CINISMO FILOSO

Kristina trae una navaja y un libro

Su padre, según la reina madre, había luchado por conquistas, mientras que ella hundía al reino en caprichos, ideas y libros; mentiras inspiradas por lunáticos, que nadie entendía; poemitas y canciones en un país de brazos fuertes, de barrigas llenas, de cazadores, guerreros y almas osadas, que a punta de puro coraje habían construido el reino y que se burlaban de ella, el verdadero bufón de Suecia. Es Kristina, la reina hereje que llevaba una navaja y un libro.

Por Carlos Herrera Novoa

Krstina de Suecia a caballo, pintada por Sébastien Bourdon.

La reina Kristina de Suecia contempló el desfile de los últimos despojos del catolicismo romano traídos de Praga, montada en un caballo negro, calzando espuelas, con gregüescos, borceguíes, jubón, capa, montera empenachada y la espada de su padre, el León del Norte, colgada de una vaina adornada de plata.

Antorchas encarnadas reflejaban el oro, los azures de la bandera del reino y el de los escudos de armas de la familia Vasa sobre carretas y estandartes, que bajo esa luz tenían la apariencia de mares en tinieblas, cruzados por las proas de piedra y hierro de la disciplina luterana, entre la que había vivido largos años, rodeada de preceptores y ministros, mientras su padre arrasaba el mundo en lejanos campos de batallas, en una epopeya con la que ella sólo podía soñar gracias a eventuales narraciones traídas por embajadores o generales a los que escuchaba impactada, relamiendo los detalles de un mundo extraño de crueldades, valentía, sacrificio y piedad protestante, en una guerra santa imposible, a la que, por su condición de mujer noble y de heredera al trono, nunca había tenido acceso, salvo en cuentos y pinturas.

Ahora, al contemplar los trofeos de ésta, entiende de pronto que la comprendía y aun más, que comprendía todas las guerras sin haberlas visto o vivido y también, lo que el regreso de sus ejércitos victoriosos traía consigo, pues desde su subida al trono su propósito había sido acabar con ellas, vencer de una vez a los Habsburgo papistas, austriacos y españoles, así como a los truculentos daneses y obligarlos a firmar la paz definitiva, acabando de una vez por todas con esas interminables guerras de religión e imponiendo en el mundo la paz, su paz, la paz de la reina.

Por eso al recibir el saludo de sus soldados y oficiales llegados de Alemania, cuando todos gritaron frente a ella: «¡larga vida a la reina Kristina!», cruzaron los frutos de casi treinta años de conflictos interminables y el final de una extenuante pesadilla que había arrasado al continente entero, en una epopeya sin igual que la había encumbrado a la cúspide de uno de los tronos más importantes del mundo. Ella, así, orgullosa de los logros guerreros de sus tropas, supo responderles y sacando la espada del León del Norte, para luego alzarla hacia ellos, saludó su victoria.

Victoria que era la de ella misma, la reina, y nadie más, ascendida al trono como una jovencita llena de recursos y palabras, cuya vida había transcurrido en medio de oscuras murallas de libros que escandalizaban al refectorio luterano, empeñado en que leyera sólo la biblia; murallas construidas con paciencia y audacia hasta convertirlas en una fortaleza protegida de páginas e imágenes, música, poesía y citas infinitas de textos matemáticos y astronomía perversa y grabados exóticos, desde donde Kristina se asomó un día de primavera en el que las puertas de la torre de los libros se abrieron, dejándola salir y su preceptor, guardián, tío y padre adoptivo, el canciller Oxenstierna, conductor del país a lo largo de interminables años de lucha, se le acercó desde el laberinto del mundo exterior y la condujo de la mano, lista para entregarse a su destino escandaloso, pues todos esperaban que él fuera el poder detrás del trono y ella solo el mascarón de proa del barco del estado, cuando, en medio de su primer banquete oficial, la joven, oculta tantos años, declaró su programa de gobierno, su intención de acabar con la guerra, de terminar con los líos fronterizos con Dinamarca, de fundar bibliotecas y centros de estudios y de convertir a la gélida y luterana Suecia en la Atenas del norte.

Victoria que era la de ella misma, la reina, y nadie más, ascendida al trono como una jovencita llena de recursos y palabras, cuya vida había transcurrido en medio de oscuras murallas de libros que escandalizaban al refectorio luterano, empeñado en que leyera sólo la biblia.

