CINISMO TRÁGICO

Desgracia, un entredicho de los fundamentos de la nueva Sudáfrica

La descripción que Coetzee hace del flujo del odio es uno de los rasgos más desconcertantes del libro Desgracia, pues transforma el drama inicial (la caída de un profesor en desgracia) en una tragedia cósmica, que cuestiona los cimientos tanto de la sociedad post-apartheid como los de la misma era postmoderna y su individualismo acérrimo, sus moralismos sociales o sus activismos identitarios.

En la Sudáfrica post apartheid, una granjera blanca es asaltada por un grupo de jóvenes negros que saquean la casa y la violan. Una anécdota así de truculenta ya es material suficiente tanto para un panfleto supremacista blanco, como para una parábola moralista, redentora y políticamente comprometida.

En Desgracia (1999) , J.M. Coetzee evade hábilmente ambas opciones y nos entrega una visión extraña y enigmática de los mecanismos ocultos de la violencia en las sociedades del tercer mundo, y de la pesada convivencia entre torturadores y torturados en países con un pasado de odio reciente.

Esta novela es una de las mejores obras de Coetzee. El título en español, sin embargo, no trasluce el sentido real que tiene la palabra en inglés: Disgrace. Vergüenza o Deshonra serían dos traducciones más adecuadas, aunque ellas, en realidad, no reflejen la fuerte dosis de ambigüedad que impregna esta obra, que su título en español curiosamente si rescata, porque en el libro Coetzee evade adrede cualquier compromiso justiciero e incluso evita solidarizarse demasiado con las víctimas de la historia, de las que se distancia mediante un escepticismo melancólico, que se activa cuando el autor se les acerca y les cede de algún modo la voz.

Este distanciamiento voluntario impide, que al conocer sus reflexiones surja en el lector algún tipo de empatía hacia ellas. Una corriente de incomprensión fluye de ese modo entre éste y las víctimas, y de pronto, es también obvio, que ésta también fluya entre todos los personajes de la novela, entre el protagonista y su hija y entre el protagonista y los vecinos blancos y negros. 

Esa incomprensión se acentúa por la antipatía que Coetzee parece sentir por sus personajes. El protagonista, David Lurie, un profesor de literatura que ya ha visto pasar sus mejores días, ha fracasado como padre, intelectualmente no ha generado nada que valga la pena y su carrera languidece en un sistema universitario que desprecia o ignora las humanidades. Frustrado y escéptico, ocupa sus horas vacías en aventuras sexuales que por momentos rozan el acoso y la violación. Producto de una aventura de este tipo es denunciado, debe renunciar a su puesto en la universidad y refugiarse en el campo. 

Su hija Lucy, quien vive alejada del mundo, lo acoge. Lleva una vida retirada que parece obedecer tanto a la búsqueda de un paraíso perdido, como a la expiación de alguna oscura culpa. Su vida campesina transcurre solitaria y sin sobresaltos, aunque se mueva con torpeza en un mundo en el que ella es novata, pues no sabe trabajar bien la tierra, ni organizar una hacienda. Aunque eso poco le importe, se siente cómoda, en paz consigo misma y con sus vecinos y esto le basta.

Empero, la realidad irrumpe de pronto como un huracán: la granja es asaltada, ella es violada y su padre quemado. Ese asalto y la violación son el centro de la trama y precipitan y estructuran la historia. El asalto parece revelar una verdad que antes aparecía sugerida: el de un mundo que parece claro y directo, pero que de pronto se nos revela como críptico y cerrado.

Lo primero que impresiona de este mundo, más incluso que la violencia misma, es el odio. La descripción que Coetzee hace del flujo del odio es uno de los rasgos más desconcertantes del libro, pues transforma el drama inicial (la caída de un profesor en desgracia) en una tragedia cósmica, que cuestiona los cimientos tanto de la sociedad post-apartheid como los de la misma era postmoderna y su individualismo acérrimo, sus moralismos sociales o sus activismos identitarios.

