ESPISTOLARIO
El día que Jerome recordó a la mujer de su vida
El poeta y cineasta Adrián González Camargo, nos comparte y traduce al español otra carta del maestro Jerome Williams. Ahora es dirigida a la mujer de su vida: la señora Baumgarten. ¡Qué la disfruten!
Por Jemore Williams *
Apreciable Señora Baumgarten:
Usted no recuerda el día que nos conocimos. Lo sé porque alguna vez, tomando el té en casa de los duques de Godan, descubrí que usted había sido aquella mujer cuya indispensable belleza era apreciada en los salones de té de Yorkshire, en especial el Betty’s, cercano al antiguo calabozo de York. Cuando la vi, la reconocí de inmediato, como quien reconoce a la Mona Lisa en medio de la muchedumbre. Aquel salón Betty’s, que fundó el señor Belmont, era único porque nadie preparaba los pastelillos como el señor Belmont y porque de diez mujeres que asistían al salón, los rostros de diez quedaban en el olvido.
Ese día, usted hizo que el salón tuviera un nuevo instrumento musical: la maravillosa sonoridad de su risa. Verla reír, con sus pequeños ojos grises abriéndose como un abanico, parecía ser parte de un espectáculo que solo Verdi o Ravel pudieron haber ensoñado. Cada vez que yo escuchaba su risa, el mundo desaparecía y discurría en mis pensamientos, tratando de concluir si habría algún ruiseñor, un violín o cualesquier otro animal o instrumento entre los rincones de la tierra cuyo sonido pudiera asemejarse a su risa. No encontré respuesta para tal pregunta.
Hoy por la noche, cuando volví a casa, descubrí otro hueco en la laguna de su memoria, señora Baumgarten: los besos que nos hemos dado. ¿Los recuerda? He ahí el hueco y es inútil preguntárselo, puesto que esta noche sé que no los recuerda. Perdone que insista en preguntar: un beso se queda en la memoria como el final de una aria, el sabor de la crème brûlée por primera vez o la caricia de la madre en nuestra mejilla antes de dormir. ¿Recuerda esos momentos? Yo también, así como nuestros besos.
Sé que los besos no fueron accidentales. Pensé que el primero pudo haber sido, pero un beso seguido de otro no puede ser accidental. Ser resguardados en las habitaciones de la Duquesa de Inverness fue solo el preludio. ¿Recuerda los toquidos en la puerta? Yo necesitaba un poco de leña y usted me invitó a dormir en su lecho para poder combatir juntos el frío despiadado de Highland. Yo, por dentro, aprecié su falta de pudor. ¿Fui yo o usted quien despertó al otro, aquella noche de diciembre?
No lo sé, a veces la memoria es como un gato que no deja atraparse, aunque siempre esté ahí ronroneando. Despertar a media noche en Highland puede crear confusiones y el invierno es una época para que todo recrudezca. Sé que nos besamos y que mis manos sintieron su cuerpo. También sé que mi respeto por su primer esposo impidió que la cópula se consumara.
Pasaron meses. Pasaron años. Atestigüé su segundo matrimonio. Sé que no debo recordarlos, usted mejor que nadie sabe en qué veleidades se dirigen las aguas del matrimonio. Recibía sus cartas con esmero, paciencia, como quien espera el otoño para vestir al fin ese suéter de lana que tanto se atesora. ¿Guardará usted esas cartas? Yo tengo un baúl en donde guardo las suyas; sin embargo, hoy en esta tarde, extraje la primera y le prendí fuego con el leño de mi chimenea. Después encendí una pipa.
Sé que los besos no fueron accidentales. Pensé que el primero pudo haber sido, pero un beso seguido de otro no puede ser accidental. Ser resguardados en las habitaciones de la Duquesa de Inverness fue solo el preludio. ¿Recuerda los toquidos en la puerta? Yo necesitaba un poco de leña y usted me invitó a dormir en su lecho para poder combatir juntos el frío despiadado de Highland.
