CINISMO ACAPULQUEÑO
Vine de la montaña a la costa
Dejó la bella Toluca donde escribía bellos poemas para irse a vivir al sucio Acapulco. Ahora es redactora en un periódico con vistas al mar y aquí su historia de sudor y letras.
Por Rocío Franco

Hace justo nueve días que llegué a vivir a Acapulco. Ahora mientras estoy sentada sobre la colchoneta en la que duermo, con la computadora sobre las rodillas, rememoro todo lo sucedido en los últimos 30 días, y pienso en la relatividad del tiempo. Como decía Cortázar, en lo que puede pasar en un minuto mientras viajas en el metro. En todo lo que se derrumba y se construye cuando quieres cambiar de vida.
Hace poco más de 30 días estaba recogiendo unas pruebas del INAH, institución con la que por alguna casualidad del destino renové mi relación laboral de freelance (después de cuatro años sin saber de ellos), hace poco más de un mes estaba recogiendo otro libro en el Fondo de Cultura Económica, institución que ha sido mi proveedora de empleo durante los últimos cuatro años (y claro, no olvido a mi querido amigo VH, quien ha sido mi enlace directo allí y que tanto apoyo y afecto me ha brindado), hace poco más de un mes me llamaba mi habitual cliente, el Sr. R, que me provee al menos unos cinco libros al año para corregir estilo. Hace poco más de un mes estaba en charlas rimbobantes en un café de Toluca, con gente pedorra del ayuntamiento, y con mi otro buen amigo J organizando un encuentro internacional de poetas que se llevó a cabo con buenos resultados. También charlaba con mi buena amiga C acerca de cómo podría ayudarla a desarrollar un guión temático para el museo de sitio de Oaxtepec, Morelos. Terminé casi todo.
Hace poco más de un mes estaba terminando de mudarme de casa, luego de ocho años de vivir en la misma. Estaba padeciendo el cansancio de dos meses de planear el cambio, el embalaje, la limpieza, y la selección de objetos y posesiones, que haya a saber por qué se acumulan en la casa sin saber cómo, claro, hasta que uno decide (o el destino) que debes mudarte otra vez. Nadie sabe lo que tiene hasta que se muda de casa. El feng shui debería ser más eficiente y ayudar con mayor periodicidad a tirar basura, a escombrar, y a dejar atrás lo que ya no es necesario.
En fin, que hace poco más o menos de 30 días estaba yo en otro lugar, en otro ámbito y con otro clima.
Los pocos que tenían noticia de mi traslado a la costa preguntaban que cuándo, pues la mudanza se demoró varios meses. Los que no sabían nada al enterarse preguntaban o reclamaban asombrados. Y los más cercanos, aquellos que intentaban manifestar su afecto decían: “No, no te vayas, es una mala decisión”.
Pienso en todo lo que he hecho en estos cerca de 40 días y parece increíble. Es como si todo hubiese quedado atrás, como si los horarios, las fechas, las carreras, el estrés, los desvelos, el agotamiento, y el maldito dolor de espalda y de ojos le hubiesen sucedido a otra.
La mitad de quienes sabían que venía a Acapulco dijeron: “No vayas, estás loca”. Pero aquí estoy, y sí, sigo estando loca, y sí, me gusta ir a la contra.
Al final, hube de quedarme una semana más de lo esperado en Toluca, pues había adquirido compromisos a los que no podía faltar, un poco por necedad, otro poco por no dejar a los amigos colgados. Así que cuatro días antes de hacer la maleta tuve que buscar uniformes, cubrir una lista de útiles escolares, forrarlos y etiquetarlos. Conocer una nueva escuela secundaria. Organizar rutinas y agenda escolar. Asistí durante tres días a un encuentro de poetas en el que conocí a gente fantástica como siempre, y escuché algunas de las voces poéticas más impresionantes. Asistí también a una lectura de obra propia en una triste feria del libro, organizada por una desganada universidad. Entregué trabajos aquí y allá. Rasqué la panza de mi perrita todas las veces que pude, pensando en dejarle una dotación de cariño extra para mi ausencia. Charlé, aconsejé, reí, abracé y besé a mi hijo más de lo habitual pensando en lo mismo. Hice una no tan exhaustiva investigación comparativa acerca de los pros y los contras, del clima, de la distancia, de los costos y los gastos, de la seguridad y de la inseguridad, de la violencia, de la ansiedad, de la compañía, las amistades, de lo viejo y de lo nuevo. Todo un balance.
