ADELANTO EDITORIAL

Saltar una grieta

Esta es una historia de amor, reconciliación y búsqueda de la identidad; un viaje emocional por parte de la protagonista que la obliga a crecer y a tomar las riendas de su propia vida. Aquí un adelanto de la novela Saltar una grieta  de Ingrid Rossi, con autorización de la editorial Caligrama, la cual se presentará el 23 de mayo, a las 19 horas, en Casul. Casa Universitario del libro, UNAM, ubicada en Orizaba 24. Col. Roma, en la Ciudad de México. Participan Silvia Molina, Hernán Lara Zavala y la autora

Por Ingrid Rossi

I


Bruselas, 1995

1

Delante de Julia, los edificios se desmoronan. Crecen las ruinas. El agua sucia se cuela entre las paredes y arrastra lo que encuentra a su paso: un pantalón, una olla, restos de comida. Sobre los malecones flotan palmeras y faroles rotos. A lo largo de las calles hay coches aplastados por enormes bloques de hormigón. La gente se refugia en los techos de casas y hoteles, salta desde los balcones e intenta ponerse a salvo deslizándose a través de grietas y ventanas. Algunos lloran o gritan, pero la mayoría permanece en silencio. Hombres y mujeres de todas las edades se unen a los equipos de rescate para levantar piedras o formar cadenas humanas y distribuir agua y víveres a los que aún se hallan atrapados. De entre las montañas de escombros logran rescatar a niños y viejos, a personas en pijama o en ropa de fiesta. Por todas partes se ven las luces de las ambulancias, los socorristas cargando camillas y los cuerpos de los miles de heridos y muertos regados por el piso.

Frente a ella aparece el rostro cubierto de polvo de un bebé de alrededor de tres meses. Han conseguido sacarlo ileso de entre los restos de un edificio derrumbado dieciocho horas después
de la catástrofe. La gente vitorea a los rescatistas y llora emocionada, mientras que alguien pregunta por sus padres a través de un altavoz. Unos a otros se pasan el mensaje, pero nadie acude a reclamar al recién nacido. Finalmente, un enfermero lo toma en brazos y lo introduce en una ambulancia.

El terremoto, de una magnitud de 8.2 en la escala de Richter, se produjo en la madrugada del viernes al sábado y duró casi tres minutos. El epicentro se situó en el mar, a ciento cincuenta kilómetros de la bahía de Acapulco. Los daños afectan la zona comprendida entre Zihuatanejo y Puerto Escondido, aunque todavía es demasiado pronto para conocer el número de víctimas y el grado exacto de las pérdidas. Un tsunami impactó la costa del Pacífico, con olas de hasta cinco metros que ocasionaron inundaciones a lo largo de todo el litoral. Se han producido más de diez réplicas y se esperan muchas más…


Julia sabe dónde está México y también que su madre se encuentra allí desde hace unos días visitando a sus abuelos en la ciudad. Abraza al conejito rosa que duerme en sus brazos cada noche y permanece atenta a la pantalla, esperando a que digan algo sobre la capital. Las noticias hacen referencia a muchos lugares que ella no conoce, pero también a la bahía de Acapulco, donde estuvo una vez con sus abuelos en un hotel precioso. Julia lo busca en las imágenes y no lo encuentra. No reconoce nada en esos paisajes deshechos. Es como si la costa de México hubiera sido bombardeada por algún país enemigo. No quedan más que escombros; ruinas mojadas por el mar.

Se pregunta cómo es que las olas pudieron llegar tan lejos. ¿Es eso lo que hace un terremoto? Le fascina la palabra terremoto, quizá porque al pronunciarla, hace vibrar la lengua en el paladar e imagina cómo se mueve la tierra, cómo tiembla. Le viene entonces a la cabeza la primera estrofa del himno mexicano. Se la enseñó su madre el año pasado antes de un partido de futbol. «Mexicanos al grito de guerra, el acero aprestad y el bridón, y retiemble en sus centros la tierra al sonoro rugir del cañón».

—¿En dónde dijo? —escucha preguntar a su padre.

