CINISMO PRÓSPERO

Fahrenheit 451, la ciudad y los libros

En pleno siglo XXI, enfrentados como nunca a las amenazas del futuro, este silencio bradburiano gravita en torno al ciudadano de la era del internet con una relevancia inquietante.

Por Carlos Herrera Novoa

¿El libro de Bradbury que ya no huele a incendio?

Se cuenta que Walter Benjamin poseía una biblioteca de más de tres mil libros. Teniendo en cuenta que era un hombre quebrado económicamente, al que casi nadie publicaba y leía y con un matrimonio en ruinas, ese era su mayor tesoro. Posteriormente, los nazis confiscarían esa biblioteca y la destruirían. El filósofo, perseguido y prácticamente rodeado por la Gestapo, acabaría con su vida. Casi veinte años después de su muerte, en Fahrenheit 451, Walter Benjamin y su biblioteca volverían a ser perseguidos. Sólo que, en este libro, Walter Benjamin recibiría el nombre de Guy Montag, sería bombero y no filósofo, y en vez de coleccionar libros, los quemaría.

Publicada en 1953, Fahrenheit 451 aborda y desarrolla todas las obsesiones y pesadillas de su autor, Ray Bradbury: el apocalipsis nuclear, la degradación de la cultura por obra de fanáticos, la banalización de la vida y un miedo cerval por la tecnología y la cultura de masas. La novela ha inspirado dos películas muy diferentes y, junto a 1984 de Orwell y Un mundo feliz de Huxley, forma parte de la trinidad canónica de todas las distopías.

Sin embargo, como distopía, Fahrenheit 451 se diferencia en muchos puntos de esas otras dos. Por un lado, se centra más en el impacto de los nuevos medios de comunicación de masas sobre la cultura que en una proyección apocalíptica del futuro. En ella el autor no trata de abordar a la sociedad perfecta o al poder como temas ni tampoco trata de presentarnos algún tipo de pesadilla ideológica o tecnológica encarnada en la historia. Las preocupaciones de Ray Bradbury van por otro lado y los horrores que para él acechan en el futuro cercano tienen más que ver con la maquinización del ser humano y la brutalización de una civilización cuyo eje son la diversión y el espectáculo.

A diferencia de las distopías clásicas, Fahrenheit 451 no se articula en torno a una dictadura totalitaria. Ray Bradbury nos confronta en su libro con una democracia próspera y rica, un retrato de los Estados Unidos asentado en el universo social de una clase media pedestre y aburrida, en donde la mayor fuerza represora (la brigada de bomberos) es un cuerpo que languidece en medio de demostraciones rutinarias, cuyos miembros pasan sus monótonas tardes de servicio jugando cartas y hablando de banalidades. En la sociedad de Fahrenheit 451 los crímenes, tal y como los conocemos, son tan anormales que cuando ocurre uno, automáticamente se convierte en espectáculo público, es televisado y seguido como un reality show. La vida transcurre en una monotonía árida, pacífica y superficial, detrás de la cual destaca de manera hegemónica la cultura de masas en su forma más distorsionada y banal.

Esta hegemonía, a diferencia de la de otros mundos distópicos, parece no haber sido planificada por una mente o grupo de extraños a la sociedad, ni estar impulsada por alguna doctrina política totalitaria, sino más bien es el producto de una rápida extinción de las humanidades, dejadas de lado por una ciudadanía hastiada, que ha convertido la velocidad, las emociones rápidas y el espectáculo, en el centro de sus vidas y su razón de ser. Las humanidades (encarnadas en la novela por los libros) son relegadas de este modo a los márgenes sociales y sobreviven en la clandestinidad, en medio de las catacumbas culturales de lectores temerosos, vencidos por la hostilidad de sus vecinos y perseguidos por la policía.

Como metáfora de la cultura, la situación de los libros en la sociedad ficticia de Bradbury es paradójica. A pesar de su desaparición casi total de la vida social y de que a nadie parece hacerles falta, los libros son el único objeto de pasión y de rechazo entre los indiferentes ciudadanos de la ciudad distópica. Ellos les provocan miedo, los perturban, los incomodan, son la razón de ser de las fuerzas represoras del estado y la amenaza más visible para todo lo que la población considera civilizado y decente.

