CINISMO SACERDOTAL

El mensaje divino

En la plaza central, dominado por la voluntad de Dios, el Cura trazó con los desperdicios de su vientre, que salían de su trasero de un modo industrial, varias palabras de dimensiones gigantescas. ¿Cuáles serán esas palabras benditas?

Por Julio Meza Díaz

Agotado por el trajín del viaje el Sumo Sacerdote se acercó a la ventana de su lujosa habitación de hotel. Bajo el sofocante sol de verano la plaza central mostraba árboles densos y jardines bien cuidados; los carros avanzaban insertos en un tráfico tedioso; los edificios antiguos destacaban frente a las construcciones de vanguardia haciendo de la zona una miscelánea arquitectónica. Más allá, tras policías de firme semblante, una masa de gente multicolor aguardaba con expectativa su pronta aparición. “Todo lo que hacen por el perdón de sus pecados”, pensó el Sumo Sacerdote moviendo la cabeza de un lado a otro. De repente, unos golpes de nudillos llamaron su atención y se volvió hacia la puerta. Ingresaba su nuevo acompañante, el Obispo.

–Disculpe, Sumo Sacerdote, si interrumpo sus reflexiones.

Dijo ejecutando un ademán reverencial.

–No se preocupe. Estaba ojeando a la multitud. ¿Qué desea?

–Soy portador de una noticia que lo sorprenderá.

Con siete décadas a cuestas el Sumo Sacerdote no se sorprendía por nada. Había recorrido el mundo varias veces tanto en sus años de laico como en sus recientes días, en los que estaba a la cabeza de La Iglesia. Como un aventurero de profesión en estos viajes había contemplado de todo, desde sociedades muy modernas hasta comunidades ancladas en el primitivismo. Pero sus ojos no sólo apreciaron lo vasto sino también detalles sui generis: rarezas humanas (niños bicéfalos, castratis lujuriosos, ancianos zoomorfos, etcétera) que las personas le enseñaban con orgullo.

–¿Y cuál es esa noticia?

–Le he traído un cura que transmite la palabra de Dios.

Respondió el Obispo, entusiasmado.

El Sumo Sacerdote se mantuvo imperturbable. Debido a su investidura estaba acostumbrado a que en cada lugar al que llegaba le presentaran hombres y mujeres que eran en apariencia capaces de obrar milagros. Aún recordaba a la vieja histérica que aseguraba llorar sangre y al tipo de retórica ostentosa que prometía curar la ceguera con legaña de perro. Por supuesto ambos casos resultaron ser un fraude como los muchos que había tenido que observar. Y ahora sin ninguna duda aquel cura sería de la misma calaña de esos charlatanes. 

–¿No sería mejor dejar lo del Cura para después? 

Dijo el Sumo Sacerdote. 

–No. Le prometo que no se arrepentirá.

–Hmm… 

–Verá algo grandioso.

–Está bien. Hágalo pasar. Pero dígale que sea breve.

–Gracias. 

Dijo el Obispo y, con un gesto rápido, llamó a su secretario para que trajera al Cura.

Mientras esperaba el Obispo se sintió en las nubes. Las tres décadas de investigaciones habían rendido fruto: por fin disponía de un prodigio. Se arregló la sotana y respiró hondo. Se imaginaba los aplausos de los feligreses, las condecoraciones de sus colegas, su ascenso en la jerarquía de La Iglesia. “Lo he logrado”, pensó. “He cumplido mi labor en la tierra”. 

–Y dígame. 

Se acarició la barbilla el Sumo Sacerdote. 

—¿Cómo habla Dios a través del Cura?

–Es algo extraño.

Soltó el Obispo, con una sombra de vergüenza en los ojos. 

—Dejaré que él mismo se lo explique.

A primera vista el Cura no lucía ningún rasgo especial. Como cualquier persona de su edad tenía una calvicie extendida, un rostro atravesado por arrugas y el vientre henchido y esponjoso de los cerveceros. Sus ropas eran un hábito negro y una cuerda de gruesos nudos que hacía las veces de correa. Aunque el Obispo le había invitado a sentarse, permanecía en una postura de militar en formación. Inexplicablemente, aguantaba el aliento presionando los labios.