Carlos Herrera Novoa

El estupor de los viejos soldados estalló en una trifulca descomunal de héroes ofendidos, frente al desperdicio de tantos años de sacrificios para defender la fe. Clamaron contra la reina, con acusaciones de regalarle la guerra al emperador católico a cambio de diluir años enteros de esfuerzos y muertos en poesías y canciones de amor, en vinos finos, en vidrio español y porcelanas de la compañía de Indias, ella fríamente les dio la espalda y se retiró acompañada de primos y parientes, la nueva generación de hijos de la guerra, a la que, a pesar de sus padres y abuelos que  habían peleado, sudado sangre y se habían jugado la vida en la cruzada, les gustaban los vinos italianos, el vidrio español, las canciones de amor y las porcelanas de la compañía de Indias, tanto como blandir la espada y cebar el mosquete rebosando de furia fuera del salón de banquetes. Se volvió a Karl Gustav, su primo favorito y el amor de su adolescencia, el que le había jurado traerle el diablo encadenado a cambio de su mano, y lo envió a Alemania para traérselo y a acabar con la cruzada, para luego obtener su mano y después, a su otro primo, Johann, prepararlo para las conferencias que les iban a traer la paz, mientras ella misma se quedaría en Suecia manejándolo todo desde su torre de libros, junto al canciller Oxenstierna, pues si iban a haber conferencias de paz, primero ella le demostraría al mundo su propio poder.

Juntos lo armaron todo, desde la fortaleza de los libros se deshicieron de los viejos luteranos enviándolos con Karl Gustav a la guerra, a una campaña rápida y victoriosa que hundió a los daneses, hizo morder el polvo a los Habsburgo, capturó capitales enteros, llevó al ejército sueco a Baviera y forzó la capitulación del emperador y con él la de setecientas setenta pinturas (obras maestras de Correggio, Veronese, Rubens y Tiziano), trescientos mármoles, treinta y tres mil medallas, trescientos instrumentos científicos, seiscientos cristales, bibliotecas gigantes, tapices por decenas, el Codex Gigas, el Argenteus y el De Laudibus Sanctae crucis, platería y cristalería y muebles suficientes para amueblar todos los castillos del reino, cruzaron el continente hasta las manos de la reina. La victoria trajo la paz y Kristina observó cómo la introducción de su drama personal quedaba escrito. Muy bien representada y satisfecha procedió a cerrar el primer acto de la obra y a empezar el segundo.

II.

René Descartes amigo de la reina Kristina, pintado por Jan Baptist Weenix

El segundo acto lo empezó con una invitación general a bibliotecarios, filósofos, anticuarios, poetas, latinistas, historiadores y comediantes; al escenógrafo Antonio Bruneli, al jurista Hugo Grotius y al matemático Pierre Gassendi, a la pascalina de Pascal y al académico Johannes Frenshemius, su bibliotecario, y al cabalista Menasseh ben Israel, su librero; a los perseguidos del mundo, a los que tuvieran problemas por sus creencias, a italianos, franceses y españoles, junto con alemanes de todo tipo, suecos, polacos y holandeses y con ellos a Descartes con sus Meditaciones Metafísicas y su Discurso del Método, que Kristina leyó solemnemente en una larga tirada sin parar a comer o a dormir y por comentar sus paradojas, llenó página tras página que terminaban invariablemente en la papelera, pues si había que rechazar la realidad de todo lo existente para alcanzar algún tipo de seguridad entonces, qué sentido tenía seguir garabateando comentarios ilusos, más aun cuando al final sólo existían Dios y las matemáticas o ergo, más bien, sólo las matemáticas después de tirar todo a la basura, desde Platón y Aristóteles, toda la teología, palabreo inútil, eso era lo que quería decir y lo que había que buscar eran los principios racionales, el principio del método: «dudar, pensar y dudar».

Si tenía hambre o sed, si tenía sueño, si hablaba o callaba y con quien hablaba o callaba era solipsismo, porque Dios era el fundamento de lo pensado que a la larga era todo lo seguro y por lo tanto, el fundamento de la existencia de lo material, del cuerpo, que funcionaba junto con la mente como dos relojes coordinados entre sí.

De modo que sin la razón no quedaba más que un cuerpo inerte, una máquina, y máquina era ella y máquinas eran todos, máquina eran el amor y la pasión, el estado perfecto de la mente, una pradera de aburrimiento, calmada sólo por los libros, torres de libros, volúmenes enteros alineados en largos estantes que cubrían paredes completas y, a la larga, su artillería principal y los fundamentos de bastión de inteligencia que construía en Suecia y con él un nuevo mundo en donde no importaba lo que los otros dijeran o hicieran, o la autoridad de las instituciones reveladas sino lo que se descubriera y lo que la razón y los propios pensamientos dictaran.

junto con alemanes de todo tipo, suecos, polacos y holandeses y con ellos a Descartes con sus Meditaciones Metafísicas y su Discurso del Método, que Kristina leyó solemnemente en una larga tirada sin parar a comer o a dormir y por comentar sus paradojas, llenó página tras página que terminaban invariablemente en la papelera.

