CINISMO

Érase una vez en el cine…

«Si piensan que esto que cuento es de lo más cursi y meloso, tienen toda la razón» afirma el autor de esta dos historia, «pero no hay que olvidar que desde el inicio se trataba de una película de amor, y que las mejores historias de amor son por antonomasia cursis, no hay que olvidarnos de ello».

Por Óscar Garduño

I

Entre mi ex pareja y yo, todo se había roto meses atrás. Nos vimos en medio de duras peleas, llamadas telefónicas de madrugada, borracheras estúpidas, gritos, insultos. En realidad ya ninguno de los dos estaba interesado porque en ocasiones no es tan sencillo volver a pegar lo que se separa de manera definitiva, y eso era algo que de manera dolorosa nos había quedado claro.

Recuerdo que cuando nos agarramos por última vez de la mano, al parecer comprendimos algo: teníamos historias distintas, la vida terminaría por arrojarnos a lugares totalmente opuestos. Nos habíamos equivocado al creer que había una hermosa historia de amor en común.

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500 días con ella. 

500 Days of Summer se estrenó y la fui a ver con mi ex pareja. Habíamos escuchado y leído que era una buena película. Yo llegué con mis precauciones. Por el título, pensé en un argumento cursi cercano al cine embarrado de caramelo de tantas y tantas películas estadounidenses.

En algún momento de la película los dos lloramos. No recuerdo ahora la escena. Creo que llorar es de lo más cursi que se puede hacer en una película. Quiero dejar en claro que no era que nos sintiéramos identificados con la trama ni lugares comunes por el estilo. Pero lloramos.

Me percaté que ella lo hacía porque en algún momento volteé y en la oscuridad admiré su hermoso rostro. Por sus mejillas corrían lágrimas, y también corría, sobre ellas, la luz de la película, esos inquietos claroscuros, de tal manera que vi las lágrimas sólo por instantes.

Si piensan que esto que cuento es de lo más cursi y meloso, tienen toda la razón, pero no hay que olvidar que desde el inicio se trataba de una película de amor, y que las mejores historias de amor son por antonomasia cursis, no hay que olvidarnos de ello.

En algún momento de la película los dos lloramos. No recuerdo ahora la escena. Creo que llorar es de lo más cursi que se puede hacer en una película. Quiero dejar en claro que no era que nos sintiéramos identificados con la trama ni lugares comunes por el estilo. Pero lloramos.

Terminó la película y salimos. Creo que esa tarde llovía, no lo recuerdo bien. Caminamos por el estacionamiento de la Cineteca en silencio. Ni siquiera intercambiamos opiniones de la película. Nadie se atrevió a hacer el primer comentario, quizá porque en cualquier momento el pasado nos iba a alcanzar como una granada que repentinamente  estallaría en nuestras manos.

Ahora ella tiene una hermosa niña que se llama Arantza y disfruta mucho del soundtrack de la película —que también compró en Blu-ray. Yo, por mi parte, aún llego los martes y los miércoles a la Cineteca. Encadeno mi bici verde en el estacionamiento, entro a una película y cuando tengo dinero de más, compro palomitas y un Boing de tamarindo. Luego, regreso tarde a un departamento lleno de libros, ceno latas de atún y no me espera ni una dulce esposa ni encantadores hijos.

Nos mintieron los griegos: uno escoge su destino… y también sus historias de amor.

II.

Once Upon a Time in America era la única película y además era pirata, la había comprado en la Lagunilla donde por fortuna todavía es posible conseguir muy buen cine. Un joven y carismático Robert de Niro, cuatro años después del que para mí es uno de sus mejores filmes: Raging Bull, mejor conocida como Toro Salvaje.

–¿Quieres ver una película?  —fue lo que le pregunté a esa mujer que significó tanto para mí. Con la que pensé en sostener una historia de amor feliz: los hijos, una esposa, vigoroso trabajo de ocho horas diarias con seguro social incluido.

