CINISMO
Segunda entrega de los huevos plateados del Fénix
Los Fénix debieran integrar a los espectadores y no sólo al gremio iberoamericano, así harían honor a su nombre y auxiliarían a que las producciones fílmicas de estos países resurgieran de sus cenizas… y no quedarse en un plateado huevo de avestruz que esconde la cabeza de los cinéfilos de la región.
Por Sergio Raúl López

La fibra correosa y en gradual pero granítico aumento que significa la cinematografía chilena, encontró corroboración a su prolijidad en la segunda entrega de Premio Iberoamericano de Cine Fénix realizada la noche del miércoles 25 de noviembre, en un vuelto búnker, ya que el cuarto largometraje de Pablo Larraín, El Club, se alzó con cuatro huevos plateados –que tal es la forma del trofeíto que se entrega–, incluyendo las dos categorías principales: Largometraje de Ficción y Director –en exótico y curioso empate–, además de Guión y de Actuación Masculina, para el intérprete fetiche del realizador, Alfredo Castro —ha aparecido en Tony Manero, Post Mortem y No, además de la actualmente galardonada. Otra producción, ahora colombiana, El abrazo de la serpiente, de Ciro Guerra, logró otras cuatro categorías en terrenos técnicos, además del ex aequo en Dirección: Fotografía, Música y Sonido, en un regreso consistente y contundente desde su anterior Los viajes del viento.
Pero la palabra búnker no hizo su aparición en sentido figurado ni metafórico, sino como un muy real enclaustramiento de los cineastas regionales aislados contra toda la megaurbe defeña, pues la calle de Donceles —emblemático paseo de librerías de viejo—, estaba clausurada para los viandantes y para el posible público, clausurada en su totalidad por un vallado de al menos dos metros de alto y con decenas de guardias de seguridad custodiando la zona de aquellos que no fuesen parte de la familia de dilectos invitados, ataviados de gala y dándose efusivos abrazos y besos entre ellos.


Y es justo ese sentido de aislamiento, de club de los escasos, de elitismo clasista y racista tan propio de la región, es lo que perturba, el que causa desazón, pues estoy seguro que más televidentes observaron la transmisión en vivo en pantallitas o pantallotas, que los cinéfilos que acudieron a ver la veintena de cintas de la región, nominadas en esta segunda entrega. La importancia, más lingüística que geográfica, de la región, pues los hispanohablantes hacen la segunda con mayor número de hablantes —luego del chino—, no lo es audiovisualmente, ya que está apabullada por las producciones anglosajonas y eso es lo que se consume, mayoritariamente, en cines, aviones, televisores, computadoras, autobuses, hoteles y un largo etcétera de pantallas dispuestas para el audiovisual.
Y es justo ese sentido de aislamiento, de club de los escasos, de elitismo clasista y racista tan propio de la región, es lo que perturba, el que causa desazón, pues estoy seguro que más televidentes observaron la transmisión en vivo en pantallitas o pantallotas, que los cinéfilos que acudieron a ver la veintena de cintas de la región, nominadas en esta segunda entrega.
La segunda presencia chilena —aunque su ausencia resultó contundente y dolorosa, pues merecía recibir los aplausos en directo—, fue la del documentalista Patricio Guzmán, el autor de La batalla de Chile, y de otras joyas como Salvador Allende y Nostalgia de la luz, quien no pudo asistir para recibir el reconocimiento A la Trayectoria, ni el premio a la Fotografía Documental por su reciente trabajo, El botón de Nácar, y fue en realidad una ausencia lamentable, no sólo para reafirmar la importancia de la producción chilena, sino para que una figura fundamental del área arribara a validar este recién creado galardón.
Quien sí asistió con frac y un bigote digno de los tiempos porfiristas, pero una claridad discursiva muy contraria al conservadurismo que campea en los primeros años de este tercer milenio, fue el profesor Jorge Ayala Blanco, quien, al recibir el premio meritorio al Trabajo Critico, decidió no sólo recibir, sino irrumpir en la ceremonia y aventurarse a denunciar las tres mejores películas mexicanas del año «y de muchos años», injustamente ignoradas por los que entregaron los huevos plateados: el suspenso muxe-juchiteco Carmín Tropical, de Rigoberto Perezcano, así como los documentales en torno a las desapariciones forzadas de los 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural «Raúl Isidro Burgos», tanto Un día en Ayotzinapa, de Rafael Rangel, como MirarMorir, de Coitza y Témoris Grecko. Una privada y muy autosuficiente —y con eso resultó suficiente—, relación de méritos más allá de lo técnico o de los criterios de los grandes festivales, desde la crítica más insurrecta, intelectual y antioficial.