Carlos Herrera Novo

Pero el fin de la guerra le trajo también de vuelta a su primo Karl Gustav, con el diablo encadenado en un inmenso volumen de 700 páginas, de 160 libras de peso, feliz por cobrar su promesa: la mano de la reina.

Descubrió entonces que Kristina parecía más fascinada por el libro que por él mismo y encerrada, pasaba todo su tiempo libre ojeándolo, tomando apuntes y en sus momentos de descanso le comentaba a su amante, la condesa Ebba Landsdotter Sparre, Belle, que el libro había sido escrito por el mismo diablo convocado por un monje encadenado y en él se encontraban los secretos de la antibiblia, de la cual era ella ahora la poseedora y dueña de la maldición que sobre él recaía, de que todo aquel que lo poseyera tarde o temprano perdería lo que deseara su corazón, aunque por el momento, las únicas maldiciones que sufrió fueran las de su primo, furioso y frustrado por el incumplimiento del trato, para ella imposible de cumplir, pues el hombre ya no le gustaba e incluso como personaje lo consideraba poca cosa frente a los grandes héroes de la campaña, el mariscal de campo Wrangler y el conde Torstensson, frente a los cuales el pobre Karl Gustav sólo parecía un hermanito, un chiquillo impertinente al que el contacto con la pólvora y la soldadesca le había endurecido el seso y al que había ya que enseñarle el ABC, pues ni siquiera sabía ya conversar.

Eso era lo que hacía Kristina todo el tiempo, conversar, conversarlo todo, discutirlo todo y planearlo todo, verlo todo: la estrategia de Oxenstierna, la labranza de los campos, la diplomacia de su primo Johann, la De constantia sapientis de Séneca, la fundición de cañones o el descubrimiento de nuevas minas de hierro en el lejano norte.

Su estrategia contra los viejos luteranos había funcionado bien y todos ellos, ocupados por disfrutar del botín, se olvidaron de ella, la dejaron tranquila en su torre de libros, de la que cada día se desprendían nuevas ideas para obras de teatro desquiciadas, tragedias y comedias con Belle actuando de Venus frente a nobles que se aburrían en sus asientos, pero que aun así demostraban que los viejos tiempos ya habían quedado atrás y que en esa nueva era el aprender y el pensar eran tan importantes como afinar el fuego de artillería.

Ella se presentó varias veces representando papeles de reina y declamando a Marco Aurelio y repitió esos papeles en los consejos de gobierno, frente a ministros pasmados y pastores que huían espantados, horrorizados por el resultado final de esa cruzada: no la subida al trono de un protestantismo triunfante sino de una tropa barroca que hablaba francés e italiano, cubierta de sedas y pieles y consumidora de vajillas finas y vinos selectos, de vida perniciosa y una paz que no les sentaba bien, pues el país prosperaba rápido y la gracia de Dios no llegaba como ellos, querían sino en forma de bailes, carnavales, banquetes, teatro, pinturas, libros y música, en un rigodón interminable de jóvenes, en el que se precipitaba la muchedumbre desvergonzada de todos aquellos que no habían vivido los duros años de la cruzada, sino los gloriosos de la guerra relámpago y de los botines interminables, que no había tenido tiempo de temerle ni a las botas ni a los arcabuces de los Habsburgo, que no odiaba a los católicos y que, por puro contagio, ahora también arrastraba a incorruptibles veteranos, viejos y viejas de la época del León del Norte, en un torbellino cuyo centro era ella y su biblioteca de libros diabólicos. Y así se cerraba de ese modo el segundo acto y la reina sonreía encantada.

III.

Durante el tercer acto, los viejos luteranos hubieran querido que Kristina dejara el trono y un hombre asumiera las riendas del poder, pusiera orden y expulsara a los mercaderes del templo, pero no había candidatos. La prosperidad había reducido el número de resentidos a mínimos históricos y todos los ambiciosos formaban ya parte del partido de la reina, el partido de los jóvenes.