La irrupción del odio sorprende ya que no nos la esperamos. En parte porque casi no se muestra en lo que siempre aparenta ser una sociedad del tercer mundo bastante normal, pero también porque en el mismo libro el odio es un tema tabú del que nadie quiere hablar, que se oculta y que se reprime pudorosamente y que estalla abiertamente en acciones que después todo el mundo, blancos y negros, niegan; unos por miedo al odio, otros porque se aprovechan de él y algunos más por la culpa o la vergüenza de pertenecer al grupo en el que éste empezó.

De ese modo Coetzee comprueba una paradoja que explica la extraña atmósfera de negación que transpira el libro: en el mundo de Lucy y el profesor Lurie, la víctima no sólo es víctima sino también cómplice de su propia degradación, no importa el color que tenga o de que clase social o etnia provenga. Lo es Lucy al no querer denunciar a sus agresores, al sacrificarse a sí misma con tal de no quebrar una paz social con la que ella se identifica; lo son los voluntarios de la veterinaria que asesinan a los perros que quisieran proteger; lo es el profesor Lurie que desquita su exclusión persiguiendo a sus alumnas. La paz social se revela así, como un orden perverso creado a partir de negar y reprimir socialmente las tensiones, y de tapar las heridas en una sociedad aun traumatizada por el furor de las antiguas políticas racistas.

En un mundo así, la justicia es peligrosa ya que quiebra la ley no escrita de la negación. Su peligro radica en que amenaza con romper la armonía, que la sociedad trata de imponerse a sí misma, y que la lleva compulsivamente a ignorar la verdad. No a negarla sino simplemente a ignorarla mediante la fórmula de ajustar los hechos a una serie de protocolos, que los resuelven y los explican de una manera aceptable para todos mediante un arrepentimiento y un castigo (o una compensación) pactados. Un juego al que el protagonista en un momento se niega a jugar.

Con su negativa a colaborar con las formulas que se le imponen, o en sus torpes intentos de lograr justicia para su hija, este reclama instintivamente su derecho a que los crímenes (los propios y los de los demás) sean juzgados, no en base a un moralismo mecánico, sino al reconocimiento y a una confrontación con la verdad y con los  hechos. Por eso, el dolor y las tensiones tienen en el libro, salidas extrañas y constituyen el lado oscuro y reprimido de todo lo bueno que aun parece quedar en ese mundo.

Por un lado, sospechamos que rasgos tan admirables como la laboriosidad y el emprendimiento campesinos tienen como trasfondo la ambición y la codicia, que los escasos intentos de reivindicación y justicia están guiados por ansias de poder personal, o que detrás de la necesidad de ascesis y de expiación de Lucy, se encuentra latente una pulsión autodestructiva a la que la violación parece ser funcional.

Por el otro lado, tenemos una serie de proyectos bienintencionados y fallidos que terminan impulsando y legitimando las desgracias que quieren evitar. Proyectos que se estrellan contra la pared de una realidad cuyos mecanismos son imposibles de entender porque parecen connaturales al mundo: protectores de los animales desbordados que terminan regentando verdaderos centros de eutanasia, hippies ingenuos enfrentados a su incapacidad como campesinos, creaciones musicales reducidas al absurdo en su confrontación con una realidad oprobiosa e incomprensible.

De este modo, la eutanasia de los perros vagabundos se convierte en un símbolo de los mecanismos de la desgracia. Y el destino de estos en su personificación misma. Estos deben ser asesinados, porque son muchos y son muchos, porque se reproducen sin control y no hay lugar para ellos en el mundo. Su destino desde su nacimiento está marcado y su sufrimiento está dentro del orden natural de las cosas, del mismo modo que el sufrimiento de Lucy queda justificado por la culpa de ser descendiente de los opresores, por la mala consciencia de ocupar una tierra ajena y quizás, también, por sentirse responsable del fracaso de sus propios sueños e ideales. Como los perros, Lucy, es una de los perdedoras naturales de un mundo cuyas reglas todos aceptan tal y como son.

