COLUMNA: DANDYS Y CÍNICOS

Adiós a Lisa y al mes de agosto en Cuernavaca

Agosto de 2019 será recordado, por el resto de mis días, como uno muy profundo, doloroso y de inicio de otro capítulo de mi vida con un septiembre de reajustes. Dice una maga cubana, amiga mía, que son los perros los que escogen a sus dueños y no al revés, supongo que ellos vienen a nuestras vidas a darnos algunas lecciones cotidianas y simples, nada rebuscadas.

Por José Antonio Monterrosas Figueiras

Lisa alguna vez leyó La historia de la fealdad de Umberto Eco. Foto: JA Monterrosas.

Mi abuela Leonor siempre tuvo perros en casa, los conocí mejor a Pipo y Pinky que a mi abuelo Álvaro, a quien sólo le vi la cara en fotografías despintadas. No sé si esté vivo, no sé incluso si merezca llamarlo abuelo. La hija de mi abuela, o sea mi madre, siempre tuvo perros, al grado de que mi padre pensaba que prefería a sus perros que a él. Su marido, es decir mi papá, que desde siempre le han dado cierta comezón esas bestias, nunca dejó de reprocharle eso a mi madre: “¡Prefieres a los perros que a mí, Carolina!”.

Yo soy heredero de los perros de mi madre, quien falleció en julio de 2016, tras una lucha terrible contra un cáncer metastásico. Ahora no tengo madre pero sí tengo perros, vaya, que si algo tengo son perros además de libros y deudas. Éste podría ser el inicio de una aventura literaria, que sería escrita alrededor de varios perros, que a cierta hora del día vienen a pedir comida, agua, salir al patio, que les aviente el hueso de plástico o simplemente caricias y atención. 

No todo es lindo con los perros, toca recoger sus mierdas, ir a comprar sus costales de croquetas, controlarles las malditas garrapatas, pagar pastillas caras para que tenga calidad de vida la más vieja de la manada. Lo peor de todo es que se te mueran, tal como me pasó con Lisa un día antes de que terminara agosto, una perrita maltés que vivió alrededor de dieciséis años y que fue probablemente una de las bestias más queridas en toda mi vida. Tenía literal el corazón crecido y a pesar de las pastillas caras con nombre cardiaco, el dolor de su partida me hizo llorar y me llenó de nostalgia. 

Lisa murió en Cuernavaca y es una de estas historias mínimas, que sólo importan a uno, pero que hay que contarlas para soltar el dolor interno y para que viaje, por algún rincón del universo y desaparezca. También para inmortalizar su vida en esta memoria escrita. Fue la mañana del último viernes de agosto, cuando la más vieja y fuerte de la manada partió, su nombre fue por Lisa Simpson. Habrá llegado a casa de mi madre, en Guadalajara, en el 2003 —o antes—, y viajó de esa cálida ciudad a la fría Toluca, luego a la Ciudad de México y finalmente a la calurosa Cuernavaca, viviendo durante esos dieciséis años miles de aventuras como perderse y tenerla de regreso ilesa, sobrevivir al atropello de un coche, aventarse de un balcón para irse conmigo, sufrir de las mordidas de otra de mis bestias por husmear el plato ajeno, aguantar incluso las garrapatas miserables al final de su días, hasta soportar el rechazo de algunos vecinos, pues quisieran que no hubiera una sola mascota en el edificio allá en la Ciudad de México.

Lisa se fue en una pequeña cama, la más cómoda que le pude hacer al ver que no lograba estar tranquila. No sabía que sería su última noche antes de su viaje sin regreso. Estuvo inquieta, no lograba acomodarse, tenía un aullido breve a ratos, que nunca le había escuchado —tal vez de dolor o previendo ya su muerte o ambas. La noche nos llegó y lo único que quedaba era esperar a la mañana siguiente para visitar al veterinario y encontrar una solución, pero Lisa no esperó y amaneció ya fallecida. Vivió alrededor de noventa años humanos y fue precisamente un día antes de su deceso que abrazada le dije que: «si quería ya irse de aquí, yo estaría hasta el final con ella”. Fueron las misma palabras que le expresé a su verdadera dueña, mi mamá, cuando se encontraba muy inquieta en la cama del hospital donde finalmente horas después partió de este mundo hace tres años. 

Gilvis Marín y su hermano encontraron a Lisa y subieron estas fotos al Facebook de Perros perdidos en Coyoacán. El 26 de noviembre de 2016, Lisa estaba de vuelta a casa, ¡benditas redes sociales!