La única esperanza de los luteranos viejos residía en su matrimonio con un hombre sensato, matrimonio que daban por hecho, así como que ella tendría hijos y terminaría por olvidarse de sus excentricidades librescas, especialmente porque los pretendientes no faltaban y a nadie se le había pasado por alto su pequeño romance con su primo, que detrás de ella existía una larga hilera de candidatos de todo tipo; desde príncipes españoles y franceses hasta grandes duques alemanes que Oxenstierna rechazaba amablemente, con la esperanza de convertir su matrimonio en una genialidad estratégica, frente a una reina que guardaba un incómodo silencio, revisando impaciente las largas listas de aspirantes, provocó un terremoto en el reino, luego de que la nobleza y el clero luterano la arrastraran a presentarse ante los Estados Generales a dar un discurso matrimonial que fue un completo desastre, que demostró un tremendo desprecio por la opinión general y generó quejas por cientos e indignación colectiva entre los viejos que se enfrentaron a ella y a sus propios hijos, cuando se negó a casarse, entonces las familias se dividieron en tres y en cuatro, los primos se pelearon entre sí, amigos de toda la vida dejaron de hablarse, Belle rompió su compromiso de matrimonio y por las tabernas de todo el país corrieron rumores infamantes y se cantaron canciones obscenas, a la vez que de pulpitos secretos rezumaron sermones implacables sobre un discurso críptico y ciceroniano lleno de alusiones clásicas del que los Estados Generales, perplejos, sólo llegaron a entender que la reina no estaba dispuesta a casarse con nadie porque no le daba la gana y que después, durante el tumulto que estalló en la sala, de todos los rincones le llovieron acusaciones de traidora, Jezabel, hereje, de hundir al reino en el caos, de llenar la corte de payasos y maricones, cuando todos sabían que la gloria sólo provenía del acero, de los huevos y de la audacia, sobre una reina en retirada que se defendía citando a Platón en griego y a Marco Aurelio en latín, mientras que el canciller Oxenstierna era arrollado por la multitud, sin poder defenderse ni si quiera a sí mismo cuando le gritaban: «¡La criasteis como macho y ahora se acuesta con señoritas!, ¡Qué la mujer había sido creada como compañera del varón!, ¡Qué era para darle hijos y no para vestir pantalones, cebar el mosquete o blandir el estoque!».

Mientras, Kristina, envarada en una jaula de sayo, cofia y guardainfante, le dio la espalda a la confusión con dignidad de reina y se retiró de la sala sin decir una palabra, escoltada por su primo Magnus que lo miraba todo estupefacto, cómo sus ojos ardían como barriles de pólvora listos para hacer estallar el palacio con todos adentro y hundir el recinto en un mar de llamas.

Pesadamente se acercó a una ventana y respiró la luz que entraba por ella, se lamentó que no estuviera allí Descartes para poder hablar con alguien razonable. Notó entonces a Magnus detrás suyo decid algo, «¿vos también creéis que estoy loca? «, le preguntó entonces, pero él negó, «¡estuvisteis magnífica! «, le respondió conmovido, «parecíais que ibais a sacar la espada de vuestro padre y a decapitar a todos los viejos cagones, ¿verdad que sí?», ella río agradecida, sólo que, ¿qué iba a hacer ahora?, la esperanza de los viejos para sacársela de encima era casarla, la esperanza se había venido abajo y ahora iban a utilizar otros medios, cortarles la cabeza como una manera libresca de deshacerse de los problemas, quizás no fuera entonces tan mala idea, pero ella no decapitó a nadie, le dejó al canciller Oxenstierna la tarea de poner a los revoltosos en su lugar y dejarles claro a cada uno de ellos, con amenazas de distinto calibre y contundencia que a la reina, a la hija del León del Norte, que había asumido el poder por el deseo de su padre, por la gracia del altísimo y para gloria de Suecia, no se la tocaba.

Las protestas cesaron entonces casi de inmediato, se dieron las disculpas de rigor y todo pareció calmarse, ya no la presentaron más como un anticristo, como una calamidad diabólica o una Jezabel lujuriosa, pero esa noche, mientras comentaba su discurso de celibato con Belle, tuvo el presentimiento de que los problemas recién empezaban.

La reina no estaba dispuesta a casarse con nadie porque no le daba la gana y que después, durante el tumulto que estalló en la sala, de todos los rincones le llovieron acusaciones de traidora, Jezabel, hereje, de hundir al reino en el caos, de llenar la corte de payasos y maricones, cuando todos sabían que la gloria sólo provenía del acero, de los huevos y de la audacia, sobre una reina en retirada que se defendía citando a Platón en griego y a Marco Aurelio en latín.