Julia se fija en la cantidad de niños que hay entre las víctimas y vuelve a pensar en el bebé que rescataron hace un momento. «Ojalá encuentren a sus padres», piensa sin apartar los ojos del televisor. Pone atención, pero las noticias no dicen nada sobre la Ciudad de México, sino que se centran en un pueblo al norte de Acapulco. Alguien le hace preguntas a una joven de veinte años a la que el terremoto sorprendió en una discoteca. «No sabíamos si estaba temblando o si era el efecto de la música y el alcohol. De repente la gente empezó a gritar y a empujar para salir a la calle. Unos instantes después se derrumbó el edificio. Todo sucedió muy rápido».


—Por supuesto que sé dónde está —dice su padre en español.

Julia no tiene idea de quién puede haber llamado a esa hora. Entiende que no es su madre porque su padre no se dirigiría a ella de esa manera tan formal. A Julia siempre le ha hecho gracia escuchar a su padre hablar español, quizá por su fuerte acento o porque a veces no sabe medir el alcance de lo que dice, como cuando suelta una grosería en un mal momento y su madre lo mira extrañada o se echa a reír. En general, cuando están los tres juntos hablan español, pero cuando se encuentra a solas con su
padre utilizan el neerlandés.

—¿En Zihuatanejo? No, mi mujer está en la capital.

Julia abraza al conejito con fuerza y continúa mirando con atención la pantalla. Extraña a su madre y le gustaría tenerla a su lado. Irene siempre la besa y la envuelve en sus brazos cuando se despierta durante la noche. Después la acompaña a su habitación y se acuesta a su lado hasta que ella se queda dormida.

—Sí, gracias. Buenas noches.

Al escuchar las pisadas de su padre en dirección al salón, Julia se da media vuelta para hablar con él, pero Bruno camina con la cabeza gacha y no advierte su presencia. Lleva los anteojos en una
mano y con la otra se frota los ojos. Dos grandes círculos de sudor manchan su camisa de vestir azul claro.

—Julia, ¿qué haces aquí? —pregunta al descubrir a su hija
frente a la televisión.

—¿Quién era? Me despertó el teléfono y bajé por un vaso de
agua.

Bruno no contesta, sino que se sienta en el sofá y le hace un gesto para que haga lo mismo. Toma el control remoto y apaga la transmisión. Julia se da cuenta de que está pálido. Se queda quieta esperando a que su padre le explique qué sucede.

—Hubo un temblor en México, más bien un terremoto.

—¿Mamá está bien?

Su padre la mira y Julia nota que tiene las mejillas enrojecidas y la frente brillosa.

—El terremoto se originó en el mar, cerca de Acapulco. Llamé a tus abuelos para saber si en la ciudad había pasado algo, pero no he podido comunicarme con ellos. Cuando suceden estas cosas, las líneas de teléfono a veces tardan un tiempo en restablecerse.

—¿Quién llamó entonces?

Bruno se demora en responder. A Julia le da la impresión de que su padre tiene la cabeza en otro lado y le cuesta trabajo concentrarse en sus palabras.

—Una persona del gobierno mexicano…

Julia, que acaba de ver las imágenes del terremoto, se pone nerviosa al escuchar las palabras de su padre. No puede dejar de pensar en los edificios derrumbados y en la cantidad de gente herida corriendo de un lado a otro para ponerse a salvo. La idea de que su madre haya podido estar en medio de esa desgracia no la deja respirar. ¿Cómo es que, si las líneas de teléfono no sirven, su padre recibió una llamada?

—¿Y qué te dijo?

—Me preguntó si sabía algo de mamá y le contesté que todavía
no había podido hablar con ella.

Bruno la sienta en sus piernas. Julia le describe lo que acaba de ver en las noticias y le cuenta la historia del bebé que los socorristas lograron rescatar de los escombros.

—La gente llamaba a gritos a sus padres y nadie respondía. ¿Y si están muertos? ¿Y mamá?