Los perros dan un sentido de realidad, el saber una cosa: «éste es mi hogar», el que gobiernan ellos, por supuesto. Hay que tener perros al menos una vez en la vida y aprender de ellos. Recordar además lo que me dijo otra amiga budista: «los perros son almas notables, muchas veces están ahí para protegerte de cosas malas». Todavía me quedan Milly y Brandy vivos para sacarlos a pasear al parque y cuidarlos.

Lisa por eso representó en muchos sentidos a mi madre, ella por ejemplo, estuvo a lado del féretro durante las horas que la velamos en su casa, en Metepec, Estado de México. Me consuela saber que se fue a lado mío y sin que yo estuviera lejos en algún viaje por este oficio del periodismo y sus fiestas interminables. Ustedes dirán: ”qué carajos te duele, fue un perro”. Sí, no lo humanizo, sencillamente que era un ser vivo que dependía de mí, además de haber sido una promesa a mi madre cuando ella, en sus últimos días de vida, preocupaba por morirse, pues el cáncer estaba muy avanzado, sin saber qué pasaría con sus siete perros, yo le dije que no se preocupara que yo me encargaría de ellos, si ella llegara a faltar.

Así que este viernes, 30 de agosto, una parte de mi vida y una promesa, se fueron con Lisa. Difícil pero dulce fue esa perrita. Un tanto insumisa a pesar de ya no tener dientes por su edad avanzada. Sospecho que tal vez no quería irse, pero su cardomegalia junto con una hepatomegalia, controladas por una pastilla que debía dársela a diario y que ayudó a que tuviera una vida más llevadera en sus últimas semanas de existencia, tampoco pudieron hacer más. Le puse algunas canciones para despedirme de ella esa mañana, para finalmente cubrirla con algunas camisas de franela mías y llevarla al veterinario para su cremación. Cinco días después, Lisa, volvió a casa en una pequeña caja con una placa de aluminio, que lleva su nombre y los años en que nació y murió. Espero, tal vez, en algún momento reunirla con mi madre, allá a las orillas de Toluca, porque si algo amó en su vida fue a los perros. 

Vivir en Cuernavaca, desde donde escribo esto, fue en mucho por Lisa y mis otros perros. Encontrar un lugar menos hostil, con un clima más cálido y en un sitio donde los vecinos no los vieran como un pesar y una molestia. Sin duda, todo pudo haber sido mejor, pero se hace lo que se puede, con lo que se tiene a mano y con las herramientas que uno va adquiriendo con el pasar de los años. Es un perro, cierto, pero creo que conviví mucho más horas que con cualquier humano en este año que llevo en esta ciudad de las albercas. 

Ahora recuerdo esa Navidad del 2003, registrada en una foto que conservo, que seguro fue mi madre quien me la tomó, en la que se ilustran bien estas palabras. Ahí se encuentran tres perritas encima de mí, de las cuales ya sólo son su recuerdo: Pinta, quien fue sacrificada por intentar morder a un niño, Polita, una perrita negra french, quien murió meses antes de que falleciera mi mamá, y Lisa, con la que se cierra un ciclo en la historia de mi vida. Hoy sin embargo, soy más libre, más experimentado y también más sensible al dolor ajeno. 

Lisa, (Guadalajara, 2003 – Cuernavaca, 2019).

Agosto de 2019 será recordado, por el resto de mis días, como uno muy profundo, doloroso y de inicio de otro capítulo de mi vida con un septiembre de crisis y reajustes. Dice una maga cubana, amiga mía, que son los perros los que escogen a sus dueños y no al revés, supongo que ellos vienen a nuestras vidas a darnos algunas lecciones cotidianas y simples, nada rebuscadas. Por ejemplo, si ellos no estuvieran, el pata de perro sería yo. Los perros dan un sentido de realidad, el saber una cosa: «éste es mi hogar», el que gobiernan ellos, por supuesto.

Hay que tener perros al menos una vez en la vida y aprender de ellos. Recordar además lo que me dijo otra amiga budista: «los perros son almas notables, muchas veces están ahí para protegerte de cosas malas». Todavía me quedan Milly y Brandy vivos para sacarlos a pasear al parque y cuidarlos. Tengan perros un día de sus vidas, aprenderán mucho de ellos. ¡Abrazos a todos y perdonen que escriba con las patas! Un día el perro seré yo.

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Reportero Cínico y Repicante. Foto: Ingrid Concha.

José Antonio Monterrosas Figueiras es periodista cultural y cronista de cine. Es editor cínico en Los Cínicos. Ha colaborado en diversas revistas de crítica cultural.

@jamonterrosas