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Esa noche soñó con su madre, una mujer orgullosa hija de nobles príncipes protestantes, con la que nunca se había llevado bien. Era una Hohenzollern terca y desequilibrada a la que su padre parecía temer más que al mismo Wallenstein y a sus lansquenetes imperiales, a la que a la niña Kristina siempre había inspirado pavor, a tal punto que, en algún momento, frente al cadáver embalsamado del León del Norte, que su madre había conservado años enteros, ella había intuido con sabiduría que la reina, su madre, estaba loca. No le sorprendió entonces que llegara indignada sin pedir audiencia, directamente al trono, con terribles golpes en la puerta de doncellas espantadas que no atinaban a recibirla, mientras se preguntaba si lo conveniente era saludarla con la cortesía de rigor o seguir el protocolo y mostrarse fría y distante, tuvo solo el tiempo suficiente para ordenar que se cerraran los cuartos, los salones y encomendarse a la etiqueta de las audiencias oficiales y rogar que ésta le permitiera prepararse para un asalto frontal a toda regla que resistió con furia, en el que la violencia desató apocalípticas escenas completamente anticartesianas, pues su padre, según la reina madre, había luchado por conquistas, mientras que ella hundía al reino en caprichos, ideas y libros; mentiras inspiradas por lunáticos que nadie entendía; poemitas y canciones en un país de brazos fuertes, de barrigas llenas, de cazadores, guerreros y almas osadas, que a punta de puro coraje habían construido el reino y que se burlaban de ella, el verdadero bufón de Suecia, la tercera de sus hijos, una niña tan negra y ruidosa que parecía un hombre, y ojala hubiera sido un niño y no una marimacho a la que debería haber dejado morir cuando pudo, pero ella hubiera sido el hijo de una bruja, eso era lo que hubiera sido, lo único que hubiera podido tener de su padre hasta que murió, producto de un pozo muerto, de un hombre que sólo había estado junto a su madre en sus años de putrefacción, la amante de un cadáver y ahora le exigía que se fuera, dijo ella, y agregó furiosa, que las mujeres no eran campos que había que arar de acuerdo al parecer de un campesino rijoso, que casarse era la peor tumba para una mujer, que era ceder su independencia moral y humana a un ser apestoso que se deslizaba en su cama para satisfacer su lujuria, y, cuando su madre se levantó para abofetearla, Kristina salió de la sala, corriendo hacia una habitación vacía en donde comenzó a destrozarlo todo, rompió platos y cristales, arrastró muebles por el suelo, volcó una mesa con candelabros de plata, se arrancó su collar de perlas y lo destrozó. Cuando Belle entró a socorrerla, la encontró, espantada, con una mirada en llamas, en donde se concentraban el odio de una relación amarga mascada con hiel y acumulada por años de frustraciones, abandono y la soledad de una huérfana que heredaba el destino de sus mayores y que ahora, de manera poco cartesiana, también temía que parte de su herencia no solamente fuera el pasado sino el futuro de un escenario más áspero, más tosco, más fanático, más frío y más implacable que el que su torre de libros podía aguantar hasta el momento mismo en que empezaba a darse cuenta que ella no era el personaje principal de la obra que representaba y que el teatro, en donde esta estaba montada, ya no era el escenario de tramoya de un tablado francés sino el laberinto infinito del minotauro.

Esa noche le preguntó a Belle llorando, si era verdad que era tan repugnante: «¿Vos me veis tan horrible, soy tan ridícula?», y Belle llorando le respondería: «Vos sois mi señora, mi reina, la más bella reina del mundo».

IV.

La coronación de Kristina. © Getty Images.

Aun así, el cuarto acto de su obra empezó de manera magnífica. Su coronación durante un otoño semipolar de frío cerrado y gris, fue el culmen de su drama y la reafirmación de su voluntad sobre la de los nobles. Fue también la última reunión del partido de los jóvenes y la última vez que ella y sus amigos de la corte, Johann, Belle, Karl Gustav, Magnus y su hermano Jakob festejaron juntos olvidando sus diferencias.

La ceremonia fue concebida como una obra, en un escenario de más de seis millas de largo, con ella como protagonista y los cuatro estamentos del reino como comparsas, en medio de una lluvia de pétalos de rosa que escandalizó nuevamente a los curtidos luteranos de la corte.

Una cabalgata compuesta de doscientas carrosas sacadas de varios cuadros de Rubens, en una caravana en donde el carruaje de Kristina era una magnífica pieza de utilería de teatro, completamente forrado de terciopelo negro con aplicaciones de oro y jalado por un juego completo de caballos blancos, con ella adentro, invitaba a todo el que quisiera participar de la ceremonia y de los festejos con miles de botellas de vino y cerveza gratis en todos los rincones del reino, mientras una orquesta de cámara tocaba “Los grandes esplendores de la felicidad”, que deberían presidir el nacimiento de la nueva era, la del tiempo ovídico de los libros, el de la inocencia, de la justicia, de la abundancia y la bondad.

Las celebraciones se prolongaron durante meses, pero para Kristina acabaron con la primera pausa que pudo hacer para contemplarse en el espejo, tal y como era detrás de su propia pompa y circunstancia: pequeña, de talle delgado, nariz larga, boca chica y ojos tristes, vientre ancho y caderas y piernas gruesas.

Siempre se había gustado así, pero en ese momento sintió una profunda tristeza que no pudo calmar, mientras que Belle dormía plácidamente en la cama, semidesnuda, habían hecho el amor y sus rizos chorreaban desordenadamente debajo de sus hombros. Ella se le acercó con cuidado y le susurró al oído: «te amo» , lo hizo con una pasión desesperada como si todavía estuvieran en guerra y las horas y la vida corrieran desbocadas en todas direcciones. Lo hizo con una tristeza que nunca más sentiría, el resumen de todas sus tristezas, que no supo donde colocar en ese momento tan inoportuno, mientras afuera todos cantaban, bailaban y bebían a su salud.

