LOS DEMASIADOS CUENTOS

Contra las cuerdas

Un periodista fastidiado por la vida de periodista. Una luchadora buscando un poco de diversión. Así es el cuadrilátero de la vida y esta su historia.

Por Francisco Valenzuela

Era yo un periodista fastidiado. Odiaba mi trabajo. Odiaba cubrir conferencias de gobierno y odiaba ir a exposiciones estúpidas. También odiaba a mi jefe. Fui a la oficina. Ahí estaba él. Lo enfrenté.

―¿Qué propones, Cachorro? ―me preguntó Matías Pérez, el tipo que tenía al periódico en caída libre.

―Necesito vida, jefazo.

―Te cambiaré de fuente; no más cultura, te vas a la nota roja. 

―Ni lo pienses, mis nervios se alteran con un violín desafinado, así que ahora imagina lo que pasaría en cuanto vea un torso sin su cabeza respectiva. ¿Acaso pretendes volverme loco?

―Mira, Cachorro, estoy muy ocupado, y como veo que nada te gusta, pues adelante, puedes tomar alguna otra decisión…

La advertencia del muy imbécil era clara, estaba dispuesto a aceptarme una renuncia con el riesgo de que mis atentos lectores se le echaran encima en cuanto se enteraran.

―No te precipites, lo que te vengo a proponer, si es que ya me dejas hablar, es que me asignes reportajes especiales, notas callejeras, crónicas urbanas; ya sabes, lo que pasa en los suburbios, en los barrios perdidos, en…

Pérez cerró violentamente su agenda de pasta dura y me corrió de su oficina con un “haz lo que quieras, Cachorro, coordínate con Juárez y me pasan la agenda armada, ¿vale?”

Ante el raro gesto de ese dictador, me apresuré a planear una agenda acorde a mis absurdas promesas. Lo primero fue salir a la calle para buscar curiosidades, personajes pintorescos sobre los cuales escribir, o lugares exóticos dignos de una jocosa crónica. Mi figura atlética deambulaba en la calle Mariano Arista cuando me topé con el cartel:

¡SENSACIONAL FUNCIÓN DE LUCHA LIBRE: MISTICO, BLACK WARRIOR, LOS PERROS DEL MAL Y LOS GLADIADORES QUE SIEMPRE QUISISTE VER!…

Miré la fecha y por suerte el espectáculo sería una noche después. Bastó con mandar un mail a la redacción para solicitar un fotógrafo y listo; por fin empezaban días emocionantes, un contacto con el pueblo y sus rituales modernos. Si Paz y Monsiváis (ambos en el infierno) aseguraban que las máscaras eran símbolo de identidad nacional, era el momento de comprobarlo o echarlo por la borda.

La arena improvisada era el Pabellón Don Vasco, un lugar que lo mismo da cabida a jaripeos que conciertos de rock nacional. En cuanto estuve ahí mostré mi credencial de reportero y pedí, amablemente, se me otorgaran todas las facilidades para entregar un buen trabajo a mis jefes, es decir, mis grandiosos lectores. Pero no era necesaria tanta formalidad, incluso logré que una amiga pasara sin pagar un centavo y ni quién reclamara. Encontrar a una mujer guapa y que le guste la lucha libre no es nada fácil; por ello le hice saber que a ese espectáculo acuden dos clases de personas: los vulgares y los estudiosos.

―¿Y nosotros, qué somos? ―cuestionó la que por nombre de pila lleva Miriam.

―Somos curiosos, cariño, nos gusta observar modernos circos romanos. ¿Quieres una cerveza?

Sentados en primera fila observamos las primeras peleas de la noche: se trataba de unos enanos bastante ágiles, lucha de parejas a tres caídas sin límite de tiempo. Uno de ellos portaba el número de la Bestia en su espalda y aseguró, al inicio de la contienda, venir desde las calderas del infierno para destrozar a la Mini Parka, otro hobbit panzón que ingresó al encordado bailando una canción de Michael Jackson, que para entonces permanecía en la otredad, pero al menos en el mundo de los vivos. Cuando uno de ellos lograba azotar a su rival, de inmediato trepaba a la tercera cuerda para golpear su pecho al estilo King Kong y alardear:

―¡¿Quién es su padre, cabrones?!

A lo que el respetable, en su mayoría niños de carácter iracundo, respondía:

― ¡Chingas a tu madre, pendejo!

Entre esa clase de urbanidad y buenos tratos, yo anotaba las incidencias en mi cuaderno y de paso acercaba mis manos a las piernas de Miriam, que llevaba un vestidito azul bastante coqueto. La imaginé paseando en medio del cuadrilátero para anunciar el inicio de cada contienda, o mejor aún, en compañía de los gladiadores en su andar por el pasillo y así complacer los bajos instintos de la horda de caninos sedientos que ahí nos hallábamos.

― Qué chistosos, me estoy divirtiendo de lo lindo ―aceptó mi acompañante.

― Sí. Deberíamos ir a bailar después de esto, ¿no? ―le lancé.

―¿A bailar? Hablas como señor, Javier. ¿Pues cuántos años tienes?

