LOS DEMASIADOS CUENTOS
But I’m a creep
La historia de un grupo de jóvenes michoacanos que un día viajaron a la Ciudad de México para un concierto de Radiohead, pero lo de menos fue Radiohead.
No estoy desesperado por apoderarme de una hembra, pero cuando veo a una oveja sola en su corral, mis dientes me dicen que devorarla no es un pecado grave. Soy estilista, suspiro por las delgadas piernas depiladas y cintura breve. Aun así, llegado el momento, me dejo llevar por la alegre exploración en cualquier carne, por amorfa que ésta sea.
Esa noche llegamos a un departamento frío, sin alma, pero perteneciente a una zona ostentosa del DF. Presentados todos, la pregunta fue qué hacer para aligerar los cuerpos. La respuesta: el depa de arriba. Antes fuimos a comprar veneno, un poco de vodka, algunos cigarros y papas saladas como botana. Luego el contingente tomó el elevador, nos bajamos en el sexto piso y la güera, nuestra anfitriona, oprimió el timbre del 602. Éste era mejor, al menos contaba con un cómodo sofá y vista interesante a los edificios vecinos. Todos nos sentamos, alguien puso música y la nueva conocida dijo llamarse Fernanda, estudiar “merca” en la Ibero, leer la mierda de Naomi Klein, preocuparse por la ecología.
―¿Has leído No Logo? ¡Es fabuloso!, desde entonces dejé de comprarle a los putos de Nike, Naomi dice que explotan a los trabajadores.
A mí los trabajadores de Nike, de Adidas y de Reebook me importan un carajo, pero estuve de acuerdo con Fer; un gesto de agradecimiento por su recepción, un detalle de caballeros, pues.
Esa chica, aparte de una linda sonrisa, no tiene atributos ni para emocionar a un obrero de Indonesia, por más que la marca deportiva le haya arrancado el mínimo gusto estilístico a causa de las interminables jornadas de trabajo. Pero no había más. La güera tenía dueño, un italiano mal rasurado. El resto éramos varones: Luis, Chava, Miguel, Odín, su servidor. ¿Por qué privarme de esa chaparrita? Preferible explorar su diminuto cuerpo a conversar las mismas tonterías de siempre con los mismos amigos de siempre.
Me preguntó si me gustaba el heavy metal.
―He madurado.
La respuesta le pareció graciosa. Y me invitó un trago solo de tequila.
―Es peligroso, nena.
Ella, solita, había tragado la mitad de la botella.
―Venga, no quiero que luego hables mal de los michoacanos ―dije con valor.
Tomé una tapita, un shot, o como se diga.
Dicen que la almohada es la mejor consejera. Yo dormí sin almohada, pero aún así la imaginé recomendándome hacer algo para no irme en blanco. Le di vueltas al asunto y encontré la respuesta. En cuanto dieron las ocho de la mañana regresé al 602, toqué el timbre y mi chaparrita abrió. Su cara era aún más espantosa. Estaba cruda.
―Soy de Veracruz, mi papá trabaja para el gobierno. Mira, te regalo su tarjeta, por si alguna vez andas por allá. Es bien chido, le llamas y seguro algo te invita. Dile que nos conocimos aquí, en la ciudad donde su hija se mata estudiando.
Los de la música pusieron algo de reggae, esa cosa de mugrosos. Y entonces Miguel, el Maicol, que se prende.
―Vamos a bailar mi Fer ―dijo con esa parsimonia que le caracteriza.
Sin sensación de peligro, dejé que la chaparrita abriera pista con el Maicol, un tipo inofensivo, con cabellos color canela que le daban un toque cómico, improcedente para cuestiones de conquista.
Y entonces sucedió. Sin decir agua va, Fer se le colgó a Maicol, lo aprisionó del cuello con sus escasos brazos y metió su lengua en la boca del canelo. Todos reían, todos celebraban, todos brindaban. Maicol metiendo mano, Maicol besando el cuello, Maicol acostado encima de mi chaparrita.
¿Debía yo reaccionar? Ahora resulta que un payaso es más hábil que yo, que ni una hembrita sin chiste me tiene consideración. El resto es indescriptible. Cogieron frente a todos, sin pudor, sin vergüenza. Ella le dijo Te quiero; ella le dijo Vente a vivir conmigo; ella le dijo Vete a la chingada; ella le dijo Perdóname por favor.
Todo terminó en la madrugada. Cuando el italiano aceptó estar vencido por el sueño los demás regresamos al primer piso, incluido el canelo. Dormimos en el suelo y pensé en lo patético de mi presente.
Dicen que la almohada es la mejor consejera. Yo dormí sin almohada, pero aún así la imaginé recomendándome hacer algo para no irme en blanco. Le di vueltas al asunto y encontré la respuesta. En cuanto dieron las ocho de la mañana regresé al 602, toqué el timbre y mi chaparrita abrió. Su cara era aún más espantosa. Estaba cruda.
―¿Quién eres? ―su mente estaba en blanco.
Entré sin pedir autorización, me senté en su sofá y le mostré las fotos donde cogía alegremente con el Canelo.
―¿Tú crees que tu papá…?
―¿Cómo crees? ¡Me mataría si se entera!
La noche vuelve hermosa a cualquier esclava, incluso a las que trabajan para Nike. En cambio, la luz de las ocho de la mañana te genera una linda realidad. Los shots de tequila no impidieron que recordara la presunción de Fer en cuanto al dinero que guardaba en una cuenta personal, cantidades generosas cortesía de su progenitor, el jarocho.
―Nena, estamos en crisis, y a diferencia de los tuyos, mis padres no tienen dinero alguno. Vayamos al banco, me das toda tu plata y las fotos las mandamos a chingar a su madre. ¿Te late, chocolate?
Hecho el negocio, borré las evidencias frente a sus chistosos ojos. Y le di un besillo en la mejilla, como muestra de que todo estaba en orden.
Por la noche, a sugerencia de Luis, siempre tan fastidioso, salimos a Garibaldi. Bebimos, cantamos, y cuando todo parecía terminar, solté: “Vayamos por las putas, yo invito”.
Canelo no pudo más, estaba agotado. Lo dejamos dormir en la camioneta mientras los demás nos revolcábamos con unas rusas bien sabrosas.
Al siguiente día nos fuimos a ver a Radiohead, pero ya fue lo de menos. ©

Francisco Valenzuela es periodista cultural, editor de la revista Revés, además de crítico de cine de El Deforma, le hace también al Stand Up. Es una buena persona, pero le duele el codo.