que me había imaginado».
Los niños Flora y Miles son pieza clave en el significado de esta historia. En un comienzo eran criados por otra tutora que falleció (y a la cual reemplazará la protagonista) con apoyo de un peón, también muerto, que solía cortejar a aquella mujer.
A nuestra protagonista, Flora y Miles le provocan una curiosidad que llegará más tarde a convertirse en «una intensidad casi dolorosa», como ella misma afirma. Si su relación con ellos inicia siendo de admiración por lo bien educados y cultos que son para su edad, se va modificando conforme avanza la historia, hasta convertirse en entes pervertidos por la presencia de los fantasmas de los dos fallecidos.
Incluso, ella teme que los niños lleguen a corromperla. Esta maldad contrasta con lo hermoso, lo puro y lo tierno de los infantes. «Aquel aire indescriptible de no saber nada de las cosas de este mundo, fuera del amor». Ese encanto, que caracteriza a los pequeños Flora y Miles, es por el que llega a considerarse hechizada la mujer.
Respecto al uso del espacio, recuerda a una novela escrita por la británica Emily Brontë: Cumbres borrascosas. Esta novela, publicada a mediados del siglo XIX, no sólo incluye a fantasmas en su trama (aspecto que fascinaba a James como lector), sino que además es de autoría de una británica como él que, pese a que es de origen estadounidense, terminó por cambiarse la nacionalidad al final de su vida, luego de que pasara la mayor parte de ella en Europa.

La vuelta de tuerca coincide con Cumbres borrascosas en un aspecto: el espacio, el cual detectó Vargas Llosa como lector de Brontë. La naturaleza, los escenarios donde se suscita el relato, funcionan como una extensión del estado anímico de los personajes, son una reflexión de su interior.
La institutriz, por ejemplo, detecta «un viento amenazante» al conocer la residencia donde vivirá con los niños. Cuando la instructora, por primera vez, es testigo de la presencia de un ser espectral, el escenario vuelve a replicar el estado emocional del personaje: «Puedo oír de nuevo, mientras escribo, el profundo silencio que devoró todos los sentidos del atardecer. Las cornejas dejaron de graznar en el cielo dorado y la hora amistosa perdió toda su voz». Esta característica provoca que el lector cuestione hasta qué punto el ambiente es alterado por las fuerzas sombrías o si todo es una invención de la mente de la protagonista.
Para algunos un relato sobrenatural de fantasmas ejemplar, para otros, un drama psicológico justificado en su totalidad por elementos reales y concretos; la única certeza es que se trata de una novela valiosa por su multiplicidad de interpretaciones.
La adaptación de La vuelta de tuerca titulada Los inocentes. Estrenada en 1961, dirigida por Jack Clayton, con guión elaborado por William Archibald y el escritor y periodista Truman Capote, resulta un verdadero clásico del horror, y quizás una de las más tenebrosas películas de la historia.
La vuelta de tuerca se puede analizar mediante teorías psicoanalíticas, de género o sociales, concibiéndola como literatura fantástica o realista, y todas las variantes cuentan con argumentos válidos para justificar cualquier hipótesis. Quizás es por estas cualidades que terminó por convertirse en un modelo replicado en la cinematografía, principalmente en thrillers psicológicos, pues su fórmula consiste en generar un miedo tanto a lo desconocido por sobrenatural, como a lo oculto de nuestra identidad por amenazador o a la maldad que forma parte de nosotros y que está latente tanto en la inocencia de un infante, como en la impureza de los adultos que pervierten hasta la más decente de las personalidades.

Sólo por mencionar algunos ejemplos de cintas que retoman algunas de las propuestas de La vuelta de tuerca, diré que se encuentran El exorcista, El bebé de Rose Mary o La profecía. Estos tres clásicos del cine de horror tienen en común que recurren a la figura del niño como generador del terror, como seres que en el precepto de pureza logran ocultar una maldad inimaginable. Incluso coinciden en que los tres niños que estelarizan esas historias son la personificación del mismo demonio.
Por otro lado, se encuentra La mano que mece la cuna, que al igual que Henry James trastoca la concepción de bondad con la que se suele considerar a una mujer que dedica su vida al cuidado de hijos ajenos. En la película estrenada en 1992 se ve a una institutriz que aterroriza a una familia, impulsada por el ánimo de venganza.
Quizá la más similar a La vuelta de tuerca de todas ellas es la película de 2001, Los otros. En ella, una madre y sus dos hijos pequeños se enfrentan a la amenaza de fantasmas que asechan su casa. Sin embargo, la cinta al final da un giro inesperado, haciendo que todo lo expuesto en la trama sea visto desde una nueva óptica, lo que recuerda al significado que tiene el título de James.
Una de las más recientes producciones que presenta similitudes es la australiana Babadook. La mayor cualidad que comparten es jugar entre ambos mundos: el fantástico y el material, fundiéndolos a través de una historia en la que se desarrollan elementos como las apariciones fantasmales y monstruosas, junto con un estado alterado de la mente, motivado por los miedos personales y las historias de vida de los personajes. El temor no sólo es provocado por la extrañeza que generan los fenómenos sobrenaturales, sino también por el miedo al ‘yo’, a su desdoblamiento y a los impulsos de maldad que puede albergar nuestra mente.
Finalmente, queda recordar la adaptación de La vuelta de tuerca titulada Los inocentes. Estrenada en 1961, dirigida por Jack Clayton, con guión elaborado por William Archibald y el escritor y periodista Truman Capote, resulta un verdadero clásico del horror, y quizás una de las más tenebrosas películas de la historia.
Acerca al espectador a la interpretación más perturbadora que haya recibido La vuelta de tuerca, vinculada con la pederastia y las perversiones reprimidas de sus personajes. Sin ánimos de adelantar más detalles de este increíble filme no queda más que invitarlos a verla y a poner atención principalmente en las escenas más aterradoras, pues demuestran que no se requieren de grandes inversiones en efectos especiales para provocar miedo y, especialmente, miedo a nosotros mismos y a lo que somos capaces de hacer, convirtiéndonos en el peor de los seres monstruosos posibles.©
[1] La vuelta de tuerca de acuerdo con la traducción de Sergio Pitol u Otra vuelta de tuerca, según ediciones españolas. “Es como Perdidos en Tokio de Lost Traslation”, afirma el autor de este ensayo.
Rubén Gil es coordinador de Cultura en La Jornada Jalisco y editor de La Cigarra revista literaria.