Afortunadamente mi torpe sugerencia se vio interrumpida por los luchadores enanos que bajaron del entablado para pelearse entre el público. Fue necesario que tomara de la mano a la bella Miriam, que la protegiera del peligro que representaban esos hombrecillos de escasa estatura pero bastante rencor acumulado. 

Al final de esa riña, que terminó en descalificación tras un supuesto golpe en los huevitos de la Parkita, me dieron ganas de visitar el excusado y regalarle un poco de polvo a mis poros, pues ya un par de bostezos me estaban amenazando. Pero al llegar al retrete y siempre alerta de que no hubiera chismosos, esculqué mis bolsillos y nada: ni un gramo. Busqué en todas partes, en las bolsas del pantalón y la de la camisa, entre los zapatos, en la chamarra… fallé, no traía nada. Quise golpear mi cabezota contra la pared, pero antes de que lo lograra arribó un tipo de frente amplia y cintura descompuesta.

―¿Qué tal? ―dijo.

―Buenas noches ―dije yo.

―Oiga ―se refería a mí, ya de salida.

―Dígame ―dije yo, mientras lo observaba batallar para poder bajar su cierre.

―Lo he estado observando… periodista, ¿ah?

―Así es, tal vez pasado mañana salga la crónica.

―Muy bien ―dijo mientras abría sus piernas para orinar.

―Sí, muy bien. Buenas noches.

―Espere, le quiero preguntar algo.

―Hágalo, pero que sea afuera, ¿no?

―Ok, espérame un segundo ―dijo, ahora tuteándome.

Entre esa clase de urbanidad y buenos tratos, yo anotaba las incidencias en mi cuaderno y de paso acercaba mis manos a las piernas de Miriam, que llevaba un vestidito azul bastante coqueto. La imaginé paseando en medio del cuadrilátero para anunciar el inicio de cada contienda.

Ya afuera, mientras esperaba a que el tipo saliera de aquel baño maltrecho, alcancé a observar que el campo de batalla ahora estaba invadido por mujeres, tres de ellas con cuerpos musculosos, ninguno sin embargo lo suficientemente capaz de soportar el peso de la cuarta en cuestión, un verdadero elefante inamovible que apenas podía consigo mismo, pero a quien le bastaba extender los brazos y desvanecerse para hacer llorar a sus contrincantes. Miriam seguía en primera fila; su entrega al show era tal que nadie fue ajeno a los insultos que profería: “Gorda pendeja, pareces Keiko”… vaya cobre de la reinita, ni hablar.

Al fin, el hombre ése salía del baño y aún con las manos mojadas intentó saludarme, pero yo preferí sólo tocarle el hombro, cosa que tomó a bien.

―Amigo ―dijo mientras volteaba a todas partes― no quiero que me malinterpretes, pero yo supongo que tú, como buen periodista, conoces los recovecos de esta ciudad, ¿no es así?

―¿A qué se refiere? ―reviré mientras encendía un cigarrillo.

―Verás ―continuó― sucede que en este ambiente de las luchas la gente trabaja mucho, ya viste, se agarran a madrazos y, bueno… al final buscan un poco de diversión.

―¿Quiere que le recomiende algún lugar? Conozco varios, muy buenos.

―No es un lugar lo que busco con exactitud, más bien… ―llevó uno de sus dedos a la nariz―

―Ah, ya.

―¿Sabes dónde?

―Seguro, hombre, ¿cuánto quieres? La consigo pronto.

―Mira, ese cabrón que ves ahí ―señaló a un moreno y fornido― es el Black Warrior.

―El Black Warrior, ¿eh?

―Sí hombre, el luchador, el que le ganó el cinturón a Místico.

―Claro, él mismo, ¿y su máscara?

―Al rato se la pone.

―Bueno, ¿y qué hay con él? ―pregunté.

―Es un atascado, no tienes idea todo lo que se mete. Me ha dado mil pesos para que le consiga algo.

―Mil pesos… No te garantizo gran cosa por mil pesos.

―Espera, son mil de él más una vaquita que hicimos los demás, incluyendo las edecanes.

―¿También ellas?

―Uy, mano, si son bien entronas, les encanta que le embarren esa madre en…

―Está bien ―interrumpí― ¿cuánto es en total?

―Dos mil quinientos.

―Ya está mejor. ¿Quieres que te la traigan aquí?

―No, más bien que la lleven al hotel, estamos hospedados en el centro.

―Apúntame aquí el nombre de ese hotel mientras yo le llamo a mi contacto ―le ordené, y le di un papel arrugado que saqué de mi bolsillo.