—Mamá no está en la costa. ¿Te fijaste en que el locutor no dijo nada sobre la Ciudad de México? Hay que tener un poco de paciencia. Lo más probable es que tu madre y tus abuelos se comuniquen con nosotros dentro de unas horas.

—¿Y si no sabemos nada?

—Entonces iré a buscarla.

—¿Y si no la encuentras?

—Por supuesto que la voy a encontrar.

Ante los ruegos de Julia, su padre accede a prender otra vez la televisión. Sin embargo, tanto las imágenes como las palabras del presentador son las mismas.

—Todo esto ya lo vimos. Es obvio que no hay nada nuevo —dice Bruno—. Creo que ahora lo mejor es irse a la cama para estar fuertes mañana por la mañana. Seguramente, tendremos noticias en unas horas, cuando se empiece a normalizar la situación.

A fuerza de ver una y otra vez los mismos edificios y las mismas playas, Julia se acostumbra a las imágenes que un momento antes la habían estremecido y piensa que tal vez los efectos del terremoto se limiten a aquello que muestra la pantalla. Poco a poco se convence de que su padre tiene razón: si no dicen nada sobre la Ciudad de México es porque ahí no ha sucedido nada. Se siente segura en sus brazos, así que, después de un rato, empieza a relajarse y respira con más tranquilidad.

Bruno apaga la televisión y se levanta del sillón para señalar que es hora de volver a la cama.

—Todo va a estar bien, chiquita.

Julia se deja llevar de la mano por su padre. Juntos suben la escalera y caminan hasta su cuarto. De pronto siente un cansancio inmenso; le pesan las piernas y los párpados. Con un bostezo, se acomoda en la cama junto a sus muñecos de peluche. Bruno le da un beso en la frente y le hace la señal de la cruz con el dedo pulgar.

Esos ritos cotidianos antes de dormir siempre le han gustado.
Cuando era más pequeña hacía todo lo posible para prolongarlos
al máximo.

—Me quedo aquí hasta que te duermas —la tranquiliza Bruno.

Julia le da la mano y cierra los ojos.

2

Bruno e Irene se habían conocido en una universidad de Madrid cuando los dos estudiaban el doctorado: él en derecho y ella en economía. Bruno se enamoró desde el primer momento. La invitó a salir cuando empezó el curso y desde el comienzo se dio cuenta de que embonaban perfectamente. Se pasaban el día juntos: discutiendo, paseando, estudiando y haciendo el amor.

Cuando acabaron los estudios, ella debía regresar a México y él a Bélgica, así que, sin pensárselo dos veces y sin ninguna oferta de trabajo sobre la mesa, Bruno le propuso matrimonio. Un año después se encontraban viviendo en Bruselas como recién casados. A Bruno no le había costado ningún esfuerzo conseguir un buen empleo. Tanto la Universidad Libre de Bruselas como un prestigioso despacho de abogados le hicieron ofertas después de un par de entrevistas. Era el candidato perfecto: buen estudiante, simpático y de buena familia.

Para Irene, en cambio, no había sido tan fácil, ya que no hablaba ni una palabra de neerlandés y en todos los puestos le pedían al menos conocimientos básicos de ese idioma. Finalmente, consiguió trabajo en un think tank que hacía estudios sobre política económica europea. Bruno recuerda lo nerviosa que estaba el primer día, las veces que lo llamó para hacerle preguntas y lo frágil que se veía cuando la dejó frente a la puerta del edificio de su oficina en la rue du Trône.

La palabra «Zihuatanejo» le sigue rumiando en la cabeza y no lo deja pensar con claridad. ¿Cómo puede ser que hayan encontrado documentos de Irene entre las víctimas del terremoto?

La última vez que hablaron por teléfono, su esposa le dijo que pasaría unos días con amigos de la carrera y que se reunirían en la casa de uno de ellos cerca de Tepoztlán. Cuando Irene decidió
hacer el viaje, le explicó que necesitaba ir a México para firmar unos papeles en relación con la herencia de su abuela. Él no había entendido por qué necesitaba ir hasta allá si se los podían mandar por mensajería y firmarlos tranquilamente en Bruselas. Le costó un rato comprender que ella deseaba viajar a México. La firma de papeles era una excusa cualquiera. Sabía que su mujer sentía a menudo nostalgia por no vivir en su país, así que aceptó que fuera, a pesar de que el momento no era idóneo, pues poco tiempo después de volver saldrían los tres de vacaciones.