A pesar de su ausencia casi total, se los considera un peligro de primer orden, más real incluso que la guerra inminente (a la que nadie parece hacer caso), que los accidentes de tránsito o que la posibilidad de morir de una sobredosis de somníferos. Por esta misma razón, los libros son también un símbolo de redención para los rebeldes y disconformes de todos los pelajes. Ellos son la gran fuerza que impulsa al protagonista del libro, Guy Montag, a renegar de su vida y de su empleo y a transformarse en un atormentado disidente. Su presencia ahonda sus dudas, lo arrastra a una rebelión abierta contra su propia realidad y a una desesperada huida de su ciudad.

A pesar de su perturbadora actualidad, sesenta años después de su publicación, Fahrenheit ha dejado de ser una profecía válida. Como otras tantas novelas y películas de la postguerra, sobre ella planean las sombras de las quemas de libros protagonizadas por los nazis, la cruzada cultural McCarthista y el miedo al apocalipsis nuclear. Las (por entonces nuevas) tecnologías de la comunicación y el consumo de masas aparecían oportunamente para otorgarles a estos ladrillos el cemento con el cual, para muchos pensadores de la época, la sociedad occidental fraguaba su propia caída en el totalitarismo.

Con el objetivo de proteger a los ciudadanos de a pie de este peligro fantasmagórico existe el cuerpo de bomberos para el que trabaja Montag. Él es el encargado de encontrar y destruir los libros existentes, de evitar su difusión y de defender la felicidad pública. Su elemento más visible, el capitán de bomberos Beatty, es uno de los personajes fundamentales de Fahrenheit 451 y quizás el villano más enigmático de la ciencia ficción. Construido siguiendo el modelo del Mustafa Mond de Un mundo feliz o el camarada O´Brien de 1984, él también cumple la función de cancerbero lúcido del sistema. Su uso de la palabra lo convierte en uno de los represores más fascinantes de la ficción distópica. Uno que, a diferencia del gran interventor Mustafá Mond, no es directo ni pretende hablar con la razón de su lado. Tampoco es dueño del cinismo terrorífico del camarada O´Brien ni, como éste, pretende lavarle el cerebro a nadie. Su cinismo es más bien irónico y tramposo, lleno de una ligereza burlona compuesta de silogismos y citas eruditas, detrás de la cual siempre parece esconder sus verdaderos pensamientos. Como buen policía derrideano no busca convencernos de la banalidad de la literatura y el vacío de la palabra escrita. Según él, no lo necesita, pues la realidad y la historia están ahí para hacerlo por él, quien con un sarcasmo muy fino, acepta que ha leído mucho y, a la vez, con agudeza sofista nos encara la inconsistencia de un mundo de ideas construidas por textos que se citan a si mismos y detrás de los cuales no hay más que una estructura de fórmulas, que sólo se refieren a otras fórmulas en una nube sin final, arbitraria y retórica.

En contraste, tanto Montag como el profesor retirado Faber (la némesis del capitán Beatty) carecen de un discurso epistemológico estructurado que haga frente a los sofismas del jefe de bomberos. En medio de su pánico, ninguno puede articular un argumentación del todo coherente sobre los libros y el conocimiento en general. Su defensa de la palabra escrita es más bien emocional y orgánica y concuerda muy bien con la historia que se cuenta en la novela, cuya fuerza expresiva no radica en una victoria lógica de la verdad, sino en la delicada descripción del despertar de la sensibilidad de Guy Montag y en su empecinamiento por leer.

Ambos personajes, el capitán Beatty y el profesor Faber, se constituyen de ese modo, en la encarnación de los dos motores morales que hacen avanzar la historia y se disputan entre si el alma de Montag. Sus ideas representan, a la vez, las dos posturas ideológicas entre las que pivotean las dudas intelectuales del personaje principal. La postura del primero es relativista y escéptica. La del segundo es una propuesta humanista de corte romántico, que defiende el libro y el conocimiento por si mismos más allá de las contradicciones de sus discursos, del valor de verdad de sus ideas e incluso más allá de los odios y las fobias de los que los escribieron.