Al final, luego de casi seis meses de conversaciones y estiras y aflojas, y tres horas de organizar una maleta en la que no cabía todo lo que quería traer, y que terminó siendo dos maletas (porque no cabían los libros), abordé un autobús a las tres de la madrugada y llegué una mañana de sábado a Acapulco.
Una de las primeras sensaciones fue el calor. Venir de la montaña a la costa, decidir cómo vestir, para el viaje, para la comodidad, para tener cubiertos los cambios de clima fue también toda una odisea. Llegué cerca de las 10 de la mañana, con camiseta, suéter, gabardina y mascada, bajé del autobús adormilada, era la primera noche en casi 40 días que dormía seis hermosas, dulces y bamboleantes horas. Desperté cuando el camión daba la vuelta para entrar a la central camionera, llamé a quien debía llamar. A mis dos nuevos compañeros de trabajo que tenían la consigna de recogerme en la estación, llevarme a la casa que compartimos ahora, alimentarme y luego depositarme, al fin, en el tan cacareado empleo.
El calor me obligó a despojarme de toda la ropa que pude en cuanto bajé del autobús, la ansiedad a comprarme un cigarrillo (luego de un par de años sin fumar). Llamé a quien debía llamar, A y L aparecieron en dos minutos frente a mí, sonrientes y frescos con sus vestimentas de menos tela que las mías. Me llevaron a la casa: sin amueblar, “Hay que comprar una colchoneta dijeron”. “¿Cómo andas de hambre?”, dijeron. “Estoy hambrienta”, respondí. Y luego de cambiar mi ropa por una más fresca, una remojada de cara, una medio peinada y una cepillada de dientes partimos en el auto de don B (nuestro nuevo y amable vecino), al lugar en el que desayunamos.
Luego del calor, recuerdo la comida: basta, grasosa, picante, deliciosa. Unos chilaquiles inmensos servidos con un buen trozo de carne y un enorme vaso de agua de horchata. Los hábitos son infalibles, así que al final terminé buscando el café caliente de todas las mañanas. Partimos entonces al nuevo empleo. Al llegar F me recibió con su calidez de siempre: “¡Manita, qué bueno que ya llegaste! ¿Cómo estuvo el viaje? ¿Estás lista? ¡A darle!”
Y pues ha sido así que luego de nueve días, tengo un nuevo escritorio, con una nueva silla, con muchos cientos de nuevos textos para revisar y corregir y escribir. Es así como ahora me dedico a perseguir la noticia, a estar al día, a intentar redactar todo lo rápido que se pueda porque hay que informar y proveer a esa cosa, ahí frente a mí, a ese monitor que siempre está hambriento de información, que nunca se sacia, que siempre abre sus fauces para exigir catástrofes, políticos, sangre, crisis financieras y a veces obras de teatro y algún que otro personaje local y pintoresco. Hay que alimentar al monstruo.
La mitad de quienes sabían que venía a Acapulco dijeron: “No vayas, estás loca”. Pero aquí estoy, y sí, sigo estando loca, y sí, me gusta ir a la contra. Esto es como en el metro en la hora pico: lo mejor es ir siempre hacia el otro lado, de esa forma consigues no ser aplastado por la multitud ansiosa que clama su lugar en el reducido espacio.
Estoy en Acapulco, planeo y deseo quedarme aquí a vivir, un rato, no sé cuánto. Pero un rato. Vine de la montaña a la costa, vine a padecer el calor y a sudar como cerdo (ya sé que los cerdos no sudan, pero así se siente). Vine a ver de lejos el mar (a una calle de la redacción), mientras me dirijo al mismo lugar de siempre: una silla con un escritorio con un monitor al frente para hacer lo mismo de siempre: leer hasta que se me salgan los ojos, y seguir leyendo. Quizás esté loca, quizá tomé una mala decisión, pero de algo estoy segura: la palabra me protege. La palabra es el único dios que conozco. ©

Rocío Franco López es editora, poeta y albañila. Es autora de No sé andar en bicicleta (Diablura Ediciones, 2014). Es ella.