DANDYS Y CÍNICOS
¿Se acabó la música?
Hace diez años José Antonio Monterrosas Figueiras escribió sobre el filme de Francisco Vargas, El Violín, prácticamente la única película de este destacado director mexicano, por absurdo que parezca. Hoy valdría la pena volver a mirar esa película y preguntarnos: ¿para cuándo otra filme de Francisco? ¿A caso se acabó la música?
Por José Antonio Monterrosas Figueiras
Primero. Actos de violación en la pantalla de cine. Segundo. Son varios hombres y mujeres golpeados por militares en un cuarto (puede suponer el espectador que son soldados mexicanos). Tercero. La pantalla se va a negros y los quejidos de aquellos campesinos son todavía más desgarradores, como si la misma pantalla fuera la ceguera obscura de los uniformados. Cuarto. Un militar encima de una de las mujeres que se encuentran en aquel cuarto. Quinto. La pantalla vuelve a negros y como si fuese un chiste de humor espeso aparecen las siguientes letras en blanco: El Violín. Ese juego del lenguaje cinematográfico con las palabras en pantalla grande es el comienzo de una historia tan atroz y no por atroz, deja de ser una película bella.
Entonces hablar del «violín» es hablar de sonidos transversales, de senectud y a la vez de un juego macabro de significados. Se menciona esa palabra y vienen a la mente imágenes tan diversas y contradictorias como la de un grupo de viejitos dando de brincos en el centro de Morelia, Michoacán, y otra tan dura, pero tan llena de ese vocabulario popular mexicano, del acto cabrón de violación de un militar a una mujer campesina. Así, con esta imagen inicia El violín (México, 2005), del cineasta mexicano Francisco Vargas.
Pero ese violín va más allá de la primera imagen y sus sonidos, de queja, son el tono de lo que viene en dos horas con un poder poético que pocos largometrajes llevan en sus imágenes. El violín, de Vargas, es además uno que lleva el viejo don Plutarco en su escuche. Ese estuche que guarda en su interior la historia que mantiene latente las ganas de hacer música y de seguir, de una u otra forma, preservando la paz entre los hombres. De ese violín inicial a éste hay una diferencia extrema.
Cabe algunas preguntas finales sobre cuánto el director de esta película se autocensuró y cuánto la universalidad del tema fue el pretexto para no mencionar que la historia se lleva acabo en el Estado de Guerrero, de militares mexicanos, de guerrilleros de este país, cuánto Francisco Vargas es el violinista, cuánto es el guerrillero y cuánto es el militar, cuánto el director se limita y cuánto de esos límites lo llevan a desarrollar más su creatividad orillando a su película a una poética tan real como metafórica.
El violín, en ese doble significado, es una alerta y al mismo tiempo una invitación al diálogo, es la violencia o la música, la que llevamos dentro, la que crea puentes entre los hombres o muros inmensos entre ellos. Que mientras haya música, hay posibilidad de seguir escuchando al otro, de preguntarse: ¿y si un día el violinista deja de tocar su instrumento?, ¿de qué seriamos los hombres sin la música?, ¿y cómo tocar el alma de aquellos que han sido preparados para la guerra, pero no para la compasión cuando su criterio es no tener criterio? Nada de lo humano es ajeno a El Violín. El militar tiene su lógica de ser así y el violinista también.
El largometraje de Vargas relata la historia de un anciano que vive de tocar su violín, junto con su nieto y su hijo que lo acompañan, uno con la guitarra y el otro recogiendo el dinero de los escuchas. El pueblo de donde viene este trío es ocupado por militares lo que provoca que la gente tenga que dejar su tierra. El violinista, sin embargo, regresa a su sitio para ver sus parcelas, pero en realidad va en busca de municiones que están escondidas y que entregará a su hijo, el líder de los guerrilleros. Don Plutarco pretende guardar en el estuche del violín las balas, sin embargo el jefe militar le pide al anciano que toque algo. Don Plutarco se resiste un poco a ello pero termina por ir todos los días a interpretar algo para los militares, impidiendo poder esconder el violín, para cargar su estuche de municiones que ayuden a continuar la guerrilla de su hijo. El militar incluso es tocado por la música del violinista.
Mientras haya música, existe la posibilidad de vivir en paz. Esta sería la reflexión central que deja la película. «El Violín» de Vargas, me recuerda dos largometrajes; el primero, La mirada de Ulises, de Theo Angelopoulos, que mientras la ciudad de Sarajevo la cubría la neblina, la música de las orquestas se podía escuchar, porque los francotiradores les cubría los ojos una ceguera blanca; el segundo, El Pianista, de Roman Polanski, en la que un nazi le perdona la vida al pianista tras escuchar el “Nocturno 10” de Chopin.
Con una fotografía en blanco y negro, que da muchos matices a la historia, logra una secuencia de aquellas que transcienden por su carga poética: el nieto preguntándole a su abuelo por qué su madre no está con él y el anciano narrándole, para ese caso, el génesis de la humanidad, mientras la cámara viaja desde la fogata, luego pasa por las raíces de un árbol, se sigue por el tronco hasta llegar a la luna en todo su esplendor. El anciano va respondiendo los porqués de ese niño curioso y revela una secuencia que acaba por hacer de El Violín, una pequeña obra maestra del cine mexicano actual.
Cabe algunas preguntas finales sobre cuánto el director de esta película se autocensuró y cuánto la universalidad del tema fue el pretexto para no mencionar que la historia se lleva acabo en el Estado de Guerrero, de militares mexicanos, de guerrilleros de este país, cuánto Francisco Vargas es el violinista, cuánto es el guerrillero y cuánto es el militar, cuánto el director se limita y cuánto de esos límites lo llevan a desarrollar más su creatividad orillando a su película a una poética tan real como metafórica.
Es cierto, finalmente, que mientras exista un violinista, el mundo tiene la oportunidad de sobrevivir y de continuar. El Violín de Francisco Vargas es una apuesta por el arte. El violín como una arma poderosa para derribar la cerrazón. ©
*Artículo publicado originalmente en marzo de 2007 en el sitio Cronotopo.

José Antonio Monterrosas Figueiras es editor cínico en Los Cínicos y periodista replicante en Replicante y al revés en Revés.