Para él (y para Montag o el mismo Bradbury), los libros, el conocimiento y la cultura son algo intrínseco a la existencia humana y su desaparición mutila irremediablemente a la sociedad. A diferencia del capitán Beatty, ellos sí creen que existe una verdad oculta en la masa de material escrito y también, creen que esta verdad puede surgir de la confrontación de los textos entre sí, de la reflexión y de su escritura y reescritura. A diferencia de Beatty, ellos no creen que su legitimación venga de las circunstancias sociales en las que estos aparecen. Ellos los sienten poseedores de un valor intrínseco, que supera la historia y es en el descubrimiento de ese valor donde se concentra el sentido de la vida.

La conclusión de esa lucha dialéctica precipita el final de la obra. Después de una huida desesperada, Montag logra refugiarse en una utópica comuna de lectores vagabundos, en donde los libros no son sólo información, sino también parte de la vida. Este final es predecible y lo recibimos con un alivio refrescante. Él nos brinda la certidumbre de que más allá de cualquier desgracia o caída en el vacío, existe en cada ser humano una humanidad intrínseca y perfectible, en la cual reside nuestra propia redención. A diferencia de Un mundo feliz o 1984, Fahrenheit 451 es un libro optimista.

Paradójicamente, este optimismo esconde hábilmente que la victoria de Montag y de Faber no es producto de un triunfo intelectual de las posturas librescas. Para lograrla, Montag y Bradbury, han tenido que asesinar al capitán Beatty con un lanzallamas y un ataque nuclear ha debido arrasar la ciudad distópica, sin permitirnos entenderla del todo o siquiera acercarnos demasiado a los mecanismos íntimos de su cultura de masas o a sus estructuras de poder. Éstas desaparecen detrás de la banalidad y la estupidez inocente de sus habitantes y el ruido provocado por las pantallas gigantes de televisión. Lo que queda ante nuestros ojos es un mundo que solamente podemos percibir entre líneas y cuya naturaleza parece darle la razón al capitán Beatty, pues si la vida de los hombres y sus creaciones (y por consiguiente los libros) son un vacío, ¿para qué torturarse y tomárselos en serio?, ¿por qué pelear por ellos?, ¿por qué complicarnos la existencia con ellos si ni siquiera valen el esfuerzo de entenderlos? Al fin y al cabo, divertirse no le hace daño a nadie. Los libros, en cambio, arrastran a los ciudadanos a la infelicidad.

Ray Bradbury nunca responde a estas preguntas. Tampoco lo hacen ni Faber ni Montag. Con sabiduría o torpeza, el autor deja estas preguntas en el aire. Sin embargo, a lo largo de la historia existen momentos que descubren la perversidad intrínseca de ese sistema distópico va más allá del cinismo y del escapismo banal, pues en él no se trata solo de jugar y embrutecerse. El primero, el suicidio de una disidente que se quema a sí misma con toda su biblioteca. Luego, la mujer del protagonista, envenenada con pastillas, muerta y vuelta a la vida, sin que se de cuenta o que esto le importe más que su peinado frente al espejo. Finalmente, la muerte de Clarisse MacClellan, la amiga desadaptada y soñadora de Montag, asesinada por una pandilla de adolescentes intoxicados por el tedio. Todos estos hechos nos sugieren que detrás de la renuncia a los libros (y a la cultura) hay más que un aburrimiento nihilista, hay también una pulsión tanática oculta que (como Montag mismo) no podemos más que presentir, como presentimos también que detrás de esa banalización lúdica de la cultura existe una huida desesperada de la superficialidad, del vacío y de la muerte. Una huida que no es muy diferente a la del protagonista, aunque en su apuesta por el aturdimiento y la velocidad esté completamente errada y, por consiguiente, condenada al fracaso absoluto.

La abrupta desaparición de la sociedad distópica deja en el aire otra de las cuestiones centrales de la novela: ¿cuáles son las razones por las que una sociedad democrática y rica, en donde los libros ocupaban un papel central, pudo llegar a caer en un estado de afasia de la magnitud descrita en Fahrenheit 451? De las explicaciones parciales e incompletas de los personajes no sacamos nada en limpio. De sus historias, de sus miedos y de sus alusiones deducimos que la sociedad distópica ha renunciado a pensar y a sentir por su propia voluntad y que, en un momento determinado, la afasia llegó a convertirse en sentido común.