Bruno entra de nuevo al salón y vuelve a marcar el número de la casa de sus suegros. Esta vez consigue que entre la llamada y se pone tenso al escuchar la voz del padre de Irene.

—Bruno, qué bueno que nos llamas. Llevamos horas queriendo hablar contigo, pero no servía el teléfono. De hecho, me sorprende que haya entrado tu llamada. Es a causa del temblor.

Sabes que hubo un temblor, ¿verdad? Más bien un terremoto, en la madrugada de ayer. Estuvimos horas sin luz y teléfono.

—Sí, por eso llamo. Quería saber cómo están todos.

—Bien, bien. Aquí en la ciudad se sintió muy fuerte a pesar de que el epicentro fue en la costa de Guerrero. No sabemos mucho, pero de lo que he oído, parece que los daños han sido enormes en
toda la costa del Pacífico.

Bruno escucha hablar a su suegro y no se atreve a interrumpirlo por temor a lo que debe decirle. La velocidad de sus pensamientos no corresponde con su manera lenta de reaccionar; se siente invadido por el miedo. Deja que continúe su suegro, quien, a diferencia de él, parece ansioso por contarle lo ocurrido.

—Se cuartearon algunos edificios en la Condesa y en la Roma; creo que incluso hubo algunos derrumbes. Nosotros estamos bien.

En la casa no pasó nada, solo el apagón de luz y la interrupción de las líneas de teléfono. Ahora parece que todo comienza a funcionar. Por cierto, para ti debe de ser tardísimo. ¿Sabes algo de Irene?

—No se ha comunicado conmigo y pensé que quizá ustedes sabían algo.

—No, pero me imagino que cerca de Tepoztlán no habrá pasado gran cosa.

—Quería hablar contigo también porque recibí una llamada de la Secretaría de Relaciones Exteriores para decirme algo que parece una locura… Afirman que encontraron el pasaporte y otros documentos de Irene entre las pertenencias de una de las víctimas del terremoto. No sé nada más. Me dieron unos números de teléfono, pero no logro comunicarme con nadie. Ellos piensan que puede ser Irene y me piden que vaya a Zihuatanejo lo antes posible.

—Irene se fue el miércoles a una reunión de exalumnos de la universidad.

—Sí, eso es lo que yo también creía…

—Su amigo Julio pasó por ella y, según tengo entendido, están en casa de uno de sus compañeros de la carrera, a las afueras de Tepoztlán.

Bruno se sienta un momento en una silla que se encuentra al lado de la mesita del teléfono y se da cuenta de que está empapado; siente la tensión en cada músculo y el terror que le sale por los poros.

—Me parece muy extraño eso de la llamada de la Secretaría… —dice Javier—. Voy a tratar de comunicarme con alguien para ver si me puede dar más información. A nosotros nadie nos ha dicho nada. Aunque, por supuesto, lo normal es que te llamen a ti. Te aviso en cuanto sepa algo.

Cuelga el teléfono y se lleva las manos a la cara. ¿Qué le dirá a Julia?

Prende de nuevo la televisión. Los daños en toda la costa han sido brutales. La zona de Acapulco es la más afectada, pero también otros lugares en Guerrero y Oaxaca. Los noticieros internacionales repiten una y otra vez lo mismo.

El grado y extensión del daño asciende a los billones de dólares. La mayoría de los aeropuertos de la zona costera han sufrido deterioros estructurales y suspendido sus vuelos. Muchas carreteras han quedado interrumpidas y los servicios de teléfono no se han restablecido en su totalidad. Una gran cantidad de ciudades y pueblos permanecen sumidos en la oscuridad. Se espera que el país comience a normalizarse en dos o tres días.

Después de dos horas por fin suena el teléfono. Es Javier.