–A ver tú. 

Dijo el Sumo Sacerdote. 

—¿Cómo haces entrever los deseos de Dios?

El Cura se acercó al Obispo y le soltó algunas palabras en la oreja. De inmediato el Sumo Sacerdote alteró su semblante. Si había algo que no soportaba era el chisme. Como sombras por la tarde este se expandía por varios sectores de La Iglesia. Más que un lugar de reflexión la Sagrada Sede era una olla de grillos. Los correveidiles abundaban —especialmente en los grupos de poder— y se expresaban de la misma forma en que lo efectuaron el Cura y el Obispo: entre susurros.

“Maledicentes. Perversos. Infames”, se aceleró el Sumo Sacerdote y escupió: 

–¡¿Qué están ocultando?!

–Nada. 

Trató de calmarlo el Obispo. 

—Sucede que el Cura aún no está preparado.

–¡¡¡¿Acaso necesita de inspiración?!!!

–No, no es eso.

El sacerdote pujó con fuerza y liberó un sonoro pedo.

Llevándose las manos a su espalda el Sumo Sacerdote empezó a caminar por los bordes de una alfombra. Su impaciencia se dilataba y un tic alborotó sus párpados. Sentenció: el Obispo era un ingenuo. “¿Cómo lo había engañado el Cura? ¿Cómo no se daba cuenta del fraude? ¿Cómo lo había traído? ¿Cómo podía ser tan estúpido?”.

–Estúpido.

Le disparó el Sumo Sacerdote al Obispo y, fastidiado por su incontinencia, agregó: 

–¿Por qué me ha traído al Cura?

–Se lo reafirmo: es un intermediario de Dios.

El Obispo se sintió salpicado por la humillación. Sin embargo, no se arrepintió de su esfuerzo. Buscar manifestaciones concretas de la divinidad era su sentido de vida. “Aunque quizás sería mejor ser menos afanoso”, reflexionó. “Quizás debería también apurar al Cura”. Y con voz grave le dijo: 

–¿Por qué Dios no se pronuncia de una buena vez?

El Cura abrió la boca de par en par pero no articuló ni una sílaba. Como si fuera víctima de un alucinógeno incrustó la mirada en el vacío. Se tambaleaba siguiendo una lógica creciente. Segundos después la excitación adquirió potencia. Bailaba una danza dionisiaca. Agitaba brazos y piernas con ritmo caótico, tiraba su cabeza para adelante y atrás, parecía recibir latigazos invisibles, expelía baba acuosa. En medio del trance murmuró:

 –Ya viene. Ya viene.

El Sumo Sacerdote hirvió de enfado. 

“El Cura es un sinvergüenza. ¿Quién se cree para bailar como loco en mi habitación?”, pensó. “¿O es un payaso?”. Apelando a su débil físico, tiró del hombro del Cura y lo emplazó con un grito a volver en sí. Este no respondió. El vértigo lo había atrapado. “Ni siquiera es gracioso”, concluyó el Sumo Sacerdote. “¡El Cura maldito no se ganaría la vida ni en un circo!”.

–¡Basta! ¡¡¡Esto es para imbéciles!!

–Se equivoca. 

Intervino el Obispo. 

—Esto es parte del milagro.

El Obispo se mantenía firme como piedra. Al igual que el director de una puesta en escena, observaba con atención los sucesos, pero no perturbaba su desarrollo. “Cuestión de minutos”, sonrió. “Y luego veré la cara del Sumo Sacerdote”. Satisfecho, paladeó el reconocimiento que le daría La Iglesia. 

Siguiendo unas pautas incomprensibles el Cura detuvo su baile. Se había cansado. Sudaba copiosamente y las rodillas se le quebraban. Después de suspirar, se acuclilló, recogió su hábito y se quitó la ropa interior.

–Pero… 

Soltó el Sumo Sacerdote–. 

—¡¡¡Qué hace!!!

–No se preocupe.

Dijo el Obispo. 

—Es el milagro.

Con las sienes latiéndole, el Sumo Sacerdote se llevó la mano al pecho. Un rayo proveniente del núcleo de su ser le provocó dolores agudos. Mientras sus brazos endurecían como yunques, un sudor frío le traspasaba y le hacía temblar. El Obispo se alarmó y acudió en su ayuda.