Las celebraciones se prolongaron durante meses, pero para Kristina acabaron con la primera pausa que pudo hacer para contemplarse en el espejo, tal y como era detrás de su propia pompa y circunstancia: pequeña, de talle delgado, nariz larga, boca chica y ojos tristes, vientre ancho y caderas y piernas gruesas, siempre se había gustado así, pero en ese momento sintió una profunda tristeza que no pudo calmar, mientras que Belle dormía plácidamente en la cama, semidesnuda, habían hecho el amor y sus rizos chorreaban desordenadamente debajo de sus hombros.

Carlos Herrera Novoa

Esa fue la primera señal de una enfermedad extraña que hundió su voluntad y fue consumiendo su mente, de la que el canciller Oxenstierna temió de pronto que fuera a morir, así se anunció por el correo sin voces, a lo largo de todo el palacio y luego a la ciudad.

Llegó pronto a los oídos de los estamentos y las facciones comenzaron a hablar y a intrigar entre ellas, recurriendo a viejos trucos y sacando antiguas ofensas a la luz, rumores de fronda recorrían el país, recuerdos de los tiempos en que los Vasa se hicieron con el poder y expulsaron a los daneses y de la ola revolucionaria que había fundado el reino, confiscado los bienes católicos y expulsado la superstición y el vicio.

Pronto los viejos luteranos, nostálgicos de la vida dura, del pan seco y la sopa militar, clamaron al cielo contra Kristina. Las heridas frescas, incidentes y conflictos sangraron como nunca. A choques tan graves como la renuncia al matrimonio, la disputa luchada y perdida por la reina, en torno a la reforma de la iglesia nacional y al bloqueo de Kristina a la promulgación del nuevo canon luterano, que introducía la figura de la herejía, se agregó a una confusa conspiración, que le costó la cabeza al historiador Johann Messenius y provocó el pánico en el partido de los jóvenes, cuando la reina después de la ejecución apareció ante ellos con una mirada pesada y turbia antes de sumergirse nuevamente en su torre de libros.

Más tarde, durante la noche, se sintieron gritos y llantos y después no se supo más de ella, desapareció durante días en que partidas a caballo la buscaron infructuosamente por todos los caminos. Reapareció durante los servicios del domingo, a la hora del sermón, vestida con un inmundo traje de pastora y al mando de una horda salvaje de ovejas que, como un tercio de españoles aullantes, asaltaron la catedral, tomaron el altar y la pusieron al frente de la feligresía mirándolos desafiante y les preguntó: «¿es que acaso no soy la pastora de mi pueblo?».

Desde entonces, comenzaron a correr rumores de que estaba loca y el canciller Oxenstierna tuvo que hacer esfuerzos sobrehumanos para prevenir una espantada general en el partido de los jóvenes, la de su propio hijo Johann, irritado por la falta de autocontrol de la reina, la de Magnus, incapaz de comprender que estaba pasando, la del primo Karl Gustav, del que, desde el develamiento del complot, no se había sabido nada, y, sobre todo, la de los miembros de la nobleza y los capitanes de la cruzada que se habían lanzado de cabeza a apoyar sus reformas. Eran ellos sobre los que se habían sostenido él y Kristina, concediéndoles misiones importantes y repartiéndoles propiedades por el valor de más de un millón de taleros y dieseis títulos de conde, cuarenta y seis de barón y cuatrocientos veintiocho blasones y distinciones, que con el derrumbe repentino de la reina parecían perder su valor.

El colapso de Kristina era inevitable, se produjo durante una noche de tormenta, poco antes de la primera nevada de invierno, en medio de una larga audiencia y desde entonces, ya no había vuelto a recuperar el sentido, casi durante toda una semana había yacido en la cama sacudida por poderosas fiebres y delirios clásicos. Con citas de Horacio, Cátulo y Píndaro, llevada por visiones a los infiernos con Virgilio como compañero, hablaba con Belle en griego creyendo que era Safo y se dirigía a Oxenstierna citando pedazos de «La Odisea».

Después de esos ataques parecía descansar aunque en sueños empezara nuevamente a hablar en lenguas; primero en lenguas conocidas, latín, italiano y francés, para después proseguir con largos sermones en alemán y repetir página tras página del Somnium Sive Astronomia Lunaris, internarse en el árabe, el hebreo y continuar con parlamentos en holandés, en medio de una crisis tras otra, en las que solamente cuando empezó a murmurar en idiomas incomprensibles como el finlandés, gaélico, persa o islandés, el canciller Oxenstierna asumió realmente que la reina estaba al borde de la muerte y que eran necesarias medidas extremas, desesperadas, absurdas y completamente antigalénicas, que lo llevaron a contratar al doctor Pierre Baurdelot, un francés racionalista y cartesiano, enemigo de las sangrías y los enemas, quien luego de rechazar humores y curas calientes, al observar detenidamente el estado de la maquinaria de su cuerpo, se le acercó y sin dudarlo le susurró su diagnóstico: «necesitaba descansar».