—Me temo que no tengo buenas noticias. Irene no ha llamado y lo que he averiguado a través de amigos es que existe, en efecto, una lista donde se incluye su nombre entre las víctimas del terremoto. Creo que lo mejor es que vengas lo antes posible y vayamos juntos a Zihuatanejo a ver qué pasa.

Bruno compra su boleto y empaca una pequeña maleta. A las cinco de la mañana llama a sus padres para explicarles la situación y les pide que se queden con Julia hasta su regreso. Una vez que está todo listo, entra al cuarto de su hija y la despierta. Julia abre inmediatamente los ojos al oír la voz de su padre.

—¿Sabes algo de mamá?

—No, ni tus abuelos ni yo hemos podido hablar con ella
todavía.

—¿Y entonces?

—Me voy a México a buscarla. Tus abuelos están de camino y se van a quedar contigo aquí en la casa. En cuanto lleguen me voy al aeropuerto.

—¿Y cuándo regresas?

—En unos días, cuando encuentre a mamá.

3

Ciudad de México, 1995

El viaje es una tortura. Después de horas de no poder hacer nada más que darle vueltas en la cabeza a lo mismo, se abrocha el cinturón de seguridad para aterrizar en la Ciudad de México. Bruno está acostumbrado a llegar por la tarde o por la noche y esta es la primera vez que, perplejo, contempla de mañana la infinita sucesión de edificios y casas de esa urbe gigantesca.

Apenas han pasado dos días desde el terremoto, pero en el aeropuerto no parece que haya sucedido nada. Todo aparenta funcionar con normalidad. Bruno entrega la hoja de aduana y la persona que la recibe le ordena apretar un botón para ver si puede pasar directamente o es necesario que le revisen la maleta. Le toca la luz roja. Piensa que quizá sea una señal de mal agüero y después sonríe para sí mismo; eso es algo que pensaría Irene, no él.

No trae nada especial, así que lo dejan pasar enseguida. El aeropuerto es un hormiguero y la zona de las salidas está a reventar.

Los maleteros se disputan a los clientes. Hay niños con globos, personas con pancartas, anuncios de taxis. Hombres y mujeres alzan la voz para anunciar su presencia a conocidos y familiares que se encuentran todavía a muchos metros de distancia. Bruno atraviesa la muchedumbre con indiferencia mientras se pregunta qué hace ahí toda esa gente, por qué no están trabajando un lunes por la mañana.

Como convenido, en la puerta número ocho de las salidas internacionales localiza al chofer de su suegro, el señor Villegas, quien lo saluda con afecto y le informa que dentro de unas horas viajará con el señor Rovsar a Zihuatanejo. Le explica que, aunque el aeropuerto está medio deshecho, han conseguido rehabilitar algunas pistas. Bruno lo escucha sin poder sacudirse el sentimiento de irrealidad; la idea de que lo que está viviendo es un mal sueño, que Irene llegará a casa de sus padres y se sorprenderá al verlo ahí.

El tráfico es terrible. Llevan casi una hora en el coche. El señor Villegas le explica que están trabajando en una de las avenidas más importantes que va del aeropuerto al sur de la ciudad. Se mueve con pericia de un carril a otro y avanza lo más rápido que puede en aquel río de coches y cláxones. Mientras maniobra, le pregunta por Julia y le dice que siente mucho la falta de noticias acerca del paradero de la señora Irene.

—Es muy triste lo que está ocurriendo, pero usted confíe. Yo tengo la corazonada de que la señora va a estar bien. Ella siempre ha sido muy suertuda.

—Gracias, señor Villegas, esperemos que tenga usted razón.

Bruno se siente nervioso y le cuesta trabajo hacer plática. Pasan el resto del camino en silencio.