–¿Le ocurre algo? ¿Desea un vaso con agua?

–No, estoy bien… ¿Qué diablos sucede?

–Cálmese, por favor.

“No, esto no es cierto”, pensó el Sumo Sacerdote dejando caer la mandíbula. “¡El Cura está desnudo!”. En muchas ocasiones había atendido a embaucadores que prometían cualquier magia con tal de ser señalados como realizadores de milagros. Le habían dicho, entre otras cosas, que podían convertir el agua salada en un líquido bebible, que eran capaces de hacer conversar sobre cualquier tema a dos caballos chúcaros y que, en el exceso de lo imaginable, sabían la forma de lograr el embarazo en un hombre. Obviamente todo era falso. Pero ninguno de los mentirosos, incluso los más avezados, se había bajado los calzoncillos para intentar lograr su cometido. 

El sacerdote pujó con fuerza y liberó un sonoro pedo.

–¡No! ¡¡¡No puede ser!!!

Gritó el Sumo Sacerdote. Con velocidad desbocada algo no paraba de latir en su interior. 

–¡¡¡Esto es un escándalo!!!

–¡El milagro! –tembló el Obispo–. ¡Ya ha iniciado el milagro!

“No he visto nada semejante ni en Flandes”, se dijo el Sumo Sacerdote. En sus viajes había atravesado miles de poblaciones. Todas, más allá de sus inherentes particularidades, compartían un mismo rasgo: poseían por lo menos un individuo de cuerpo y/o espíritu extranaturales. En un principio esta realidad lo espantó pero luego la asumió como cualquier simpleza. Examinaba lo que consideraba una anomalía con curiosidad (por ejemplo, tres ojos distribuidos alrededor de la nariz, sed injustificada de sangre consanguínea, capacidad de maratonista pese a no tener miembros superiores ni inferiores) y finalmente la desechaba pues no encontraba nada nuevo. Sin embargo el Cura era la excepción porque nunca antes nadie, persiguiendo la ejecución de un milagro, se había lanzado dos pedos y ahora empezaba a cagar.

El Sumo Sacerdote hizo un gesto de amargura indescifrable, señaló la puerta de salida y tronó: 

–¡¡¡Largo de aquí, Cura de mierda!!!

Vistiéndose con dificultad el Cura dio un par de pasos y resbaló. En seguida se puso de pie y continuó su camino.

–¡¡¡Y tú!!!

Se dirigió el Sumo Sacerdote al Obispo. 

—¡¡¡Tu carrera en La Iglesia ha terminado!!!

–Clemencia, Sumo Sacerdote. Clemencia…

Murmuró el Obispo y se retiró con tristeza. 

***

Tratando de relajarse, el Sumo Sacerdote se asomó otra vez por la ventana. “Nunca más recibo a milagreros”, pensó. “Gente como el Cura me produce hincones”. En la plaza central los jardines se mostraban manchados por rectas y círculos marrones; pese a que el semáforo indicaba luz verde los carros se habían detenido y formaban una congestión de varias cuadras; en los edificios había pequeñas caras congeladas en muecas de perplejidad. En medio del bullicio una masa de gente corría espantada por las calles. “¡Dios mío, qué sucede!”, se dijo el Sumo Sacerdote y, cuando aguzó la vista, sintió que en su tórax algo estallaba.

***

En la plaza central, dominado por la voluntad de Dios, el Cura trazó con los desperdicios de su vientre, que salían de su trasero de un modo industrial, varias palabras de dimensiones gigantescas. Sólo desde una altura pronunciada (un helicóptero en vuelo, el último piso de un rascacielos, un mirador ubicado en la cumbre de un cerro, etc.) pudo leerse la información divina: como dijo Mc Luhan, el medio es el mensaje

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Julio Meza Díaz
Un astronauta sin capital.

Me llamo Julio Meza Díaz. Soy un escritor peruano (en realidad soy abogado y gestor cultural, digamos, de acuerdo a la legitimidad absurda de los títulos). Y nada, mi estética es el absurdo, lo escatológico y el anti-capitalismo (esto último no sé bien si es así, pero en fin).