Le recetó reposo, buena comida, con vino incluido, silencio y tranquilidad, visitas diarias de Belle y la lectura de Pietro Aretino, un artefacto potencialmente peligroso de desvergonzados versos, que la hicieron preguntarle sin hacerla sonrojar, si era parte de la cura, pero no, su propósito era más bien que ella hiciera sonrojar a Belle, esa si era parte de la cura, y entonces, por primera vez, en varios meses, alguien pudo hacerla sonreír y luego sanar en una larga convalecencia plagada de conversaciones sobre el órgano del alma de Descartes, medicina griega y árabe o los sistemas de Copérnico y de Kepler.

Un día, en medio de una conversación erudita, la reina le hizo una confesión: ella era una asesina, ella había mandado a matar a Johann Messenius y no le consolaba pensar de que fuera un traidor, ni que Marco Aurelio, Trajano y otros grandes hubieran tenido alguna vez que hacer lo mismo o que ella misma hubiera enviado ejércitos enteros a la cruzada, pues ella no deseaba la muerte de nadie y acabar con la guerra era el único camino hacia la paz y belleza, que todo el mundo cantara, leyera, comiera, bebiera y fuera feliz.

En su reino nadie había sido asesinado por sus ideas y por sus creencias, hombres y mujeres podían pensar en lo que quisieran y llevar su vida como les placiera, estudiar y superarse a sí mismos, descubrir sus cualidades y amar como ellos prefirieran. Sólo que eso era lo que quería, era lo que su mente añoraba, pero su mente y su cuerpo no iban juntos y uno avanzaba mucho más rápido que el otro sin adecuarse entre sí con las posibilidades de lo soñado y lo vivido, pues ella había acelerado su alma y perdido su cuerpo y su reino terrenal, que habían sido superados por la visión de su futuro.

Kristina, por enésima vez, se contempló a sí misma tal y como era, pues había querido ser Diana y la protagonista del drama del mundo y ahora se daba cuenta que, como el Quijote, sólo era una comparsa en una comedia de la que todos ya esperaban el final impacientes.

Así que el final llegó y de la peor manera posible. Fue la noche más oscura, en la que los candelabros, arañas y antorchas fueron apagadas por el soplo de un extraño viento frío y la reina se encontraba completamente sola. Absorta, leyendo una traducción de Cervantes, no se dio cuenta que Belle no había asistido a sus aposentos y que al día siguiente era imposible hallarla, desesperada corrió por pasillos y salones entre las damas de honor, cortesanos, sirvientes y criados, hasta dar con una enigmática nota de despedida que la hundió en una noche negra de angustia, con ella en el infierno y sin Virgilio y, menos aún, sin Beatriz y quizás también abandonada por la luz de la razón.

En medio de pasiones indecibles, o acaso traicionada por ésta, sólo que, como decía Descartes, la razón estaba compuesta de proposiciones universales que valían por sí mismas y era imposible que traicionara a nadie, era, más bien, el instrumento para superar las catástrofes de la vida y de pensar ordenadamente, el modo de descifrar el pergamino del mundo, sus signos impresos y moverse en los laberintos de la realidad, en guardarropas completamente llenos, abrigos de pieles de Belle, sus botas para nieve, sus mantos, como era posible explicar que se marchara en camisón y pantuflas en medio de la peor helada en los últimos quinientos años, sin coche ni caballo, mientras que el único coche en partir ese día había sido el carruaje de su primo Johann Oxenstierna, aunque sin él, y luego, qué hacía una horquilla de Belle en la habitación de un hombre, cuando en el centro de la ciencia se encontraba el plantear la solución más sencilla, que explicara la mayor cantidad de hechos posibles.

Ella traía siempre consigo la navaja de Occam para usarla en sus momentos de duda, que ahora apuntaba con toda su furia hacia su primo Johann, ya que él había sido, sólo él, él pudo haber secuestrado a Belle por el bien del reino, en una situación que ya no podía seguir.

Todos hablaban de Belle y hablaban de ella, de la reina, era hora de que cumpliera su deber y que se casara, debía dejar a Belle, así lo habían pactado con los viejos luteranos, así lo había pactado él, el precio para evitar la guerra civil. Los conservadores se apartarían del camino del poder si se acababan los escándalos, ella podría quedarse con su biblioteca y sus reformas no se anularían.

Kristina lo miró muy seria, en su mente fluían pensamientos enigmáticos, para él era la verdad, su error había sido creer que Suecia era Francia y que ella podía evitar ser como las demás mujeres. Ella lo escuchó y lo meditó un largo rato antes de enfrentarlo, pues ella si era como las demás mujeres, Suecia era como los demás países y si ellos querían un heredero tendrían uno y soltarían a Belle y a ella la dejarían tranquila.

