LOS DEMASIADOS CUENTOS
El pobre hombre que quiso ser un dios
Cada Vía Crucis es igual en Urameo: Cotoyo, el chico, ha de salir como Simón el Cirineo para limpiar el rostro de Jaime-Jesucristo, y Cochetas correrá nervioso y gritando “¡soy libre, soy libre!”, como en su momento gritó Barrabás. Este año no fue igual.
―Señor mío, acuérdate de mí cuando hayas llegado a tu reino.
―Ese día estarás conmigo en el Paraíso, hijo mío.
Ya con la corona de espinas sobre la cabeza, y la frente llena de jarabe de color rojo, Jesucristo se pone condescendiente con Dimas, el buen ladrón, que al presentir la inevitable muerte se arrepiente de sus pecados terrenales. En tanto, Gestas no niega su espíritu rufián al increpar a su vecino.
―¿No que eres Dios?, ¡Bájate de esa cruz!. ¡Si tú eres el Cristo, sálvate a ti mismo y sálvanos a nosotros!
Los tres actores crucificados en el supuesto Monte Calvario de Urameo son los mismos desde hace quince años. Jaime, el esposo de la maestra Paty, realmente es parecido al hijo del Creador, no sólo por la barba tupida, sino por unos ojos tristes y a la vez conmovedores. Dimas, el buen ladrón, no puede ser mejor encarnado que por Rancho, vecino del Polvorón, que una vez cayó preso por robarse un canasto de pan recién horneado. Y Gestas, el malo, es un personaje que nunca soltará Ponciano, el renegrido muchacho del pueblito de Jaramillo.
De hecho, la mayoría de actores que cada año recrean las tres caídas de Jesús nunca le dan oportunidad a otras personas, pues en Urameo es bien sabido que todo aquel que personifica cualquier papel, incluso como un judío más del montón, tiene su lugar asegurado en el paraíso. Don Luis, el juez, siempre lleva la narración. Ha leído el mismo texto bíblico todo el tiempo, pero no siempre se entiende, porque el equipo de sonido de Lalo, mi primo el grupero, a veces tiene desperfectos en los cables. Ringo el taxista es Poncio Pilato, un borrachito que el resto del año se la pasa en el billar de Chuy, pero que en Semana Santa se rehabilita religiosamente para no quedarle mal a la concurrencia.
Si comparamos el Vía Crucis de Urameo con el que pasan en la tele, el de Iztapalapa, no hay nada de qué ufanarse. El recorrido que hace aquí el Salvador es apenas de un kilómetro, la cruz pesa como 30 kilos, la corona de espinas no tiene espinas de verdad y los latigazos se los dan al madero, nunca al cuerpo de Jaime, que de antemano ya trae pintada la sangre. Lo que sí es de admirarse son las vestimentas de los judíos, con faldas siempre nuevas y cascos adornados con escobetas, un modelo que no he visto en ninguna otra parte.
Pancho no aguantó más y de su entrepierna salió un abundante chorro de agua amarillenta que fue recorriendo sus muslos hasta llegar a la pantorrilla, para después mojar el palo vertical de la cruz, llegar al piso y dibujar un caminito uniforme que luego empapó los pies descalzos de María, quien impávida no dejaba de soltar lágrimas fingidas.
Cada Vía Crucis es igual en Urameo; Cotoyo, el chico, ha de salir como Simón el Cirineo para limpiar el rostro de Jaime-Jesucristo, y Cochetas correrá nervioso y gritando “¡soy libre, soy libre!”, como en su momento gritó Barrabás.
Y sí, básicamente siempre es igual, a excepción de un año en que Jaime no pudo ser crucificado porque nunca llegó de California, pues andaba arreglando los documentos de la maestra y las hijas para llevárselas al otro lado, cosa que hasta la fecha no ha ocurrido. Su papel lo ocupó Pancho, el hermano de Rancho, pero la barba postiza y los brazos tan delgados sólo le merecieron la burla de los niños-judíos que entonces gritaban con más ahínco “¡crucifícalo, crucifícalo!”
Aunque la muerte de Jesús ocurre por ahí de las tres de la tarde, en Urameo es costumbre que los tres sacrificados retomen sus posiciones en los maderos por la noche, pues es momento de que don Luis lea otros pasajes bíblicos y luego María, la esposa de José, recoja el cuerpo de su vástago. Y siempre llueve a esa hora,“es como si el cielo se pusiera a llorar con nosotros”, dice Pipo, el sacristán del pueblo, pero ni don Luis ni María ni los crucificados pueden salirse de sus personajes, pese a que el viento cala hasta los huesos.
La noche en que Pancho fue crucificado no llovió, pero el viento heladísimo que galopaba en Urameo es lo que hace inolvidable y única la crucifixión que ahora les cuento. Recuerdo cómo Jesucristo se retorcía entre la cruz, pues el calzón de manta de poco le servía para hacerle frente al inaccesible clima. Dimas lo mismo, apretando los dientes y mirando al cielo como pidiéndole al verdadero Dios que ya terminara con esa farsa. El único que ni se inmutaba era Ponciano el negro, de cuyos muy gruesos labios sólo brotaban escupitajos de vez en cuando.
Entonces pasó lo inevitable; Pancho no aguantó más y de su entrepierna salió un abundante chorro de agua amarillenta que fue recorriendo sus muslos hasta llegar a la pantorrilla, para después mojar el palo vertical de la cruz, llegar al piso y dibujar un caminito uniforme que luego empapó los pies descalzos de María, quien impávida no dejaba de soltar lágrimas fingidas. Quienes estábamos ahí no dábamos crédito. Don Luis dejó de leer cuando alguien le codeó para que observara el imprevisto, y rápido se hizo a un lado para que sus zapatos recién boleados no se fueran a estropear con el sagrado líquido. Chago, el loco, no aguantó y soltaba carcajadas a diestra y siniestra, corría por todas partes diciendo: “¡Pancho se está meando, Pancho se está meando!” Y es que la vejiga parecía tan eterna como la vida del Señor; los segundos pasaban, pero no así el agua del cuerpo de Cristo.
Pancho terminó de orinar y dejó caer su cabeza como si verdaderamente estuviera muerto. Cerró los ojos y no quiso saber si María, su madre, aún estaba de pie, mirándole con ternura a los ojos. Los ladrones de al lado siguieron el ejemplo y también simularon estirar la pata. Don Luis se tapó la nariz porque aquello realmente apestaba y Chago juntaba los orines en un vasito de papel para arrojarlos en la cara de los niños-judíos.
Al año siguiente Jaime retomó su papel estelar, Pancho se fue de mojado y lo demás siguió igual. Incluso Cotoyo sigue siendo Simón el Cirineo. ©

Francisco Valenzuela es periodista cultural, editor de la revista Revés, además de crítico de cine de El Deforma, le hace también al Stand Up. Es una buena persona, pero le duele el codo.