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Toriiito Salvaje.

Estaba nervioso. Se trataba de nuestra primera cita. Todo había comenzado en la mesa de un Sanborns de Reforma, platicamos y mucho del futuro, de nosotros, de nuestros gustos, de teatro —¡demonios, cuánto le apasionaba!—, de lo imposible que es poseer una bola de cristal para divisar tras de su alquimia el futuro.

Si por esos días de otoño hubiera existido esa bola de cristal, habría podido ver la muerte de mi padre meses más tarde, creo que habría saltado del Sanborns para correr a la casa de mis padres y avisarles, ya me imagino la cara de papá: “¿cómo es que sabes que voy a morir?”.

Habríamos tenido más tiempo para despedirnos, para decirnos lo que nos faltaba, para perdonarnos. Pero no, la bola de cristal no llegó nunca, por lo que tampoco podíamos saber qué era lo que iba a suceder entre los dos una vez que decidiéramos enamorarnos hasta causarnos la destrucción, porque tal vez esa sea la receta para los amores más entrañables.

–¿Quieres ver una película? —fue lo que le pregunté a esa mujer que significó tanto para mí. Con la que pensé en sostener una historia de amor feliz: los hijos, una esposa, vigoroso trabajo de ocho horas diarias con seguro social incluido.

Terminamos en una pequeña bodega que hacía entonces de mi casa. Vivía lleno de tantos libros que los tenía que apilar recargados en la pared con el riesgo de que al azotar la puerta se vinieran abajo. Tres cajas de doce packs de cervezas hacían de sillas.

Había cucarachas que en cuanto encendía la luz corrían a esconderse. Borracho hablaba con ellas, les contaba mis preocupaciones, mis ideas para el siguiente capítulo de mi novela, lo mucho que quería a esa mujer y también les preguntaba por su increíble capacidad para sobrevivir a cualquier catástrofe, si era cierto eso de que en caso de una explosión nuclear ellas serían las únicas sobrevivientes.

A ella le dije que me acababa de mudar, que la semana entrante llegarían los muebles, que perdonara el tiradero. Para fortuna mía no apareció ninguna cucaracha; para mi mala suerte, en cuanto entró se vinieron varias pilas de libros abajo. Sólo había dos opciones para sentarnos: la cama o una de las tres cajas de cervezas, así que llegamos a la cama.

Le pregunté que si quería ver una película en mi vieja y pesadísima televisión a color Sony de veinte pulgadas. Me dijo que sí y nos acostamos. Permanecí inmóvil, no sólo nervioso, tenso, emocionado, por fin estaba ahí esa mujer, la que tanto me gustaba. No lo podía creer, en silencio agradecí a un dios en el cual ni siquiera creo… ¡a la mierda la película!, ¿quién iba a leer los subtítulos?, ¿quién iba a poner atención en la enorme música de Ennio Morricone?

500dias

Pasados unos minutos ella se levantó, me miró y sugirió: —¿y si nos quitamos la ropa? —por unos segundos supe lo que era morir de deseo, como dice García Lorca, exploté de emoción, de alegría, pensé no es posible que esto me esté pasando, alguien allá arriba me está pagando lo mal que me ha ido, espero pague más, porque miren que me debe, que venga hasta sin cambio, cualquier tontería. 

Duramos un año y hasta el día de hoy no he vuelto a saber de ella. Mejor así. En algunas ocasiones pongo la película y preparo café. Es difícil de explicar pero no es el filme lo que veo en esos momentos, me valgo de Once Upon a Time in America para recrear melancólicas, amorosas y destructivas escenas, y pongo Stop justo en lo que creo fue la parte en que nos encueramos. ©

Óscar Garduño (quema mucho el sol).
Mr. Garduño.

Óscar Garduño es escritor de libros —que están apunto de editarse—, periodista cultural en Replicantecolumnista en La Jornada Zacatecas y editor en El Sol de México.