Esa semana, Kristina cabalgó incógnita con una escolta armada de cinco mercenarios españoles e italianos escogidos por ella misma, desde el palacio hacia una sauna perdida en las montañas en la que esperó a su primo Karl Gustav, que salía de un baño en un lago helado.

La cabaña caldeada los hacia sudar, ella supo esperarlo con paciencia y cuando llegó, se divirtió con su cara de espanto y preguntó: «¿Os doy miedo primo, vos también pensáis que soy un incubo salido de los bosques?», el príncipe vio a los guardaespaldas de su prima con angustia, sin saber que responder.

Vuestra Majestad es Semiramis, balbuceó, y ahora pensáis que vos sois Ninyas, pero que no temiera, no había ido a castrarlo, sólo quería saber por qué él la miró sorprendido, por qué la había traicionado, él balbuceó una disculpa, porque ella sabía que él había participado en la conspiración de Johann Messenius y había apoyado el secuestro de Belle, «¿por qué lo había hecho, su majestad», dijo él, ella lo miró interrogante, su majestad le había prometido, le prometió y no cumplió, y ella lo miraba con burla, «¿y vais a matarme?», preguntó. No, no había llegado a matarlo, había llegado a cumplir su promesa —o parte de ella—, él sería rey y sus hijos serían reyes, sin necesidad de complots, sin que ella tuviera que morir ni decapitar a más tontos de cabeza caliente. Si él quería ser rey, sería rey, a cambio ella misma recibiría la libertad total para escribir el acto final de su propio drama.

Por primera vez sería la protagonista absoluta, la directora y la tramoyista, lo armaría todo desde su torre de libros, de donde saldría únicamente durante la convocatoria a los Estados Generales, en los que, en presencia de los estamentos del reino, dimitiría  a favor de su primo Karl Gustav en un ritual vacío y rutinario, en donde recibiría propiedades y dominios, un tercio de los bienes culturales de la corona, libros, pinturas y esculturas, así como una anualidad en oro, el derecho a perpetuidad del título de reina y una escolta para abandonar Suecia. Belle, afectada por el secuestro, decidió no acompañarla y permanecer en el reino, aceptó casarse con el hermano de Magnus, el caballero Jakob, boda que Kristina misma aprobó, pero a la que no asistiría.

La ceremonia culminó con la transferencia de la corona, ella ya había iniciado su viaje y en su mente desarmaba su torre de libros y se imaginaba reconstruyendo su fortaleza en otro lugar, en algún país de sol, luz y limoneros en flor, y, por un momento, ésta creció hasta perderse en el cielo, como una amable y acogedora ciudad letrada poblada de amigos sonrientes, pinturas de belleza eterna que la llamaban y esperaban, pues para llegar a ellos estaba atravesando la puerta que estaba atravesando, repitiéndose así misma su propia verdad, aprendida una y otra vez del mismo Descartes, hasta elevarla como supremo principio rector de su vida, pues era una proposición evidente por sí misma, ya que para alcanzar la certeza y obrar de manera justa debía descartar todo lo que le hubieran impuesto y con lo que supiera construir ella misma por entero el sistema integro de sus conocimientos, de su moral, de sus sentimientos. Un principio que imprimiría en la entrada misma de sus dominios, en centro de su reino del alma a donde en ese momento estaba volviendo, al mundo que siempre había sido el suyo, en donde se encontraban los verdaderos espacios para entender, querer y del que sabía que, una vez instalada en él, ya nunca más regresaría.

Era la reina Kristina de Suecia.

C

Mi nombre es Carlos Herrera. Soy escritor, arqueólogo, historiador del arte y de las religiones y un gran consumidor de cine, literatura, teatro y artes plásticas. Me encantan la política y la actualidad internacional. Desde que me gradué en la universidad en el 2014 me he dedicado a escribir. Tengo ya dos libros publicados (ficción) y varios artículos
académicos aun por publicar. Escribo textos sobre diversos temas desde la política internacional hasta arqueología, historia y literatura. Mi hobby es coleccionar libros —especialmente libros digitales. Mi obra literaria está influí da por mis estudios de arte y arqueología, así como por mi fascinación por las mitologías indoeuropeas e indígena americana. Literariamente lo está por las literaturas medievales europeas, así como por las latinoamericana y estadounidense del siglo XX. Mis autores preferidos son William Faulkner, Gabriel García Márquez, Alejo Carpentier, Juan Rulfo y Mario Vargas Llosa. En mi trabajo se problematiza la relación entre naturaleza y los seres humanos así como los conflictos producidos por el encuentro entre diferentes visiones del mundo.