Íntimamente ligada al descenso de su sociedad a los infiernos, se encuentra la insatisfacción de Montag de cuyos orígenes no sabemos casi nada. Ésta aparece desde el comienzo del libro, incluso antes de que sus conversaciones con Clarisse McClellan la alimenten y la extiendan. En Fahrenheit 451 la insatisfacción inicial de Montag aparece, de manera demasiado abrupta e inexplicable, en un hombre que ya lleva diez años quemando libros sin cuestionárselo nunca o sentirse afectado por ello. Su atipicidad no tiene ni antecedentes, ni un contexto claro que la expliquen.

Fahrenheit 451 (1966), de François Truffaut.

En pleno siglo XXI, enfrentados como nunca a las amenazas del futuro, este silencio bradburiano gravita en torno al ciudadano de la era del internet con una relevancia inquietante. Curiosamente, las dos películas basadas en la novela, cada una a su modo, han intentado llenar este vacío mediante el procedimiento de escenificar la acción del libro en un período anterior al de la novela, cuando la sociedad distópica aun estaba en desarrollo y la capacidad destructiva del cuerpo de bomberos se encontraba en su apogeo.

En la primera película de 1966, el director Fracoise Truffaut recurre a sus recuerdos de la ocupación nazi para otorgarnos un estilizado fresco de una dictadura empeñada en mantenerse en el poder borrando la memoria de la humanidad. En cambio, en la película del 2018, Ramin Bahrani se enfoca en los aspectos políticos del proyecto autoritario y trata de desnudar los mecanismos de descomposición cultural que se van generando en torno a la quema de libros. De este modo, en la primera película la profunda insatisfacción de Montag esta ligada a un prematuro y herético encuentro con los grupos de resistencia y con libros. En la de Bahrani ésta es producto de la mala conciencia, provocada por pertenecer a uno de los cuerpos represivos de un estado policiaco.

A pesar de su perturbadora actualidad, sesenta años después de su publicación, Fahrenheit ha dejado de ser una profecía válida. Como otras tantas novelas y películas de la postguerra, sobre ella planean las sombras de las quemas de libros protagonizadas por los nazis, la cruzada cultural McCarthista y el miedo al apocalipsis nuclear. Las (por entonces nuevas) tecnologías de la comunicación y el consumo de masas aparecían oportunamente para otorgarles a estos ladrillos el cemento con el cual, para muchos pensadores de la época, la sociedad occidental fraguaba su propia caída en el totalitarismo.

La realidad del siglo XXI no les ha dado la razón a los visionarios del apocalipsis. Ni las tecnologías de la comunicación, ni la sociedad de consumo han convertido ninguna democracia en una dictadura totalitaria. Éstas más bien parecen ejercer un efecto ácido que disuelve al estado y la sociedad moderna, atomizándolos en una comunidad de individuos anómicos. El siglo XXI ha demostrado también que el internet (y no las ahora inofensivas pantallas de televisión de los años sesenta) ha sido el catalizador de los cambios. Para Ray Bradbury (así como para muchos otros pensadores de su época) la banalización y la alienación de la vida tienen un componente físico directo y no digital. Este se refleja en el consumo, en la velocidad de los autos y trenes, en el movimiento sin descanso, en un continuo bombardeo sensorial y no en el desborde informativo que caracteriza nuestra época. Ray Bradbury no podía adivinar que sería la inflación de los textos y no su prohibición lo que nos acercaría a la pesadilla que se describe en su libro. Para él la información es sagrada y su flujo ilimitado es deseable.

Sin embargo, a pesar de esto, leer Fahrenheit 451 y confrontarla con nuestro presente más cercano nos deja una sensación de proximidad que va más allá de cualquier profecía, pues en esa novela nos reconocemos a nosotros mismos y, de algún modo, también a nuestro mundo. Situaciones concretas como la subida y la caída de Donald Trump, la locura del Brexit y el ascenso democrático de los extremismos, han demostrado el poder de las nuevas tecnologías para embotar nuestra capacidad crítica y nos remiten directamente a los miedos y a las obsesiones presentes en la novela. En Fahrenheit 451 también reconocemos la superficialidad de los tuits, el aislamiento digital, el aturdimiento de las redes sociales y las fakes news.

Los cuestionamientos del capitán Beatty resuenan en el escenario postindustrial como un texto entre líneas del que no somos del todo conscientes. En efecto, la cultura, las humanidades y, sobre todo, la literatura, han perdido gran parte del peso que tenían. No han desaparecido, pero su trivialización ya es visible, así como que cada vez haya menos gente dispuesta a tomarlas en cuenta.