Unas horas más tarde Bruno y Javier llegan al Aeropuerto Internacional de Ixtapa-Zihuatanejo. Lo que han visto en la televisión se queda corto ante la espeluznante realidad. El aeropuerto prácticamente no existe y nadie controla sus documentos. Un hombre les informa que la costa ha sido declarada zona de desastre natural y de emergencia. El aeropuerto mismo es una locura; policías y militares se mezclan con el personal de agencias internacionales y con civiles desesperados por conseguir un lugar en los pocos aviones que obtienen permiso para despegar. Aturdidos ante el espectáculo que los rodea a su llegada, tardan un momento en localizar a la persona que ha venido a recogerlos y que sostiene un letrero en la mano que dice «Sr. Rovsar». Bruno y Javier se acercan a él, aliviados de contar con alguien que pueda orientarlos en medio del caos.

—Soy el licenciado Guzmán. Vengo de parte de la oficina del gobernador del Estado con instrucciones de ayudarlos a encontrar a la señora Rovsar. Síganme, por favor, tengo un coche afuera.

—Muchas gracias, licenciado Guzmán, le agradecemos su ayuda. Soy el padre de la señora Irene y este es su marido, Bruno Van den Velde.

—Tengo órdenes de llevarlos al lugar en el que se encuentran los cadáveres que se localizaron en uno de los hoteles de la costa donde entiendo que se hospedaba la señora Rovsar. Los equipos de rescate hallaron ahí su pasaporte y creen que uno de los cuerpos puede ser el de la señora. Lo siento.

El licenciado Guzmán les explica que, ante la gran desorganización que existe después del terremoto, los heridos se han repartido en diferentes centros de ayuda, hospitales y clínicas, mientras que los muertos se encuentran en la morgue local, pero también en escuelas y centros comunitarios.

—Hemos sufrido grandes pérdidas —dice con gesto
apesadumbrado.

—Lo sentimos —responde Javier de inmediato—. Espero que su familia se encuentre a salvo, licenciado.

—Gracias a Dios, mi familia está bien. Por suerte, no andaba nadie cerca de la costa. Toda esa parte está en ruinas. Creo que ni siquiera se permite el paso, solo a personal autorizado. Como verán, los caminos están bastante afectados. Hay lugares por donde no se puede transitar.

Bruno no puede creer lo que ve a su alrededor. Quedan pocos edificios de pie y hay montañas de escombros por doquier; cerros de distintos tamaños donde se mezclan pedazos de metal con bloques de cemento, tablas de madera, ropa y utensilios domésticos. Las pocas construcciones que aún se sostienen se encuentran en mal estado; a veces porque han perdido la fachada o porque los muros están hundidos o agrietados. El asfalto de las calles se encuentra levantado y roto en muchas partes. Los únicos automóviles que circulan son los que tienen el piso alto, como los camiones del ejército y los jeeps de distintas organizaciones no gubernamentales. Por todas partes se ven coches varados y gente a pie cargando bebés, arrastrando a viejos y niños o intentando poner a salvo las pocas pertenencias que han rescatado. Hay muchísimo polvo en el aire y el licenciado Guzmán les entrega a cada uno un tapabocas. Bruno no se atreve a pensar en nada; su mente apenas comienza a registrar la magnitud de la catástrofe. Lo invade el miedo, pero intenta no demostrarlo y se mantiene
callado, rígido.

Al llegar a la camioneta, Bruno se acomoda en el asiento de atrás y su suegro aprovecha para sentarse junto al licenciado y seguirle haciendo preguntas. Los paran en un retén militar en la carretera, pero el licenciado Guzmán enseña los papeles y los dejan pasar de inmediato. Por fin llegan a un edificio que parece ser una escuela.

Los atiende una mujer con uniforme de policía, que les pregunta por la persona que buscan. Dan el nombre de Irene. Acto seguido, la mujer hojea los papeles que tiene en la mano. Finalmente, localiza el apellido Rovsar y les pide que la sigan. En un salón grande de la escuela, lo que parece ser un salón de actos o un gimnasio, se encuentran repartidos en el suelo miles de cuerpos, dispuestos en bolsas de plástico negras marcadas con un número. A pesar del aire acondicionado, los invade un olor a descomposición, caliente y chicloso.

Bruno siente náuseas y se aprieta el tapabocas con la mano. ¿Será uno de esos cuerpos el de Irene?