Definitivamente, a mi parecer, la aproximación sinuosa del narrador a la historia es uno de los mayores logros de la novela, quien tiende a contar la historia de manera diferida y de explicar lo que pasa basándose en opiniones que siempre son puestas en entredicho por los hechos. 

Ayuda mucho la prosa sobria y desnuda de Coetzee, la cual crea una ilusión de objetividad que le permite al autor alejarse y acercarse a sus personajes sin que lo advirtamos. Le permite contar los hechos con la fidelidad de una cámara cinematográfica y cederle a los protagonistas las explicaciones.

De este modo, pronto sentimos que la novela está construida de retazos, de imágenes que aparecen y desaparecen sobre un fondo de una nitidez tal, que por momentos nos hace olvidar que quienes realmente nos están contando la historia la conocen tan poco como nosotros.

En cierto sentido, Desgracia parece poner en entredicho los fundamentos de la nueva Sudáfrica y de la reconciliación nacional que Mandela implementó y que para el autor parece más bien haber desembocado un mundo de prácticas corruptas ocultas bajo el manto de la buena conciencia de la armonía racial.

Así, los personajes aparecen retratados muchas veces a partir de las elucubraciones de los demás. Sus motivaciones, lo que hacen o dejan de hacer, su rol en la trama sólo podemos deducirlos siguiendo reflexiones que nos dejan siempre la impresión de que podrían ser motivadas por el miedo, los prejuicios o por un exceso de fantasía.

Las mismas respuestas que dan los personajes para explicar su propia situación son insuficientes y parciales, y a veces suenan como torpes intentos de autojustificarse (tal y como las explicaciones que da David Lurie para describir su propia rijosidad o la de su hija cuando trata de entender las razones de su desgracia).

Por estos mismos motivos, la novela plantea numerosas preguntas que quedan sin respuesta. ¿Por qué la estudiante se deja arrastrar a una relación con el profesor a pesar de que su acoso la asfixia y la destruye? ¿Qué motivación tenían los que asaltaron  la granja? ¿Solo el odio y la venganza? ¿Estamos ante un ataque misógino o un brutal robo? ¿Y por qué Lucy trata de encubrir el asalto? ¿Por qué acepta casarse con Petrus? ¿Por miedo? ¿Por culpa? ¿Por vergüenza? ¿Cuál es el verdadero rol de él en el asalto de la granja?

Petrus, el vecino negro de Lucy, es la misma encarnación de la ambigüedad y la figura más misteriosa de la novela. Es un personaje extraordinario en muchos sentidos y mucho más interesante que el mismo David Lurie. Es emprendedor, ambicioso, seguro de sí mismo y no parece llevarse mal con los blancos; nunca se enoja con nadie, mantiene sus distancias con todos y aparenta encarnar la armonía y el orden sociales. Sin embargo, el hermetismo del personaje y el hecho de que no formemos parte de su sociedad rural y africana, nos hace imposible conocer sus intenciones. Al final nos termina pareciendo el típico representante de un mundo, en donde cada rasgo amable y donde cualquier gesto afectuoso parecen contener un sentido oscuro.

Las sospechas hacia él se van acumulando a lo largo de la novela, sin que nunca podamos confirmar nada (e incluso estas a veces son negadas por la amabilidad que parece ser casi connatural a este personaje). Sin embargo, nuestro recelo va creciendo conforme vamos conociendo y compartiendo las dudas de David Lurie, y se afianza cuando nos damos cuenta que el personaje ha estado mintiendo. ¿Ha tenido que ver con la violación? ¿Ha planeado el asalto? ¿Busca expulsar a Lucy de su tierra? ¿Se está aprovechando de su desgracia? ¿O como la misma Lucy, sólo trata de mantener la paz social? Estas dudas se van volviendo poco a poco más y más opresivas, especialmente cuando queda claro que lo que está realmente en juego es la granja de Lucy, la que al final Petrus obtiene casándose con ella y ofreciéndole su protección.