Una maravilla de momento en una ceremonia en la que cualquier actor o celebridad podía ocupar el escenario para cantar junto a los verdaderos músicos como Gael García, quien además de ser figurante de alfombras rojas, lo fue de los números musicales, de la conducción e incluso curioso receptor del galardón a Actuación Femenina —para Dolores Fonzi por Paulina La Patota, de Santiago Mitre—;una ceremonia en la que las portadoras de vestidos lujosos y brillantes leían textos que seguramente no comprendían del todo, pues al final, lo que interesa en este medio es el glamour, la celebración y, sobre todo, la pertenencia al cerrado círculo de los integrantes del círculo de los cineastas iberos.
Lo que al final del día me hace interrogarme, absolutamente, es la dura, la férrea separación que existe entre los cineastas de la región, en general, no sólo respecto a sus públicos naturales —es decir, a sus compatriotas—, sino con el público de las naciones de la región: vemos más cine anglosajón que iberoamericano. Y esa incomunicación absoluta no se resolverá aislando a los iberoamericanos asistentes y visitantes a la Ciudad de México de sus posibles seguidores, así sean magros y escasos, sino integrando los Premios…
Quizás mereciera algún premio más que sólo el de Vestuario la bella producción guatemalteca Ixcanul, de Jayro Bustamante, o que el premio a Largometraje Documental no hubiera sido un homenaje póstumo para el extraordinario brasileño Eduardo Coutinho —víctima de parricidio el año pasado—, ya que Últimas conversas es una obra última e inconclusa, que bien pudo haberle dado un reconocimiento honorífico y no un galardón que pudo haber sido para la referida El botón de nácar o para Allende mi abuelo Allende.
Lo que al final del día me hace interrogarme, absolutamente, es la dura, la férrea separación que existe entre los cineastas de la región, en general, no sólo respecto a sus públicos naturales —es decir, a sus compatriotas—, sino con el público de las naciones de la región: vemos más cine anglosajón que iberoamericano. Y esa incomunicación absoluta no se resolverá aislando a los iberoamericanos asistentes y visitantes a la Ciudad de México de sus posibles seguidores, así sean magros y escasos, sino integrando los Premios… a un más amplio programa de distribución y exhibición en los 22 y más países participantes de la asociación Cinema 23.
No sólo ofreciendo más que algunas pocas funciones de cine al aire libre en algunas, ciertas, delegaciones capitalinas, pero a cambio realizando una ardua labor por hacer que el público amplio pertenezca a este, que debiera ser «su» cine, y que tenga infinidad de opciones, accesibles y baratas, de conocer las películas nominadas antes de que ocurra la ceremonia final. Pero eso requiere una voluntad que trasciende los cocteles, las alfombras rojas y el buen trato a los invitados de industria e instituciones del área, sino una integración del gran público al evento, pues el cine, como bien lo establecieron los teóricos de la segunda escuela de Viena, es un medio de reproducción masiva del arte y como tal debieran actuar las instituciones de cultura cinematográfica de la región, no sólo como un pobre y desorganizado agente de celebridades tropicalizado.
Aún así, es un gusto que existan estos galardones y no sólo otros, con una agenda más particularizada e interesada. Pedir más independencia respecto a los criterios de premiación de los países de la región, sin criterios colonialistas quizás sería mucho lujo, pero desearía, con todo el corazón, que los Fénix integraran a los espectadores y no sólo al gremio Iberoamericano, así harían honor a su nombre y auxiliarían a que las producciones fílmicas de estos países resurgieran de sus cenizas… y no quedarse en un plateado huevo de avestruz que esconde la cabeza de los cinéfilos de la región.
La y los periodistas… ¡por sus huevos!
Dado que la organización del Premio Iberoamericano de Cine Fénix consideró que la prensa en general no debía acudir, ya no digamos al coctel ni a la fiesta posterior a la entrega, sino al teatro mismo, y nos colocaron estratégicamente en la acera del otro lado, con mil vallas y vigilantes, delante nuestro, y luego hubimos de atestiguar la ceremonia en unas preciosas pantallas planas en otro edificio –y sin bocinas, es decir, sin sonido durante largo rato–, decidimos sacarnos toda esa emoción mediante unas cervezas de barril y unos pollos al carbón justo a la vuelta de la esquina del Teatro de la Ciudad «Esperanza Iris», en una reunión fraterna y, sin duda, muy divertida. El Cuatro 20 resultó una gran opción para cenar y para charlar.

Texto originalmente publicado en el muro de Facebook de Sergio Raúl López.
Sergio Raúl López, periodista cultural y subdirector de la revista Cine Toma.