Siguen a la mujer policía hasta un cuarto aledaño al gimnasio, lleno de ficheros improvisados. Ella busca entre los papeles hasta que da con el expediente 833. Lo saca, lo revisa y, finalmente, extrae
unas fotos y se las muestra.

—Antes de enseñarles el cadáver quisiera que examinaran las imágenes que se tomaron del cuerpo, así como la ropa que llevaba puesta la víctima.

La mujer les explica que también tienen clasificados algunos efectos personales que se hallaron junto al cuerpo y les aclara que hasta el momento no han recibido los resultados de las huellas dactilares ni los perfiles de ADN. Insiste en que la identificación de la víctima se hizo, únicamente, según la foto de un pasaporte que se localizó junto con lo que se presume eran sus pertenencias.

—Como ustedes se imaginarán, estamos trabajando a marchas forzadas y en condiciones no óptimas. Vamos primero a revisar el expediente. Bruno toma las fotos que le extiende la policía y las observa
con detenimiento. Se trata de una mujer de más o menos la misma complexión y edad que Irene, pero con rasgos distintos.

—Esta no es mi mujer. Esta no es Irene Rovsar.

II

Ciudad de México, 2015

1

La Fuente de los Coyotes, en Coyoacán.

Julia aceleró el paso para no llegar tarde a su cita con el doctor Martínez. Era la primera vez desde que estaba en México que iba a reunirse con un amigo de la familia y no quería quedar mal. Todavía tenía que cruzar la gran plaza del centro de Coyoacán para llegar al café donde habían quedado y eran ya casi las diez de la mañana.

Por suerte, desde hacía algún tiempo, ya no había vendedores ambulantes en la zona. La delegación los había reubicado en otro lugar y ahora se podía atravesar con mayor facilidad y sin el acoso constante de marchantes exigiendo la compra de alimentos o chucherías.

Julia no se cansaba de andar por ahí. Le gustaba esa plaza con su atmósfera bohemia, sus jardines y edificios coloniales. Por segunda vez en el día pasó la Fuente de los Coyotes. Desde que había oído decir que Coyoacán significaba lugar de coyotes en náhuatl, se fijaba en los dos animales de bronce que coronaban la fuente y que parecían mirarse entre los chorros de agua. Tomó la calle Francisco Sosa y llegó jadeando al merendero Las Lupitas. No había mucha gente, así que no tardó en darse cuenta de que su cita todavía no estaba ahí. Se sentó y pidió un café. Prefería llegar primero, familiarizarse con el lugar y tomar el control del espacio antes de encarar al amigo de sus padres.

El merendero era pintoresco. Se encontraba en el piso bajo de una casona colonial y estaba decorado como un restaurante de pueblo, con sillas de madera pintadas de colores, losetas de barro en el piso y papel picado colgado del techo. Se lo recomendaron muchas veces y lo había visto desde fuera en incontables ocasiones durante sus paseos solitarios, pero nunca había entrado.

—¿Julia?

Un hombre de unos cincuenta y cinco años se acercó a ella. Llevaba lentes, el pelo canoso un poco largo e iba ataviado con pantalones de pana y camisa de vestir.

«El cliché del académico», pensó Julia mientras sonreía al desconocido, que le daba un beso y se sentaba frente a ella.

—Qué gusto, Julia. ¿Hace cuánto tiempo que no te veía? ¿Diez años? ¡Cómo te pareces a tu madre, qué barbaridad! —dijo el doctor Martínez, mientras apoyaba la barbilla en unas manos blancas y regordetas que a Julia le parecieron un poco afeminadas—. Pero, a ver, vamos por pasos, ordenemos primero, me muero de hambre. ¿Tú ya desayunaste? Aquí los huevos norteños y los frijoles meneados son buenísimos. ¿Los has probado?

Julia negó con la cabeza, un poco desconcertada ante la vitalidad abrumadora del doctor Martínez, que al mismo tiempo que le hacía todas esas preguntas le clavaba unos ojitos intensos y curiosos que la examinaban con atención científica.