Mi teléfono, un último generación activado para redes sociales, buscador satelital y otras linduras más, buscó conectarse con el del Ganso, un jubilado de la policía estatal que ahora se dedicaba a vender relojes, al agiotismo, a componer autos importados, a rentar departamentos y, como puro entretenimiento, a la bonita profesión de dealer. Era de los pocos en que se podía confiar, pues su discreción y sobre todo sus contactos con la autoridad eran la garantía para que uno se destruyera a placer, sin necesidad de meterse en líos con las leyes moralistas. Pasaron tres, cuatro, cinco tonos y aquello me mandó al buzón donde te atiende una mujer mecánica. No era raro que el Ganso se hiciera el importante, que despreciara las llamadas de uno de sus mejores clientes. Le mandé un mensaje de texto explicándole la urgencia en la que me encontraba y esperé varios minutos más. En tanto, regresé con Miriam para ver cómo el Vampiro Canadiense se enfrentaba en un mano a mano con Pierroth Jr. Ambos estaban viejos y acabados: uno, el norteamericano, presumía sus tatuajes y gran estatura, mientras que el boricua estaba gordo y cansado, con chipotes en su frente y tristeza en los ojos. Imposibilitados para vuelos y acrobacias, optaron por la llamada lucha extrema, o sea, aventarse sillas y golpearse con cuantas armas blancas encontraban a su paso.

Una mano tocó mi hombro, era la de Checo, como se hacía llamar el promotor que conocí en el baño. Estaba ansioso por saber si ya había conectado al Ganso y su amplia dulcería. Ante mi respuesta negativa, alzó los hombros y me pidió que insistiera. Y así lo hice, no sin llamar la atención de la joven Miriam. Quería saber qué tanto me traía con el hombre ese.

―Creo que no lo entenderías ―dije.

―No me trates como una niña, ¿sale?

―Quiere que le consiga drogas, ya sabes…

―¿Y luego?

―Pues no encuentro al Ganso, un amigo que la vende.

―Ay, Cachorro, tan seriecito que te ves y mira, toda una fichita.

―No, Miriam, cómo dices eso. Es un amigo, es su negocio, ¿entiendes?

―Déjate de hacer el santo, ¿ajá? Y si el tal Ganso no te contesta, mejor llámale a Caras.

―¿A quién?

―Al Caras, un amigo rasta que vende de todo: surtidito, papá.

Me sorprendió su ligereza; yo tan lleno de rodeos y misterios y ella tan práctica, como si se tratara de cualquier cosa. ¡Carajo!, las mujeres en verdad que ya son distintas a las de antes. Obedecí y en menos de cinco segundos el famoso Caras estaba del otro lado del teléfono. Le indiqué cantidad, lugar y material. Cuando colgó, busqué al Checo, quien estaba con Black Warrior, ahora con máscara y mallas.

―Ya está, compadres, la llevan al rato, al hotel.

―¡Eres un rey! ―dijo el promotor, para enseguida darle un mazapán al gladiador:

―Órale, cabrón, ¡a partirle la madre a Místico!

La pelea fue muy buena; Black Warrior hizo trío con el Perro Aguayo Jr. y Mr. Águila para darle una paliza a Místico, Olímpico y El Brazo de Plata, también conocido como Porki. Incluso hubo tiempo para que el Perrito mordiera la frente de uno de sus enemigos y escupiera chorros de sangre que por poco salpicaban a Miriam, que como no queriendo la cosa, ya se dejaba abrazar.

Cuando la función hubo terminado me puse de acuerdo con el empresario o lo que fuera ese tal Checo. Nos veríamos en el lobby del hotel. Le sugerí a Miriam que su presencia ya no era necesaria, pero me salió con otra de sus joyitas:

―No te ofendas, Cachorro, pero ese Olímpico está para comérselo a besitos.

―¡Miriam!, por favor, tenme un poco de respeto.

―A ver, nene, tú y yo sólo somos amigos, ¿ajá? ―sentenció la malvada princesa.

―Bueno, ¿y qué quieres? ¿Tirártelo?

―Sí, ¿sabes?, le pedí un autógrafo y el muy cabrón me anotó su número de cuarto, jajaja ―su risa era como la de una hiena en la playa.

Ya en el lobby, vi descender al Caras de un auto gris manejado por una chica de cabellos crespos. Me dirigía hacia él cuando Miriam me detuvo.

―Mejor yo voy, corazón, a ti ni te conoce.

Regresó armada hasta los dientes, con un material que supo esconder bien al interior de su bolsa y entre los accesos de su chamarra deportiva. Intenté atajarla a su regreso, pero ya la esperaba el Olímpico, que vestía un pants azul y una playera pegada, con lo que sus músculos lucían en todo su esplendor. El trato se cerró entre ellos dos y Black Warrior. Ninguno traía máscara y mi presencia ya estaba de más.

Casi abandonaba el hotel, derrotado, cuando vi pasar a una mujer de buenas piernas y pequeños pechos.

―Es Lady Apache ―aseguró el Checo.

―Es verdad ―asentí.

―Y viene sola, ¿eh?

Nos divertimos como enanos; nadie osó irrumpir lo que sucedía en aquella habitación donde el Olímpico acabó con Miriam y yo me dejé llevar por las sugerentes llaves y contra-llaves de mi Lady Apache. ©

Francisco Valenzuela
El ingobernable Valenzuela.

Francisco Valenzuela es periodista cultural, editor de la revista Revés, además de crítico de cine de El Deforma, le hace también al Stand Up. Es una buena persona, pero le duele el codo.@FValenzuelaM