El consagrado y vencido Walter Benjamín.

El leer y el escribir no son un placer fácil. Necesitan tiempo, mucho esfuerzo y concentración y exigen invertir buena parte de nuestro ocio en los libros. Económicamente, salvo que pertenezcamos a una minoría de autores consagrados o que trabajemos como profesores universitarios, leer o escribir buenos libros no nos van a dar dinero, no nos van a permitir pagar las cuentas, no nos van a ayudar a encontrar trabajo, ni nos van a salvar de la soledad. Como entretenimiento no se comparan con la rapidez y la rotundidad de las series de televisión. Tampoco nos van a hacer más felices y aquellos conversos que coloquen ambas actividades en el centro de su vida estarán condenados a terminar como Montag (y acaso como Walter Benjamin): peleados con su pareja, rechazados por sus amigos o arruinados económicamente. ¿Entonces por qué leer, si buena parte de la población ya vive ignorándolos? ¿por qué no deshacernos de los libros? ¿por qué no extenderles su certificado de defunción a las humanidades y convertirlas en piezas de museo?

Esta muerte de las humanidades por desinterés es la predicción principal de Fahrenheit 451 y empalma muy bien con proyecciones más recientes desarrolladas por escritores, críticos o pensadores como Harold Bloom, Mario Vargas Llosa, George Steiner o Nicholas Carr. Así, cuando Faber habla de las facultades de Humanidades cerradas por falta de estudiantes, no podemos dejar de sentirnos aludidos, de mirar a nuestro alrededor y de asentir con miedo. Frente a nosotros, la capacidad de reflexión, concentración, crítica y el espacio disponible para la percepción estética parecen irse apagando lentamente. Sólo podemos sentirnos aliviados de que la desintegración de las facultades cognitivas de la humanidad, sea aun porosa y que no esté marcada ni por la apatía ni por la indiferencia de los habitantes de la ciudad de Montag, sino que, como la desintegración de un átomo de uranio, vaya acompañada de la liberación de enormes cantidades de energía.

Pero más allá de cualquier referencia a nuestra propia realidad, Fahrenheit 451 es una hermosa novela que parece otorgarnos las palabras que necesitamos para expresar nuestro estupor ante las incertidumbres del futuro. Con ella nos es más fácil afrontar la transformación alquímica de la literatura en información, la aceleración de la vida y de la historia, el carácter amenazante de la masificación y la trivialización de la cultura.

La propia desesperación de Montag refleja nuestro malestar. Su drama nos conmueve porque el autor logra trasmitirnos su soledad, su inconformidad, su búsqueda de solidaridad y de verdadero contacto humano. En su angustia reconocemos nuestra ansiedad de hombres del siglo XXI y nuestros intentos de liberarnos de una vida marcada y medida como nunca por el dinero y el consumo. En sus ansias por leer y saber, sentimos que Guy Montag nos señala, aunque sea por un momento, que otro mundo, mas allá de lo más inmediato y lo más utilitario, no sólo es posible, sino que también es deseable y que tenemos derecho a él.

Mi nombre es Carlos Herrera. Soy escritor, arqueólogo, historiador del arte y de las religiones y un gran consumidor de cine, literatura, teatro y artes plásticas. Me encantan la política y la actualidad internacional. Desde que me gradué en la universidad en el 2014 me he dedicado a escribir. Tengo ya dos libros publicados (ficción) y varios artículos
académicos aun por publicar. Escribo textos sobre diversos temas desde la política internacional hasta arqueología, historia y literatura. Mi hobby es coleccionar libros —especialmente libros digitales. Mi obra literaria está influí da por mis estudios de arte y arqueología, así como por mi fascinación por las mitologías indoeuropeas e indígena americana. Literariamente lo está por las literaturas medievales europeas, así como por las latinoamericana y estadounidense del siglo XX. Mis autores preferidos son William Faulkner, Gabriel García Márquez, Alejo Carpentier, Juan Rulfo y Mario Vargas Llosa. En mi trabajo se problematiza la relación entre naturaleza y los seres humanos así como los conflictos producidos por el encuentro entre diferentes visiones del mundo.