—Pedí un café, pero me gustaría comer algo —dijo Julia, acomodándose el pelo lacio y oscuro detrás de las orejas.

—Perfecto. También tienes que probar el atole que hacen aquí. El mejor de la ciudad.

El doctor Martínez levantó la mano para llamar la atención del mesero y, cuando este se acercó, ordenó el desayuno de los dos. Una vez pedido todo, volvió a apoyar los antebrazos en la mesa e hizo un movimiento hacia delante con el torso, como si quisiera tocar la frente de Julia con la suya.

—Cuéntame, Julia, ¿cómo te trata México?

Julia, instintivamente, pegó la espalda al respaldo; la incomodaban las confianzas excesivas.

—Muy bien. Llegué hace unos meses. Me dieron la beca de cooperación científica entre México y Bélgica para hacer una investigación sobre Carlota de Habsburgo. Terminé ya una parte en Lovaina y ahora estoy haciendo la otra en el Instituto de Investigaciones Históricas de la Universidad.

El mesero dejó en la mesa los platos. Julia, que no había entendido lo que eran los huevos norteños, respiró aliviada al ver que se trataba de huevos estrellados cubiertos con una salsa de chile y un poco de queso. Se veían deliciosos.

—A ver qué te parecen. Espero que aguantes el chile porque aquí hacen la salsa muy picosa.

—Me gusta el chile, lo he comido desde niña —respondió Julia un poco más relajada ante la presencia de la comida y la posibilidad de desviar la mirada hacia su plato.

—Tú sabes que yo publiqué un artículo donde hablo de Maximiliano. Qué figura curiosa, ¿verdad Espero que te hayan dado acceso a documentos importantes. El doctor Martínez cortó y revolvió todos los alimentos de su plato hasta formar una masa uniforme que se metía en la boca en grandes cantidades y después masticaba con fuerza.

—Sí, de hecho, he pasado mucho tiempo en el Archivo Nacional —contestó Julia, evitando fijar la vista en la boca llena de su interlocutor.

—Qué bueno. Me parece vital en una investigación como la que estás haciendo consultar los archivos de primera mano.

También que estés aquí y que respires el mismo aire que respiró Carlota. Tienes que impregnarte del lugar, de su gente, de sus olores. Es la única forma de darse cuenta de verdad de lo que vivió Carlota estando aquí. Sabes que puedes contar conmigo para lo que se te ofrezca. El director del Archivo Nacional es muy amigo mío. Pedro Suárez, ¿lo conoces?

Julia negó con la cabeza. Desde que había llegado a México todo el mundo quería presentarle a sus amigos.

—No, no lo conozco, pero le agradezco su interés.

—Por favor, Julia, háblame de tú. No te acordarás, pero yo te conocí mucho de niña, cuando viví en París e iba a visitar a tus padres a Bruselas. Qué bien la pasamos. ¡Y qué capacidad de tu padre para beber whisky! Nos dejaba tirados a todos. También te vi alguna que otra vez de adolescente. Eras una niña tímida, ensimismada. Recuerdo que en esa época tenías unas peleas feroces con tu madre.

Julia se pasó la mano por el pelo. Era una manía suya cuando no quería hablar de algo. No tenía ganas de que el doctor Martínez le hablara sobre su madre y menos de que comenzara a hacerle preguntas o, peor aún, confidencias.

Julia había creído que la beca le daría la oportunidad de alejarse de Bruselas por un tiempo y llevar una vida más independiente, pero a veces pensaba que había sido un error elegir el país materno. En México, más que en ningún otro lado, su identidad se definía a través de la de su madre. Julia era la hija de Irene Rovsar y se daba cuenta de que a los mexicanos les encantaba indagar en
su historia familiar para encontrar puntos de reconocimiento.

C

Ingrid Rossi, nació y creció en la Ciudad de México. Estudió Derecho en México y después realizó estudios de posgrado tanto en Estados Unidos como en Bélgica, país en el que reside desde hace veinticinco años junto con su marido y sus tres hijos. Saltar una grieta es su primera novela.