La tarde de hoy nos encontramos Usted y yo, señora Baumgarten. ¿Eso sí lo recuerda? Debo corregir: nos rozamos brevemente. Mi cuerpo palideció cuando se acercó al suyo. Recordé las montañas de Highland y pensé que habría sido lo mismo abrazarme de una piedra que de su cuerpo. Volvimos al Betty’s como vuelven de África los ruiseñores. No suelo querer abrazar a las personas. La vida me ha enseñado que mostrar sentimientos es sinónimo de vulnerabilidad. Es más seguro desnudarse en público que decir «te eché de menos». Cuando la vi sentada en el Betty’s, me vinieron a la memoria nuestros besos, aquel abrazo largo, los innumerables paseos a caballo y las risas después de fumar aquellos cigarrillos orientales. ¿Eramos personajes de alguna obra de teatro, adolescentes que esperaban despertar a la vida, o simplemente dos seres humanos que podían alegrarse de estar uno frente al otro?
Pregunté qué habría sido de Usted y sus recuerdos fueron compartidos por los míos. Nos habíamos escrito hace meses, cuando usted paseaba por Mónaco y el Betty’s escuchó cómo repasamos las cartas que nos hicieron reír sobre las fiestas en el lago Zürich. Recordé cómo mi vida dejaba ese terreno grisáceo de la lentitud y parsimonia cuando abría sus cartas y la sangre era un festín que provocaba que mi cuerpo escribiera las respuestas.
A la segunda jarra de té, parecíamos aquellos que nunca fuimos, repasando los eventos de nuestras vidas como visitantes a un museo. Tal vez comimos algunos gramos de más de pastries, pero qué importa cuando uno está frente a la mujer de su vida. Usted ya había decidido aplazar el tren y tomar el último a Londres. Cuando acercó su mano a la mía, supe que volvería a suceder. Encontrar mis labios en los suyos era como aprender a caminar en la oscuridad, solo por la guía del tacto y una fe interna que no requiere de la vista. Temblé, como la primera vez. Entonces, sucedió. El dolor me dejó sin movimientos en los músculos. Su mejilla fría terminó la sentencia que la inmovilidad de su cuerpo inició y que yo no pude observar. Mi intento por besarla recibió como respuesta su languidez. Mis labios no alcanzaron a rozar los suyos, apenas me acerqué y su mejilla se antepuso. Jamás había sentido tal desprecio hacia mi. Recordé la primera vez que asistí a una reunión de nobles, en un coto de los Alpes que prefiero no nombrar por honor a la discreción y buenas costumbres. Ni siquiera en aquel momento fui vejado, cuando me preguntaron los nombres de los lores que nos acompañaban. Tampoco se burlaron de mi en la Toscana, cuando pronuncié con defecto los nombres de ciertos pintores renacentistas. ¿Usted sabe, qué significan las buenas costumbres? Una de ellas debería ser no enamorar a un hombre sin corresponderlo. Otra, respetarlo.
Volví a casa con la cabeza mirando el suelo y mi aliento entrecortado. Me senté en mi escritorio y prendí el fuego de la chimenea; serví una copa de mi brandy más añejo y llené mi pipa. Mientras el fuego recorría las láminas del tabaco, imaginaba que era su cabello el que se incendiaba y por primera vez pude sonreír. Así comencé a escribir esta carta. Concluí que habemos hombres en el mundo que dispuestos a vivir todos los días para satisfacer a una mujer y que hay mujeres que dispuestas a ser veneradas sin ofrecer un solo beso a cambio. Quiero que sepa con la mayor sinceridad de mi corazón, Señora Baumgarten, que jamás he conocido a un ser tan egoísta como usted. Y que usted jamás recibirá el amor de un hombre tan bueno como yo.
Sinceramente,
Jerome Williams
York, Otoño de 1920
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* Agradecemos, una vez más, a Adrián González Camargo la exclusiva para Los Cínicos, así como la traducción del inglés al español de esta carta del escritor Jerome Williams dirigida a la señora Baumgarten.

Adrián González Camargo es realizador cinematográfico, escritor, traductor y locutor de radio, además de ser el primo lejano, pero muy lejano, de Alejandro «Genio» Iñárritu.