Ya sea porque Petrus ha provocado el ataque, porque se está aprovechando de la indefensión de Lucy o porque (como ella misma lo piensa) en su mundo no hay otra solución, la adquisición de la granja y el matrimonio de Lucy y Petrus dejan el sabor a una victoria final de éste. Una que se construye encima de la derrota de Lucy y del fracaso de sus propios ideales de vida.

Representa también, en cierto modo, el final de una convivencia ingenua, basada en la pretensión que el hombre es bueno y que basta con abolir una injusticia, para que automáticamente también desaparezcan sus causas profundas, las prácticas que se han creado en torno a esta y las heridas que ha dejado.

En cierto sentido, Desgracia parece poner en entredicho los fundamentos de la nueva Sudáfrica y de la reconciliación nacional que Mandela implementó y que para el autor parece más bien haber desembocado un mundo de prácticas corruptas ocultas bajo el manto de la buena conciencia de la armonía racial.

Un mundo impuro en donde la justicia, la buena voluntad, las reivindicaciones sociales e incluso la pura venganza y la rabia más elementales encubren o se entremezclan sórdidamente con la ambición, la codicia y el afán de poder que parecen haber crecido en los espacios que la derrota del Apartheid dejo abiertos.

De este modo, en muchos aspectos, Petrus es como Nelson Mandela. Como él, Petrus proviene del mundo de los oprimidos. Como éste, él quiere una nueva Sudáfrica en la que vivan negros y blancos en paz. Como Mandela parece querer constituirse en el líder de ambos grupos. Y sin embargo, a diferencia de Mandela, Petrus parece aspirar a administrar la paz y la convivencia en función de su propio poder y a construir éste en base a la instrumentalización de los conflictos raciales. En cierto modo, Petrus es un antimandela.

Al final de la novela no parece quedar mucho espacio para David Lurie en el mundo. Ya no puede regresar a la universidad y sus intentos de obtener el perdón de la estudiante ultrajada por él tienen resultados ambiguos. Posteriormente, rompe con su hija y al fracasar su proyecto musical constata que su vida intelectual también ha acabado.

Como su hija busca refugio en la penitencia y quizás en la purificación personal. Su penitencia consiste en cargar los cuerpos de los perros sacrificados e incinerarlos, como una manera de otorgarles un entierro decente. Un castigo parecido al de Sísifo, que no tiene ni un propósito ni un objetivo claros y que sin embargo, hacia el final de la novela, encuentra en el estoicismo con que Lurie intenta aceptar lo inevitable y aliviar el dolor de las víctimas, algo de sentido y dignidad. 

©


Mi nombre es Carlos Herrera. Soy escritor, arqueólogo, historiador del arte y de las religiones y un gran consumidor de cine, literatura, teatro y artes plásticas. Me encantan la política y la actualidad internacional. Desde que me gradué en la universidad en el 2014 me he dedicado a escribir. Tengo ya dos libros publicados (ficción) y varios artículos
académicos aun por publicar. Escribo textos sobre diversos temas desde la política internacional hasta arqueología, historia y literatura. Mi hobby es coleccionar libros —especialmente libros digitales. Mi obra literaria está influí da por mis estudios de arte y arqueología, así como por mi fascinación por las mitologías indoeuropeas e indígena americana. Literariamente lo está por las literaturas medievales europeas, así como por las latinoamericana y estadounidense del siglo XX. Mis autores preferidos son William Faulkner, Gabriel García Márquez, Alejo Carpentier, Juan Rulfo y Mario Vargas Llosa. En mi trabajo se problematiza la relación entre naturaleza y los seres humanos así como los conflictos producidos por el encuentro entre diferentes visiones del mundo.