DIARIOS DE UNA PESTE
Poner en duda nuestros propios prejuicios
Pero no piensen esta «educación» o «formación intelectual», en el sentido de conseguir o acreditar grados académicos, sino de leer, cultivarse, pero sobre todo de observar otras formas de vida, de mirar más allá de ese microcosmos que habitamos en los cotidianos, que nuestros ojos alcancen una visión telescópica que logren superar, o al menos, poner en duda nuestros propios prejuicios.
Por Julieta Lomelí Balver

Hay una relación directa entre el cultivo del intelecto, o la formación educativa, y la disolución de «verdades absolutas», y del mal vicio que ello provoca: la intolerancia y la violencia.
Hay una relación directa entre la «educación» (paideia) como apropiación de contenidos, de información, de cultura, y la inadmisibilidad ética de intentar anular la identidad de los demás, o de vulnerar al prójimo, descarnándolo de su propia visión, intentando, por medio de la subestimación de sus creencias, imponer nuestras propias opiniones para entonces considerarlo digno de estar cerca.
Pero no piensen esta «educación» o «formación intelectual», en el sentido de conseguir o acreditar grados académicos, sino de leer, cultivarse, pero sobre todo de observar otras formas de vida, de mirar más allá de ese microcosmos que habitamos en lo cotidiano, que nuestros ojos alcancen una visión telescópica que logren superar, o al menos, poner en duda nuestros propios prejuicios.
Entonces es necesario salir de nuestra zona de confort, de ese usual círculo que, al ser afín a lo que uno cree, quizá tienda siempre a darnos la razón, a enaltecer nuestro ego. Formarse pues intelectualmente, también implica construir en todo momento una ética de la alteridad, una que esté abierta a la diferencia, que se interese en informarse de lo que sucede en lo lejano y cercano.
Entonces es necesario salir de nuestra zona de confort, de ese usual círculo que, al ser afín a lo que uno cree, quizá tienda siempre a darnos la razón, a enaltecer nuestro ego.
En pocas palabras, en esforzarse de verdad y con «ágape», con verdadero amor, a entender, o al menos, intentar entender al prójimo por muy «distinto», «complejo», estrafalario, dramático, o dogmático que nos parezca.
De hecho, en el esfuerzo de comprender el ser del otro, también corre la responsabilidad de no juzgar ni etiquetarlo a nuestros propios juicios de valor, que al final, no dejan de ser falacias.
Ninguna palabra mediada por una subjetividad unilateral, por una verdad «única y absoluta» desprendida de nuestra opinión, agota el ser del otro, ni logrará explicarnos ese universo infinito que significa su originalidad, su ser que es algo siempre completamente disímil a uno mismo.
Pero si preferimos juzgarlo de algún modo, siempre hay que pensar que a lo mejor, somos nosotros y nadie más lo que a otros ojos parecemos aún peor de cómo los hemos juzgado.
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Julieta Lomelí Balver Candidata a PhD en IIFs-UNAM. Colaboradora en Laberinto-Milenio y en Filosofía&Co (Herder España) Mujer de trasmundo. No es apta para “esta orilla”, pero sí para construir en granito una isla interior donde habitan monstruos marinos, amenazas metafísicas y todo un océano de excedente de sentido. Escribe ensayo y arrenda un piso en el costoso edificio de la filosofía.